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Sobre la superioridad moral en la campaña presidencial

Escrito por Carlos Andrés Ramírez

¿Fueron igualmente cuestionables las campañas de Zuluaga y Santos (como se aseguró en un artículo publicado en esta misma revista)? ¿O existió una “superioridad moral” en el candidato-presidente por su defensa de los valores democráticos?

Carlos Andrés Ramírez*

En desacuerdo con un artículo

En su más reciente artículo para Razón Pública, Sandra Borda (cuyos análisis políticos suelen ser agudos y sopesados) incurre, a mi juicio, en un error en su evaluación de la pasada campaña presidencial.

El artículo afirma, con razón, que las campañas polarizaron y simplificaron la discusión pública sobre el proceso de paz, y que este trasciende el apoyo al gobierno Santos. Por eso considera la estrategia de campaña santista como una especie de “chantaje moral”: o te adhieres a mí o eres inmoral. 

La discusión pública en una cultura democrática debe asegurar que todas las posiciones leales a ella puedan expresarse, pero eso no significa que todas las posiciones expresadas sean moral y políticamente equivalentes.

Más adelante afirma que la campaña de Santos se atribuyó a sí misma una suerte de “superioridad moral” sobre su adversario, quien quedó identificado con el bando “guerrerista” y con una posible (pero, en realidad, imposible de verificar) catástrofe nacional.

Sobre esa base la autora infiere que el país nunca llegará a la “verdadera reconciliación” si hay un bando que adopta esa posición y no reconoce el derecho a la diferencia: ninguna noción del “bien común”, por más elevada que parezca, puede cuestionar ese derecho sin poner en juego las bases de la cultura democrática.

A primera vista todo parece muy sensato. Pero podrían plantearse varias objeciones a esta visión. 


El ex-candidato presidencial, Oscar Iván Zuluaga.
Foto: Facebook Oscar Iván Zuluaga Oficial

En defensa de la “superioridad moral”

La tesis que aquí defendemos es la siguiente: la “superioridad moral” es un componente necesario de toda democracia sólida y, en nuestro contexto, el discurso de Santos estuvo mucho más cerca al espíritu de la democracia que el de Óscar Iván Zuluaga.

Sandra Borda parece presuponer que, en una cultura democrática, todas las posiciones merecen igual consideración, por más extravagantes, chocantes o inverosímiles que puedan parecer.

Eso equivale a decir que ninguna merece una posición privilegiada y que, de presentarse, incurre en algo horrible: la superioridad moral, una forma de desigualdad que parecería amenazar la cultura democrática, pues va de la mano con la descalificación moral de quienes no la compartan.

La autora parece asumir que la cultura democrática pasa por una suerte de relativismo político-moral: no hay una noción sustancial del bien común susceptible de ser reconocida por todos los ciudadanos y, en consecuencia, las visiones del bien de cada uno de ellos debe permanecer en el mismo rango que el de todas las demás.

Frente a ello podría hacerse la siguiente réplica: no solo a nivel histórico la democracia ha obtenido más arraigo allí donde reclama superioridad moral sobre otros tipos de ordenamiento político – a veces representados en la competencia electoral – sino que la justificación de una democracia sostenible debe incluir ese reclamo.  

La desigualdad normativa entre el demócrata y el no-demócrata, y no la nivelación de todas las posiciones bajo la forma de un concepto puramente formal de igualdad, es así un componente esencial del discurso democrático y de la sustancia de toda cultura democrática.

Esa es una desigualdad sustancial sin la cual las democracias dan espacio a las fuerzas que pretenden minarlas desde dentro. Si se asume que la democracia incluye elementos como el balance de poderes o el pluralismo de fuerzas políticas, puede decirse que quienes no los compartan no son parte de esa comunidad democrática. El concepto de democracia, tal como lo ha sido en sus más brillantes momentos históricos, es un concepto polémico.

La democracia es perdurable, sobre esos presupuestos, si las posiciones conformes a su espíritu son valorizadas. El concepto de valor implica analíticamente al de disvalor. El demócrata, por ejemplo, debe poder decirle sin pudor al fascista: “usted no es uno de los nuestros”, y afirmar la superioridad moral de quienes, en el marco del amplio espectro concedido por el pluralismo, no son fascistas.

La cultura democrática no es la aceptación del “todo vale” ideológico sino el resultado de la activa y permanente discriminación política entre los amigos y los enemigos de la democracia. La democracia presupone una mínima homogeneidad: la de quienes adhieren a los principios democráticos y reclaman su superioridad sobre otro tipo de ordenamientos.  

Lo propio de una cultura democrática no es el relativismo, pues este no solo termina socavando la deliberación pública, cuyo horizonte es el consenso, sino que es la semilla, siempre dispuesta a crecer, de su autodestrucción. 

El buen demócrata

¿Qué debe valorar una cultura democrática?. Lo propio de una cultura democrática sólida, si se piensa en su justificación normativa, es como mínimo la firme creencia en la trascendencia del espacio público y en el pluralismo ideológico.

La democracia, entendida en los términos anteriores, controvierte en ese sentido la pretensión del marxismo clásico de hallar una encarnación de lo universal. No hay un agente del todo porque el todo no es, para decirlo con Thomas Nagel, sino la “visión de ningún lugar”, o sea, la capacidad de los agentes de ponerse en un punto de vista que trasciende su perspectiva particular. Esto supone que ningún partido puede reclamarse el portador exclusivo de la cultura democrática.

La racionalidad práctica de los actores políticos supone aquí la facultad de trascender su punto de vista y ponerse, sin abandonar su particularidad, en el horizonte de la universalidad. De ahí se deriva, entre otras cosas y bajo el supuesto de que la Constitución y las instituciones estatales trascienden el particularismo de los intereses partidistas, el respeto por la institucionalidad. 

La cultura democrática no es la aceptación del “todo vale” ideológico sino el resultado de la activa y permanente discriminación política entre los amigos y los enemigos de la democracia.

El pluralismo resulta ser el correlato necesario de ese presupuesto: si acepto, por principio, que hay un punto de vista elevado sobre mi perspectiva, debo aceptar también que mi punto de vista no es absoluto y que, por tanto, puede haber posiciones que no son la mía.

Demócrata, según esto, es quien se dice a sí mismo: “yo creo en un espacio político estructuralmente descentrado, elevado sobre mi propia perspectiva, y considero moralmente superior esa creencia a otras creencias posibles”.

Demócrata es también quien se dice: “no es aceptable un espacio público monolítico y sin divergencia pero no aceptaré divergencias que atenten contra el pluralismo”.

El demócrata ideal no es un relativista que acepta a su enemigo en la misma comunidad política ni tampoco un escéptico que duda por principio de la posibilidad de un bien común, sino aquel que es amigo de todos los que crean en la trascendencia del espacio público y el pluralismo y es, por el contrario, enemigo de todos quienes no compartan esa convicción.

Aun dentro de esa comunidad de iguales pueden presentarse formas relativas de superioridad moral, pues, a la hora de argumentar, también hay posiciones superiores a otras.

Superiores porque son más consistentes internamente, son débiles las objeciones a las mismas, se hallan más en conformidad con la experiencia acumulada, pueden plantearle sólidas objeciones a todas las posiciones antagónicas, y, también, porque se hallan en conformidad con ciertos principios jurídico-morales dotados de una autoridad reconocida universalmente.

La discusión pública en una cultura democrática debe asegurar que todas las posiciones leales a ella puedan expresarse, pero eso no significa que todas las posiciones expresadas sean moral y políticamente equivalentes. La igualdad interna a la homogeneidad democrática solo asegura que todas las posiciones leales tengan voz pero no que todas sean al final normativamente equivalentes.


El Ex-presidente Uribe rodeado por su cuerpo de
escoltas.
Foto: Gustavo Moya

Santos y Zuluaga

Volviendo a las elecciones colombianas, la “superioridad moral” del llamado de Santos a la reconciliación no parece ser un atentado al discurso democrático, sino parece más bien una expresión – imperfecta eso sí – de los principios propios de una cultura democrática, de su atención al pluralismo y al descentramiento del espacio público, en su oposición a fuerzas semileales a este tipo de ordenamiento político.

Santos (clientelismo y alianzas regionales turbias aparte) ha defendido un proyecto ideológico de corte democrático-liberal y ese proyecto ha impregnado su estilo de gobierno. Su relación con la oposición, con las cortes y con los movimientos sociales adversos al gobierno es prueba de ello. El tema de la paz es su continuación más visible. La posibilidad de incluir dentro del juego electoral de fuerzas hasta ahora al margen de la ley y contrarias, por lo demás, al modelo económico defendido por el Presidente, da cuenta de un espíritu democrático.  

La búsqueda de la paz, sobre la cual giró la campaña de Santos, no es así nada accidental respecto a los valores propios de una cultura política democrática. La alianza temática con sectores de izquierda y de centro provino sin duda de una necesidad estratégico-electoral pero ese tipo de acuerdo no hubiera sido posible sin una valoración positiva de las condiciones plurales de la política democrática.  

Que Santos siga combatiendo a las FARC, mientras ellas no sean atengan a los principios de un ordenamiento político democrático, es también una prueba – no contradictoria con lo anterior – de la fidelidad a ciertas convicciones democráticas. Las FARC son aún una fuerza heterogénea respecto a este ordenamiento y, en la medida que sigan alzadas en armas, han sido consecuentemente combatidas.

Respecto a esa conformidad relativa del discurso de Santos con el espíritu de la cultura democrática, resulta sustancialmente diferente la posición de Zuluaga. No solo la “paz sin impunidad”, la cual –  como lo probó la reacción del electorado y la total ausencia de apoyo de sectores políticos no guerreristas a la misma – nunca logró convertirse en un discurso verosímil, sino también el conjunto del discurso y las actuaciones del candidato del mal llamado Centro Democrático reflejan una mentalidad poco afín al espíritu de la democracia.

Si esta afirmación es correcta, y nos hallamos en una comunidad democrática, las posiciones de Santos y, al menos, la del sector más radical de los simpatizantes del uribismo, no estaban al mismo nivel: Santos puede reclamar la superioridad moral de su posición.

En una comunidad democrática son inaceptables y carecen de valor los grupos que no solo no juegan limpio (al estar dispuestos a realizar actos ilegales de sabotaje) sino que están dispuestos a imponerse por la fuerza si la persuasión no basta (como lo indica la agitación, por parte del Centro Democrático, de sectores radicales de las Fuerzas Armadas), le hacen el quite al pluralismo (como algunos tipos de integrismo católico o protestante cuyas agremiaciones o líderes eran favorables a Zuluaga y todo el antiizquierdismo indiscriminado y rampante que agrupa el uribismo) y están poco dispuestos a reconocer la trascendencia de la institucionalidad sobre los intereses partidistas (como los indican las posiciones de Uribe frente al trabajo de la Registraduría y la Fiscalía).  

La afirmación de Zuluaga, en el debate de CITYTV, según la cual el Presidente Santos “no merece respeto”, parece – a la luz de este panorama – algo más que un desliz. Refleja más bien la mirada del uribismo radical sobre sus adversarios políticos.

La “verdadera reconciliación” no pasa así, como lo sugiere Sandra Borda, por aceptar en los límites de nuestra comunidad política aquellas fuerzas que descreen de la democracia pero se adaptan formalmente a sus procedimientos para tener opciones de poder, sino por incluir cada vez más fuerzas leales al espíritu de la democracia en el juego del poder.

El pluralismo democrático implica sin duda darle espacio a aquellos grupos que objeten la paz de Santos, por reconocer como opciones susceptibles de ser discutidas las objeciones jurídicas y éticas a las modalidades de juzgamiento y a los tipos de castigo a los que estarían sujetos los miembros de las FARC y, obviamente, por aceptar la legitimidad de los reclamos de numerosos ciudadanos poco dispuestos al perdón.

Todo esto, sin embargo, no debe llevar a aceptar un tipo de “diferencia” que resulte heterogénea frente a los mínimos de una cultura democrática y a censurar ingenuamente su rechazo como un tipo de “chantaje moral”.

Tampoco puede hacer perder de vista que, en conformidad con las coyunturas, hay argumentos mejores y peores. Aun si se trata de actores fieles al espíritu de la cultura democrática, y en esa medida de verdaderos iguales, las tesis de unos, en tanto argumentos, pueden ser mejores que las de otros.

La superioridad moral no es solo de la democracia sobre la no-democracia sino de algunas posturas sobre otras en el producto final de la discusión pública. La facultad de deliberar públicamente de todos los ciudadanos es un supuesto de una democracia, pero eso no significa que todos los que hagan uso público de la razón lo hagan igual de bien.

En el caso de las elecciones pasadas esto resulta válido: el uribismo moderado naufragó argumentativamente y por eso el caudillo y su candidato recurrieron con frecuencia a la más cínica y artificiosa propaganda negra. En ese sentido también esta modalidad del uribismo fue inferior.

La diferencia entre el uribismo radical y el proyecto de Santos es así sustancial y trasciende la coyuntura electoral. La afirmación hecha por Sandra Borda sobre cómo la polarización entre amigos y enemigos de la paz puede llevar a reemplazar la confrontación entre las FARC y el Estado por la del santismo y el uribismo hay que tomársela en serio.

La diferencia entre lo homogéneo y lo heterogéneo que es una con el espacio político es siempre susceptible de recomponerse bajo nuevas configuraciones y con nuevos contenidos.

Si así es, y el uribismo no se balancea lo suficiente hacia la fidelidad a la cultura democrática, ya sabemos contra quiénes deberemos seguirnos enfrentando quienes sí creemos en ella. Lo peor que podríamos hacer es dudar de nuestra superioridad moral. 

 

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