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Sri Lanka, síntoma de un mundo en crisis

Escrito por Mauricio Jaramillo-Jassir
Sri Lanka en el mundo

La violenta arremetida de miles de personas contra las autoridades en Sri Lanka es el testimonio vivo de la crisis que atraviesa el mundo. Y somos parte del mundo.

Mauricio Jaramillo Jassir*

¿Qué pasa en Sri Lanka?

El pasado 9 de julio cientos de manifestantes en Sri Lanka entraron en la residencia del presidente, Gotabaya Rajapaksa, e incendiaron la residencia del primer ministro, Ranil Wickremesingh. La razón: el país atraviesa la peor crisis económica desde su independencia.

Después de huir de las manifestaciones masivas, el presidente y el primer ministro anunciaron la renuncia a su cargo. Ahora, las protestas en Sri Lanka han mermado, pero sigue la tensión por el nuevo vacío de poder.

La crisis que hoy aqueja a Sri Lanka es una mezcla entre:

  • el mal manejo de los asuntos de gobierno por parte del clan de los Rajapaksa,
  • los atentados terroristas que golpearon a varias ciudades en 2019,
  • los efectos de la crisis económica por la pandemia,
  • y la crisis alimentaria que empeora con la guerra en Ucrania.

Estas imágenes de protesta son cada vez más familiares. Basta observar lo ocurrido en la última década para enumerar una larga lista de estallidos sociales, levantamientos y protestas prolongadas, las cuales han puesto en jaque a gobiernos de todo tipo.

Un mundo en convulsión

Sri Lanka no es un caso aislado, más bien es el síntoma de un mundo en crisis.

En 2010 estalló la denominada Primavera Árabe cuando un vendedor de legumbres, Mohammed Bouazizi, se prendió fuego para protestar contra los abusos policiales. Aquello desencadenó protestas masivas que no pudo controlar el poderoso dictador Ben Ali —quien estuvo en el poder más de dos décadas—.

El levantamiento de Túnez tuvo eco en Egipto y Yemen: Hosni Mubarak y Ali Abdulah Saleh abandonaron sus cargos por la presión de las manifestaciones. Así mismo, Libia acabó con el largo mandato de Muhammad Gadafi. Aunque, cabe decir, con el desproporcionado apoyo de la OTAN.

Pero no todo ocurrió en el Sur Global. Años después, surgió en Francia el movimiento de los chalecos amarillos contra la imposición de un tributo sobre los combustibles. Este movimiento demandó correcciones al modelo económico para lograr más justicia social.

Ese mismo año, Hong Kong vivió una época de protestas inéditas. Los manifestantes luchaban por reducir el poder del Partido Comunista de China sobre la política hongkonesa. Esto es importante, pues este territorio fue recuperado de la mano de los británicos a finales de los 90, cuenta con un estatuto especial, y es uno de los Estados que más controla a su población.

De mal en peor con la pandemia

Con la pandemia por la COVID-19, la convulsión empeoró. Inclusive mostró que las manifestaciones a gran escala son comunes en Estados autoritarios, sea o no de un país desarrollado.

Este fue el caso de Bielorrusia. La mala gestión de la crisis sanitaria, y la puesta en duda de los resultados electorales para favorecer a Alexander Lukasenko —presidente desde 1994—, casi inauguran una revolución. No obstante, las protestas fueron ahogadas por las autoridades.

Lo mismo ocurrió en Estados Unidos. En medio de la pandemia, asesinaron a George Floyd. Esto puso en evidencia la brutalidad policial, y el racismo estructural que soporta una de las democracias con mejor reputación en el mundo. Además, la errática gestión de la crisis por parte de Donald Trump produjo mayor polarización, y el país revivió las peores épocas debido a una segregación que aún se mantiene.

Finalmente, América Latina no puede ser la excepción. En buena parte de países se vivieron estallidos sociales y protestas. Comenzó con Haití que, desde 2015, vive en el colapso, y después Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador y Perú, entre otros.

Aunque son casos muy distintos, en casi todos hay tensiones sociales agravadas por la pandemia. Esta última dejó expuesta las vulnerabilidades de un modelo político que no es representativo ni legítimo.

La crisis en Sri Lanka

No es posible entender la dramática situación que atraviesa Sri Lanka sin tener en cuenta dos elementos: la crisis global de gobernabilidad, y la pérdida de terreno económico desde hace tres años.

En 2019, el país vivió los peores atentados terroristas de su historia. El ataque fue perpetrado por el Estado Islámico en plena conmemoración de la Pascua, y dejó un saldo de 359 muertos. Los atentados, según el grupo fundamentalista, respondían a los ataques en marzo de ese mismo año contra mezquitas en Nueva Zelanda.

Con la pandemia por la COVID-19, la convulsión empeoró. Inclusive mostró que las manifestaciones a gran escala son comunes en Estados autoritarios, sea o no de un país desarrollado.

El turismo cayó cuando era uno de los principales rubros de su economía —representaba más de 11 puntos del PIB y una de las principales fuentes de divisas—.

El país apenas se recuperaba de una guerra civil entre cingaleses y tamiles, mediante un acuerdo de paz firmado en 2009. Pero los atentados pusieron en tela de juicio esa lenta recuperación que, además, dependía del turismo. Después llegó el coronavirus y la crisis se agudizó.

Claro está, en esta crisis el clan de la familia Rajapaksa tiene una cuota innegable de responsabilidad. El expresidente Mahinda Rajapaksa (2005-2015) ganó popularidad por su guerra sin piedad contra la guerrilla tamil. Este fue un conflicto sangriento en el que se cometieron todo tipo de violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario.

No obstante, las cabezas del gobierno respondieron ante la justicia. Mahinda ubicó a varios miembros de su familia en puestos clave del Estado, y emprendió un camino hacia la modernización de la infraestructura. Para ello se endeudó con China, y no tuvo ningún reparo en los equilibrios fiscales.

La guerra en Ucrania, el cambio climático y la mala distribución de la riqueza son las principales causas de la crisis alimentaria. Esta puede tener consecuencias sobre millones de personas en más de 53 países.

En 2019, su hermano Gotayaba asumió el poder, y emprendió una política de transición orgánica. Pero la puso en marcha de manera abrupta. En abril de 2021, prohibió la importación de fertilizantes químicos para ahorrar entre 300 y 400 millones de dólares, y combatir la infertilización de los suelos. Lo anterior afectó las cosechas —en especial el té y el arroz, producto esencial en las exportaciones y, por ende, fuente de divisas—, y puso en riesgo el abastecimiento alimenticio del país.

Para mitigar los efectos de la crisis, el gobierno gastó las reservas internacionales en comprar alimentos y combustibles. Incluso, ya había reducido en buena medida el cobro de impuestos y con pocas fuentes de recursos.

Pero ocurrió lo opuesto: la crisis alimentaria en el mundo y la escasez de combustibles dejaron al Estado sin reservas, con una baja productividad y en la bancarrota.

El Sur Global es muy vulnerable

Este año, la FAO y el Programa Mundial de Alimentos de la ONU advierten que existen zonas propensas a la inseguridad alimentaria. Entre ellos: Indonesia, Pakistán, Perú, y Sri Lanka.

La guerra en Ucrania, el cambio climático y la mala distribución de la riqueza son las principales causas de la crisis alimentaria. Esta puede tener consecuencias sobre millones de personas en más de 53 países.

Según los reportes de Naciones Unidas, en 2021, 191 millones estaban en riesgo grave de inseguridad alimentaria. Esta cifra ha aumentado con la guerra en Europa, y se verá afectada por la inflación mundial del precio de los alimentos.

La brutal caída del clan Rajapaksa no debe poner en tela de juicio los intentos por avanzar hacia formas más orgánicas de producción, pues este salto se hizo por pedidos populares. El problema es hacerlo de manera abrupta: sin preparación y sin contemplar transiciones que necesitan tiempo.

Con esta delicada coyuntura se comprueba la extrema vulnerabilidad de los países del Sur Global. Los cambios drásticos en los mercados internacionales, la pandemia, y la guerra son causas de la inseguridad alimentaria, la cual no es prioridad para las economías más robustas del planeta.

Mientras varias naciones siguen con inconvenientes para alimentar a su población, Estados Unidos y Europa destinan ingentes recursos a la guerra —43 mil millones de dólares el primero y 5000 mil millones de euros el segundo—.

Con la guerra, tanto la transición energética como la seguridad alimentaria parecen retrasarse indefinidamente. De modo que no sería extraño ver una próxima crisis o estallido social de ciudadanos desesperados por el hambre y la precariedad.

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