
La oposición que han ejercido Uribe y Petro tiene algunas similitudes, pero no son del todo idénticas. ¿Cómo diferenciarlas y entenderlas en el contexto colombiano?
Javier Duque Daza*
Las dos oposiciones
En la última década, la oposición política se ha centrado principalmente en dos líderes:
- Durante gran parte del gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018), la oposición estuvo en cabeza de Álvaro Uribe;
- En el actual gobierno de Iván Duque (2018-2022), la oposición ha sido liderada por Gustavo Petro.
La primera reflejó una fractura en la élite del país; la segunda ha sido un proyecto “contra-élite” desde la izquierda. Sin embargo, ambas formas de ejercer la oposición han tenido al menos dos similitudes: los protagonistas han sido personas y no partidos, y la oposición se ha asumido como un trampolín para llegar al poder.
El análisis de estos dos opositores permite hacer preguntas sobre la forma ideal de ejercer la oposición y qué exigirles a los políticos en esta materia.

Uribe: la puja por volver al poder
Cuando Santos tomó distancia de Uribe –de quien había sido ministro–, el uribismo decidió declararse en oposición.
Sin embargo, esa oposición no buscaba construir una verdadera alternativa política, sino recuperar la presidencia. Por eso, la estrategia consistió en cuestionar a Santos en todo: su legitimidad, su credibilidad y sus decisiones.
Nada de lo que hiciera Santos podía ser bueno. Por eso, Uribe se opuso tajantemente al proceso de paz con las FARC y se midió con él en las urnas al promover el “No” en el plebiscito de 2016. Por lo demás, no le bastó participar en la revisión del Acuerdo de Paz después del plebiscito; había que “hacerlo trizas”.
También se opuso a las propuestas del gobierno para impulsar la educación básica, el respeto a las diferencias en las preferencias sexuales y la equidad de género. Enarbolando las banderas conservadoras, al mismo tiempo se opuso a la despenalización del aborto y del consumo de sustancias psicotrópicas, y al matrimonio de personas del mismo sexo.
Por no contar con mayorías en el Congreso, el uribismo no podía bloquear proyectos. Por eso, su estrategia fue descalificar y tergiversar a sus opositores, o presentarse como víctimas de una persecución.
En esa narrativa, Santos era un presidente ilegítimo, que había comprado las elecciones y el Premio Nobel; y un “castrochavista” que se había aliado con las FARC, Venezuela y Cuba para imponer el socialismo en Colombia.
Según Uribe, el proyecto político de Santos incluía un plan para encarcelarlo a él y a todos sus allegados. Recordemos, por ejemplo, cuando la bancada uribista llegó al Congreso con carteles que decían “soy opositor, no criminal”.

Petro: el adalid del cambio
Por su parte, Gustavo Petro ha estado en la oposición al establecimiento desde su juventud, primero como integrante del M-19 y después como congresista.
Se opuso a los gobiernos de Uribe y de Santos, pero fue en 2018 cuando se institucionalizó como el líder de la oposición, al obtener más de ocho millones de votos en la segunda vuelta a la presidencia.
A diferencia de Uribe, Petro busca un proyecto de sociedad distinto al que ha gobernado al país durante décadas. Como lo ha hecho la izquierda triunfante en Uruguay, Brasil, Chile y México, Petro defiende un capitalismo progresista, con un estado regulador de la economía y de la sociedad. Por ahora, se prevé que su candidatura sea una de las más fuertes en 2022.
Pero al igual que Uribe, Petro ha usado la oposición como instrumento para buscar la presidencia. La suya tampoco es una oposición partidista: para Petro, los partidos son vehículos de los que se sube y se baja según el reto electoral del momento.
Sin embargo, sus estrategias políticas no han sido las mismas. Como exguerrillero y político anti-establecimiento, Petro se alimenta del malestar de muchos colombianos por la corrupción sistemática o los nexos políticos con la criminalidad. Ha aludido con frecuencia al modelo de desarrollo, a las precarias políticas sociales y a la inmensa desigualdad que existe en el país. Más recientemente, ha denunciado el asesinato de líderes sociales y el –según él– mal manejo de la pandemia.
Petro se auto declara el adalid del cambio. Esa es su promesa: “hemos tenido un país donde nada se ha podido cambiar en dos siglos; y a mí me dan ganas de cambiarlo. Ser el primero que lo cambie”.
Como el actor central de la política en las dos últimas décadas ha sido Uribe, Petro se ha enfocado en contradecirlo ideológicamente. Lo ha denunciado, criticado y enfrentado de forma abierta. Lo ha tildado de ser promotor del paramilitarismo, del narcotráfico y de la guerra. También ha desconocido el gobierno de Duque y ha dicho que es ilegítimo, por el escándalo de compra de votos que presuntamente lo benefició.
Hacia una confrontación leal de ideas
Este repaso sobre la forma en la que Uribe y Petro han ejercido la oposición muestra sus fortalezas y debilidades.
En los últimos años, algunos periodistas han recurrido a la misma fórmula para “analizar” la política colombiana: Colombia está cansada de los extremos que no contribuyen a solucionar los problemas del país. Esa fórmula incluye siempre los mismos comodines: populismo, polarización, confrontación.
Pero hay otra forma de ver la política colombiana. El país tuvo un largo periodo de convivencia bipartidista hasta hace pocos años. No habituados a la oposición, los colombianos no saben reaccionar ante la confrontación deliberativa y a la expresión de diferentes formas de gobernar.
La democracia supone el libre debate y la confrontación discursiva e ideológica sobre concepciones diferentes sobre la sociedad. También incluye a los líderes, quienes defienden ideas e intereses con sus propios estilos, su lenguaje y sus estrategias. Esto se acentúa en sistema presidencialistas como el colombiano.
Por eso, lo negativo no son los extremos ni los líderes fuertes, sino la forma en la que asumen la contradicción política. Más que demonizar a los políticos y criticar la confrontación de ideas, tal vez es necesario invitar a nuestros líderes a hacer una oposición leal: debatir y confrontar, pero sin tergiversar, ni descalificar al enemigo solo por pensar diferente; dejarle a la justicia los presuntos delitos de los adversarios; y no manipular las redes ni desinformar. ¿Será pedir demasiado?