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SIN TANTA PENDEJADA

Escrito por Fernando Garavito

“Lo peor es el silencio” dice Fernando en una de las entrevistas que hoy reedita Razón Pública para que siga viva su voz independiente. Textos escritos ayer, que hablan de hoy y mañana.

Fernando Garavito

Enero 2002

Fernando_1Para lograr la paz es necesario que el país se exija a sí mismo una serie de reformas estructurales inmediatas, sin esperar que nadie le conceda nada a nadie. Hace algunos meses sostuve en esta columna (¿a alguien podrá importarle lo que yo sostenga o deje de sostener en esta columna?) que para hacer la paz es necesario primero aprender a hacer la guerra, lo cual me llevó a pedir que se le diera a la guerrilla el estado de beligerancia para que los "soldaditos secuestrados" dejaran de estar secuestrados y pasaran a su real condición de prisioneros, y los gobiernos interesados en la solución del conflicto estuvieran en capacidad de reclamarle a Pastrana y a Tirofijo el cumplimiento cabal de los principios contenidos en el Derecho Internacional Humanitario. Obvio, la única ex presidencia que tengo en mi hoja de vida es la de la Academia de Filosofía y Letras del Colegio Mayor de San Bartolomé, por lo cual el asunto pasó sin pena ni gloria. Sin embargo, a lo largo de un año el conflicto se agudizó, la paz de Pastrana mostró el cobre y la hecatombe siguió impertérrita. Ello, y no la lánguida intervención de un ex presidente que antes -dicen- hacía pensar al país y que ahora lo hace llorar a mares, me obliga a preguntarme si ese aprender a hacer la guerra pueda llevarnos a parte alguna. La repuesta es tristemente negativa.

El zafarrancho que se armó esta semana demuestra hasta la saciedad que Colombia sigue siendo el país de Francisco de Paula. Esto no hubiera tenido importancia en 1960, cuando con base en una guerrilla inspirada en la revolución rusa nos debatíamos contra la insurgencia del capitalismo en medio de una estructura estática, rígidamente agraria y campesina. Pero han pasado cuarenta años durante los cuales el poder, con todo lo que él significa, se ha afirmado en contravía de un país lleno de imposibilidades, de rechazos y exclusiones, pero también de 10 movilidades que, al no ser tenidas en cuenta, se han tratado de imponer por la fuerza. Tal vez ninguno de los miembros del establecimiento se lo plantee con claridad, pero lo cierto es que la política que se hace en Colombia es esencialmente totalitaria. La formal y la informal. La de Bogotá y la del Caguán.

Mientras el poder insurgente se impone por la fuerza, el del Ejecutivo se afirma sobre unos electores improvisados e incapaces de decidir por sí mismos (¿de qué otra manera podría entenderse el inusitado ascenso de Pastrana?), que termina por ejercerse contra esos mismos electores. Las únicas medidas de beneficio colectivo que se han tomado durante el año y medio que lleva en el gobierno el actual presidente tienen la firma de la Corte Constitucional, porque en la Casa de Nariño sólo se piensa en rentabilidades. La imagen renovadora que echa de menos Cocopigua, tan cara al antiguo locutor de televisión, sirvió para lo que debía servir: para llegar a la meta. Y hoy, claro está, incomoda porque no conviene a los negocios. Ahora llegó el turno de ser duro. Duro de cara, duro de alma, duro de cabeza.

Pero volvamos al cuento. Hablábamos de cómo en Colombia los intereses del poder van en contravía de los intereses del país. Como ejemplo el Congreso. ¿Se ha presentado en esta legislatura una sola iniciativa memorable? No que yo sepa. Los congresistas no se despegan jamás de lo inmediato y en ellos, a la manera de las sociedades primitivas, lo inmediato tiene que ver con la comida. Es triste ver que un país sumido en la pobreza y horrorizado por el conflicto, carezca de un Congreso que lo represente. En ese escenario lo que importa es el grito. La señora Betancourt es una excelente parlamentaria porque tiene unos pulmones saludables. Y el señor Moreno de Caro también lo es porque no tiene timbre de voz sino pito de tractomula. En nuestro Congreso los árboles no dejan ver ese bosque espeso de intereses mezquinos y de banalidades. ¿Cómo hacer Congreso si Name es todavía senador de la República? ¿Y qué hacer con María Isabel Rueda sentada en el escaño que alguna vez fue de Darío Echandía? ¿Y qué esperar de Perea como presidente de la Comisión de Presupuesto? La paz es un propósito que no puede figurar en ese quisicosismo falaz y mendicante.

Y lo mismo ocurre con los partidos, con la universidad, con esa sopa que los avivatos han dado en llamar sociedad civil y que no es nada distinto que la vieja y elemental ciudadanía. Todos ellos están dispuestos a salir a la calle a gritar no más para tranquilizar su conciencia. ¿Y qué? ¿Qué significan las banderolas de Pachito, con su yo quiero la paz de pacotilla si aquí nadie la quiere? Si la quisiéramos, si la política no fuera totalitaria y tuviéramos oportunidad de expresarnos en forma colectiva, la idea de la beligerancia restringida hubiera pasado sin ningún comentario. Si quisiéramos la paz, el país ya se habría impuesto sobre el poder, sobre los jojoyes de cualquier laya, sobre el Congreso, sobre el militarismo y su homónimo, el paramilitarismo. Pero aquí nos falta voluntad política. Para lograr la paz es necesario que el país se exija a sí mismo una serie de reformas estructurales inmediatas, sin esperar que nadie le conceda nada a nadie, sin que el celular de Galán tenga la menor importancia, sin atender a la liberación de secuestrados, sin aguardar a la opinión -siempre tortuosa- del siempre tortuoso Víctor Gé. Los ciudadanos tenemos que encontrar el canal adecuado para imponer por lo menos ocho de los cuarenta y seis puntos de la Agenda Común para el Cambio: recuperación inmediata de los derechos fundamentales vulnerados por la totalidad de las partes involucradas en el conflicto; redistribución, también inmediata, de la tierra improductiva; ordenamiento territorial integral; revisión categórica del modelo de desarrollo económico; aplicación ipso facto de una política de redistribución del ingreso; participación social en la planeación; lucha en el acto contra la corrupción; reforma ¡ya! del Congreso, del Ejecutivo y del poder local. Ése es el camino de la paz. La única negociación posible. Sin tanta pendejada como sale ahora a relucir, que enreda todavía más el ya enredado tejemaneje del asunto.

Partamos de un hecho cierto: los actores de la hecatombe (gobierno, militares, guerrilleros, paramilitares, delincuencia común y organizada), no están interesados en la paz porque todas sus ganancias provienen de la guerra. Nosotros, los ciudadanos inermes, sí. Pero no nos dejemos involucrar en banderitas y en marchas inoficiosas. Abrámosle un camino a la paz con hechos ciertos, con realidades políticas. ¿Cómo? Impongamos, sin contar con los guerreros y con los guerreristas, una consulta popular que nos lleve de inmediato a una constituyente donde se construya otro país. Pero hagámoslo. Y que todo lo demás desaparezca en su propia masacre.

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