
En una histórica audiencia, los máximos jefes de las FARC y las AUC contaron su versión sobre el conflicto. ¿Qué dijeron y cuáles son las verdades que faltan?
Mauricio Romero Vidal*
Una sesión histórica
Fue sorprendente ver ante la Comisión de la Verdad al máximo jefe de la desmovilizada guerrilla de las FARC, Rodrigo Londoño o Timochenko, junto con uno de los dirigentes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Salvatore Mancuso.
Durante la audiencia pública sostenida por videoconferencia, ambos tuvieron una actitud de autocrítica y arrepentimiento, respondieron a las preguntas de los comisionados y pidieron perdón frente a algunas víctimas del conflicto.
Para guiar las intervenciones de Londoño y Mancuso, se les preguntó por las razones de su vinculación a la guerra, los “terceros responsables” en los que se apoyaron esas organizaciones y los factores de persistencia del conflicto armado.
Si bien buena parte de lo que dijeron ya se conocía, escucharlos fue significativo, y permitió poner en perspectiva sus argumentos y contrastar varias de sus afirmaciones. De Londoño ya se habían escuchado varias intervenciones en el marco del Acuerdo de Paz, pero no así de Mancuso.
Además, la sesión pública mostró la ausencia de dos grandes actores, determinantes en la guerra: los representantes del Estado –políticos y militares– y el empresariado. Aunque el expresidente Juan Manuel Santos participó en una sesión similar semanas atrás y habló sobre los falsos positivos, su intervención no fue suficiente. Y al empresariado se le está acabando el tiempo para reconocer su responsabilidad en la persistencia del conflicto armado.
Las diferencias entre ambos líderes
Un primer elemento que debe resaltarse es que Londoño y Mancuso hablan desde diferentes lugares: el primero está en libertad y cumpliendo con lo pactado en el Acuerdo de Paz, mientras que el segundo está preso en los Estados Unidos.
En 2008, el entonces presidente Álvaro Uribe extraditó a Mancuso y a otros catorce jefes paramilitares acusados de narcotráfico. La parapolítica, que había servido para la elección y reelección de Uribe, se volvió una carga cada vez más pesada y el expresidente quiso desligarse de ella con ese gesto. En ese entonces, los jefes paramilitares recluidos en la cárcel de Itagüí exclamaban desconcertados: “pecamos por exceso de uribismo”.
Londoño ha cumplido su deber con las víctimas a cabalidad, a sabiendas de que lo que haga nunca será suficiente. Por su parte, Mancuso espera que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) lo reconozca como tercero responsable del conflicto, aunque esta institución ya le había negado su ingreso en una solicitud anterior. Si la JEP accediera a esta petición, Mancuso no volvería a la cárcel en su eventual regreso a Colombia y, según él, podría participar en actividades de reparación a las víctimas.
Para sustentar la nueva solicitud a la JEP, Mancuso hizo énfasis en su carácter de civil vinculado a labores antiguerrilleras y resaltó que pasó de ser jefe de las autodefensas a ser informante y colaborador de las fuerzas militares. Además, insistió en que era líder de unas autodefensas y no de una organización paramilitar.
Según la controvertida argumentación de Mancuso, las autodefensas que él dirigió buscaron solucionar los problemas de las comunidades, dada la inoperancia de los políticos. En contraste, las organizaciones paramilitares operaban estrictamente en el campo de lo que ellos y las fuerzas militares consideraban la “seguridad”.
El Estado y su responsabilidad
Pero Londoño y Mancuso coincidieron en un punto: ambos señalaron la responsabilidad del Estado colombiano en la existencia de las guerrillas y los grupos paramilitares.
Esa responsabilidad, sin embargo, es diferente en cada caso. Para Londoño, la represión estatal de la protesta social y la estigmatización de los movimientos políticos alternativos es la clave del conflicto. Para Mancuso, el abandono del Estado en las zonas rurales, en especial en materia de seguridad, es lo más importante. Es decir, para el primero, el Estado es responsable por acción, mientras que para el segundo es responsable por inacción.
Si se corre la cortina de lo que hay detrás de la palabra “Estado”, se ven los cuerpos armados y de seguridad, el poder ejecutivo en los niveles nacional, regional y local, los espacios de representación política y el sistema de justicia.
Los paramilitares y el Estado
Los diferentes grupos de autodefensa —para usar la terminología de Mancuso— que las fuerzas militares ayudaron a crear en todo el país a comienzos de los 90 ganaron simpatizantes en las diferentes instituciones y espacios del Estado y los pusieron a su servicio. ¿Cómo lo hicieron? ¿El motor fue solo un puñado de ganaderos asediados por la guerrilla y descontentos con las fuerzas armadas?
Según Mancuso, la creación de la Unión Patriótica (UP) y sus éxitos electorales en contextos regionales con conflictos sociales y laborales creó miedo entre empresarios, ganaderos, agricultores, políticos y, sobre todo, en las fuerzas militares.
La fuente del temor era que “Colombia se convirtiera en otra Cuba” —el castrochavismo del momento— y que la UP y las FARC crearan un Estado dictatorial y expropiador. La comunidad internacional iba por otro camino: la Cortina de Hierro acababa de caer y el bloque socialista creado por la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial colapsaba.
En el plano nacional, la elección de alcaldes y gobernadores de movimientos y partidos diferentes a los tradicionales mostró el surgimiento de una ciudadanía crítica de la lucha armada. Aún así, las fuerzas militares y sus ideólogos continuaron en la disputa entre democracia y comunismo de los tiempos de la Guerra Fría y orquestaron el exterminio de la UP.
El fortalecimiento de las FARC por su vinculación al narcotráfico en los años 90 reafirmó el temor, y según Mancuso, aparecieron las “listas” con los nombres de políticos de oposición, funcionarios judiciales, activistas sindicales y sociales, maestros, o defensores de derechos humanos a los que había que asesinar.
Las listas eran elaboradas por los organismos de inteligencia del Ejército, la Policía, la Fiscalía y el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), o por los informantes de los paramilitares. Hay abundante evidencia judicial al respecto.
Esta fue la parte más sombría de la audiencia: los organismos de seguridad del Estado, confabulados con narcotraficantes y civiles que tomaron la ley en sus manos y decidieron asesinar a “los enemigos de la patria”. Jaime Garzón, Héctor Abad, Jesús María Valle y miles más, que impulsaron acciones de oposición política, defensa de derechos y otras reivindicaciones, fueron incluidos en esa categoría de “enemigo de Colombia”.
A partir de los inicios de los años 90, las Convivir fueron uno de los espacios de coordinación de esos asesinatos. “Eran un engranaje entre la legalidad y la ilegalidad. Allí llegaban las listas para que alguien operara”, en palabras de Mancuso. Según el exjefe paramilitar, ese espacio legal permitió que las AUC tuvieran una cobertura nacional.
Uno de los impulsores más entusiastas de esas cooperativas de seguridad fue el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe (1995-97) y su secretario de gobierno, Pedro Juan Moreno, antiguo gerente de la Federación de Ganaderos de Antioquia. Toda esa información es pública y relativamente conocida, aunque a la fecha no ha habido ninguna autocrítica por parte de sus promotores.
Las masacres y la “defensa de la democracia”
Sobre las masacres de civiles, Mancuso afirmó que eran un mecanismo para cortar los lazos entre las milicias y las guerrillas, y de esta forma aislarla de la población y su apoyo.
Una explicación muy escueta y simple para las cerca de dos mil masacres que tuvieron lugar entre 1985 y 2012, y en las que fueron asesinadas casi doce mil personas, como lo documentó el Centro Nacional de Memoria Histórica. Incluso si todos hubieran sido colaboradores de la guerrilla –lo cual es poco probable–, ¿cómo fue que los militares llegaron a la conclusión de que fortalecerían la democracia y las instituciones asesinando civiles?
Esta es una de las respuestas que se espera que el informe de la Comisión de la Verdad incluya. En todo caso, ya hay algunos indicios: la disposición a usar la violencia contra opositores políticos o activistas sociales ha sido construida históricamente. Uno de los factores que influyen en esa construcción es la estigmatización de la oposición desde las entidades estatales y el discurso político.

En muchos casos, no fueron necesarias las órdenes directas. Ya se sabía qué se tenía que hacer en ciertas situaciones. Pero eso no significa que en algunos casos no hubiera órdenes directas. Un ejemplo es el asesinato de Jaime Garzón en 1999 y la responsabilidad de José Miguel Narváez, futuro subdirector del DAS durante la primera administración de Álvaro Uribe. Narváez aconsejaba a Carlos Castaño, jefe de las AUC, mientras dictaba conferencias sobre “por qué es lícito matar comunistas en Colombia” en los cursos de ascenso de los oficiales de las fuerzas militares.
Si algo quedó claro luego de escuchar a Londoño y Mancuso es que faltan voces por escuchar en el marco de la Comisión de la Verdad. Una de ellas es la del expresidente Álvaro Uribe. ¿Se atreverá el fundador y jefe del Centro Democrático, figura central de la política colombiana desde hace veinticinco años, a dar su testimonio sobre los hechos de la guerra en los cuales ha sido protagonista?