

La concentración de poder, los abusos policiales, la censura del periodismo independiente y los ataques a los opositores perpetrados por el actual gobierno no son propios de un régimen democrático.
Nicolás Rudas*
Miller Díaz**
No se trata de casos aislados
En los últimos días se han registrado tantos casos de abuso policial que es difícil creer que se trata de episodios aislados. Los vídeos que circulan en redes sociales recuerdan los actos represivos perpetuados por regímenes autoritarios como el de Nicolás Maduro. Ningún defensor de le democracia debería estar tranquilo: la línea que nos separa del autoritarismo cada vez es más delgada.
El 9 de septiembre, Día Nacional de los Derechos Humanos, al menos 11 jóvenes murieron en Bogotá y Soacha por culpa de una reacción desproporcionada e injustificada de la fuerza pública contra los manifestantes.
Al referirse al homicidio de Javier Ordóñez, el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, ofreció unas disculpas frías y descartó la existencia de un problema estructural asegurando que se trató de un caso aislado. También anunció que los uniformados involucrados—las “manzanas podridas” —ya habían sido retirados de sus cargos, pero no dijo nada sobre el uso excesivo de la fuerza, las intimidaciones, los tratos degradantes, los abusos sexuales, y las amenazas contra la prensa ejercidas por la Policía los días posteriores.
Aunque la Policía declaró que se apegará a las decisiones penales y disciplinarias emitidas por las instituciones encargadas del caso de Ordóñez, elaboró un “Informe de inteligencia” sobre las manifestaciones violentas que tuvieron lugar en Bogotá afirmando que los actos vandálicos fueron perpetrados por disidencias de las FARC y por células barriales del ELN.
Lo más inquietante es que aparentemente la institución ni siquiera se siente identificada con la teoría de las “manzanas podridas”. Las imágenes publicadas por varios policías en servicio sugieren que no condenan el homicidio de Ordóñez ni sienten arrepentimiento por lo sucedido, sino que se consideran víctimas de una sociedad que los critica injustamente.
Después de la muerte de Ordóñez, muchos agentes repitieron los actos atribuidos por el gobierno a las “manzanas podridas” de la institución. En Twitter, circuló una anécdota reveladora: al cruzarse con un homenaje fúnebre oficiado por familiares de Ordóñez, un grupo de policías adoptaron una actitud retadora e hicieron sonar sus armas de electrochoque (tasers).
Nos enfrentamos a una fractura institucional profunda que se manifiesta a través de los abusos de poder ejercidos por la Policía y la desconfianza que la ciudadanía siente por esta institución. Uno de los efectos de esta fractura es que la labor de los agentes que respetan la ley y los derechos humanos ha quedado opacada. Los ‘policías buenos’ que cumplen su labor deberían ser los primeros en exigir una reforma profunda de su institución. Lamentablemente, su voz no ha tenido protagonismo en medio de la convulsión nacional.

Un sistema de clasificación peligroso
Generalmente, al hablar de la crisis de legitimidad de la policía se hace énfasis en los bajos niveles de confianza que la ciudadanía tiene en la institución, pero se dice poco de la forma en que la Policía clasifica a los ciudadanos que merecen protección y a los que son blanco legítimo del uso de la fuerza.
En los últimos días, la Policía ha impulsado una campaña llamada “Los buenos somos más” que destaca a policías y ciudadanos que respaldan la institución, “no le temen al orden” y rechazan a los manifestantes que atacaron los CAI. El nombre de la iniciativa pone de manifiesto que para la Policía los ciudadanos se dividen entre “buenos” y “malos”.
Si bien la clasificación es necesaria para la labor policial, resulta preocupante que se defina si un ciudadano es “bueno” o “malo” basándose en su adhesión a la Policía Nacional. Dentro de esta lógica, los que apoyan incondicionalmente a la institución son ‘buenos’, y los que no, son vándalos que aspiran a destruirla.
Este sistema de clasificación promueve un peligroso juego de inclusiones y exclusiones, pues ciudadanos que son considerados ‘vándalos’ pueden ser desprovistos de sus derechos ciudadanos y quienes critican a la Policía protestando de forma pacífica pasan a ser considerados automáticamente “malos ciudadanos”. En otras palabras, cualquier manifestación contra la Policía es interpretada como vandalismo, independientemente de que se trate una manifestación violenta o pacífica.
Desde esta perspectiva, es posible entender por qué la Policía no ha reconocido que las protestas son motivadas por un reclamo legítimo. Así mismo, es comprensible que no existan críticas contra la institución de parte de sus miembros, pues serían interpretadas como una traición.

Una democracia amenazada
Entretanto, el presidente Iván Duque ha invertido más esfuerzos en exaltar a la Policía que en rechazar sus abusos. Cuando descartó reformar la institución, envió una señal de licencia a la brutalidad policial.
Lo más alarmante es que no existen contrapesos institucionales que puedan defender a la ciudadanía de los excesos policiales. En los últimos meses hemos visto una acelerada concentración de poder en el Ejecutivo que ha extendido su autoridad en órganos de control como la Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría, la Defensoría y el Congreso.
A esto hay que agregarle la creciente presión sobre el periodismo independiente, la oposición política y la rama judicial, especialmente sobre la Corte Suprema de Justicia.
Si bien la Alcaldía de Bogotá liderada por Claudia López ha funcionado como un contrapeso institucional, en el caso de la Policía su capacidad de intervención es limitada, pues de acuerdo con la Constitución, las autoridades locales no tienen mando directo sobre la fuerza pública.
Como si fuera poco, muchos partidarios del gobierno exigen un recorte de las libertades civiles. La reconocida periodista Salud Hernández pidió la suspensión del derecho a la protesta y el expresidente Álvaro Uribe sugirió la imposición de toque de queda, la militarización de las calles y la captura de los “autores intelectuales” de los disturbios tras insinuar que se trataba de sus adversarios políticos más notables. En la misma línea, la senadora María Fernanda Cabal se atrevió a decir que detrás de las protestas estaba Juan Manuel Santos.
El gobierno ha adoptado un doble rasero para juzgar los actos vandálicos y los abusos policiales: presume que los primeros son producto de un plan coordinado aunque no exista ningún indicio que así lo demuestre y asegura que los segundos no son más que “hechos aislados” aunque la evidencia sugiere que se trata de un problema estructural.
La concentración del poder, los abusos policiales, la censura del periodismo independiente y los ataques a los opositores perpetrados por el actual gobierno ponen en riesgo nuestra democracia, así que tenemos más razones para protestar que nunca. Es hora de manifestarnos pacíficamente en contra del giro autoritario que experimenta el país.