
¿Vestir la camiseta tricolor o desear que pierda la Selección Colombia? Preguntas sobre fútbol en tiempos de paro y pandemia.
David Quitian*
Fútbol sí pero no así
¿Qué tan útil es el fútbol para la sociedad? ¿Es un narcótico o una forma de rebeldía? ¿Moviliza identidades o fanatismos? ¿Es, acaso, lo más importante de lo menos importante? Estos interrogantes, que siempre se ha planteado la sociología, adquieren un semblante muy diferente en estos tiempos distópicos, con una sociedad enrarecida y en medio de la emergencia sanitaria
¿Se debe jugar fútbol en medio de tanta muerte? ¿Es ético disfrutar del deporte, mientras colapsan las UCI y no cesa la protesta social? Estas preguntas subsidiarias atacan con más vehemencia que los laterales de la selección brasileña. Dudas que lograron lo impensable en redes sociales: hacer que un grupo de colombianos apoyara a los equipos que jugaban contra la selección nacional ¿Eso los hace apátridas o ciudadanos más conscientes?
“Fútbol sí, pero no así” fue el lema de quienes se opusieron a la prórroga de la liga nacional y a que se llevara a cabo la Copa América en Colombia. Una iniciativa que finalmente prosperó: el torneo local tuvo un final lánguido y medio clandestino (agravado por la doble privatización de la señal), y el certamen sudamericano se trasladó a Brasil (donde también hay protestas por los estragos del coronavirus).
¿La selección es la nación?
El cambio de sede no apagó los sentimientos negativos contra el fútbol: muchos se preguntan si la selección nacional realmente los representa en estos momentos y si la realización de ese campeonato es más un negocio que una celebración de nuestros pueblos. ¿Acaso es moralmente lícito hablar de la pataleta de James cuando siguen desapareciendo jóvenes de la “primera línea”?
Estas preguntas introducen variables como la política, la economía, la ética y la ciudadanía a las reflexiones sobre el papel del hincha y las nuevas tradiciones que ha adoptado, como ponerse la camiseta tricolor el día que juega la selección nacional. ¿Es más colombiano quien viste la camiseta amarilla, que quien desea que pierda el equipo nacional para no distraernos de la apremiante realidad?
¿Se debe jugar fútbol en medio de tanta muerte? ¿Es ético disfrutar del deporte, mientras colapsan las UCI y no cesa la protesta social?
Son cuestiones que aportan al debate y que se pueden desdoblar en asuntos más delicados: ¿qué tanto ayudan a normalizar la inequidad estos deportistas? ¿No deberían estar más del lado del pueblo que tanto los alienta y menos en la orilla de los mandamases económicos?
Estas críticas contrastan con quienes ven en la actuación de los futbolistas un alivio para la gente en medio de la atrocidad cotidiana. Al fin y al cabo ¿qué sería de nosotros si, encima de tanta crueldad, también tuviéramos que privarnos de las alegrías que nos da el fútbol? Visto así, los jugadores estarían de nuestro lado, haciéndoles el juego a los de arriba para favorecer, en últimas, a los de abajo. Más que un dilema hamletiano, es un asunto de perspectiva.

Su majestad la tele
Pero pese a la oposición y las protestas, el fútbol prosiguió. Ni siquiera el amague de una huelga de los capitanes, liderados por el brasilero Casemiro, fue suficiente para que los zares de la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol), encabezada por Alejandro Domínguez, decidieran cancelar la Copa América.
Los jugosos contratos de televisión silenciaron las voces disidentes y justificaron la ratificación del torneo bajo la premisa de que “la mayoría de futbolistas actúan en Europa y allá se hace en este mismo momento la Eurocopa de fútbol”. Argumento que equívocamente iguala las condiciones a lado y lado del Atlántico.
Esto deja muchas dudas sobre qué tanto les importa a los jerarcas del negocio futbolístico lo que piensen los jugadores. El sentido común dice que debería importarles; al fin y al cabo, son los protagonistas de ese espectáculo. Pero la evidencia parece indicar otra cosa: la historia está llena de exjugadores sumidos en la pobreza y el olvido, después de haber llenado los bolsillos de dirigentes y llevada alegría a los corazones de tantos hinchas.
Pesos y goles
Este contexto demuestra con toda crudeza la llamada “economía de mercado”, en la que todo es valorado con criterio de utilidad monetaria: produces, sirves; no produces, eres desechado; te lesionas, problema tuyo. Una perversa disposición que llega también a la cancha misma: si no ganas, fracasaste. Ser segundo es inclusive visto como un deshonor, a tal punto que es común verlos quitarse la medalla de plata como si fuera un deshonor.
A este sistema no le importan las opiniones de los deportistas. Les quiere mudos o idiotas, que no se salgan del formato, del convencionalismo, de los lugares comunes. Un sistema económico neoliberal que prefiere banalizarlos, reducirlos a figurines mediáticos y en función del vértigo instantáneo del tuit, el post y el meme. Como el estereotipo de las reinas de belleza, a quienes el establecimiento priva de inteligencia y presenta como tontas.
Por eso se escandalizan cuando un jugador retira el producto de algún patrocinador en alguna rueda de prensa. Por eso los llaman “vagos” si denuncian la falta de condiciones adecuadas para realizar un certamen de fútbol mientras las morgues están abarrotadas.
No hables, no pienses
La mordaza campea entre los deportistas, como se pudo constatar durante el paro nacional, cuando muchos clamaban a sus ídolos para que se pronunciaran a favor de la protesta. Un anhelo que tuvo que resignarse con extraer fragmentos de algunas declaraciones y gestos de figuras como Falcao, Quintero, Murillo y Egan Bernal; pronunciamientos desprovistos de todo potencial que diera fuerza a la protesta popular.
“No pienses, luego existes”, podría ser la máxima de esa conducta: opinar políticamente puede llevar a ser objeto de críticas, burlas o amenazas. Puede insertar al declarante en el debate público, con las consecuencias que ello acarrea. El volante de la selección Colombia, Matheus Uribe, es un ejemplo diciente: su apellido produce tanta polarización, que es el único jugador del equipo nacional que en vez de su apellido tiene su nombre de pila en el reverso de la camiseta.
Los jugosos contratos de televisión silenciaron las voces disidentes y justificaron la ratificación de la Copa América bajo la premisa de que “la mayoría de futbolistas actúan en Europa”
Esta forma velada de censura también opera en el retiro, especialmente entre ex deportistas vinculados con medios de comunicación que, por esa razón, están más expuestos a la crítica. Como sucedió con el ex arquero Óscar Córdoba, que fue acosado en redes sociales por no pronunciarse en el programa que preside como panelista contra la exigencia de la Conmebol de jugar el partido entre el América de Cali y el Atlético Mineiro, donde finalmente hubo desórdenes y detonaciones de gases lacrimógenos fuera del estadio.
La opinión pública ya sabe qué opinan y defienden exfutbolistas como Farid Mondragón y Faustino Asprilla, de un lado, y cuál es la postura de referentes como Carlos Valderrama y René Higuita, en la otra orilla. Consecuencia de esas maneras de pensar son también los medios de comunicación en los que trabajan unos y otros.
Ayer y hoy
Este retrato de país también ha dejado ver diferencias generacionales, revelando los cambios entre los deportistas de hace unas décadas y los actuales. Esto se pudo ver en las declaraciones del mediocampista James Rodríguez, quien dijo que su generación había superado a la precedente. Esto produjo una gran polémica entre los aficionados al fútbol que se debatieron, con cierta nostalgia, entre el juego que propuso “Pacho” Maturana y la intrepidez de la camada conducida por Néstor Pékerman.
Una comparación que, además del relevo generacional, tiene que ver con los cambios que ha experimentado el fútbol en este nuevo siglo: la incorporación de la tecnología del VAR, la cooptación definitiva por parte de la televisión, su paulatina y mediática privatización (que excluye a los sectores populares de disfrutar en el estadio, por el aumento de costo de boletas, o en sus hogares, por la implantación del sistema de ‘pague por ver’), y la totalización del manejo y usufructo del fútbol por parte de la FIFA y sus filiales continentales y nacionales.
Dicha centralización del poder hace del fútbol un deporte cada vez menos democrático en todos sus niveles. Incluso en sus estratos juveniles y amateur se recrea esta misma jerarquización, como lo han señalado algunos trabajos académicos. Estandarización y control que tiende a diluirse en el fútbol recreativo, en el comunitario, el de los amigos que se encuentran para compartir, disfrutándolo.
Todo esto explica por qué el fútbol parece haberse adaptado al cambio social originado por la pandemia. Finalmente, ésta acabó siendo útil al show televisivo que se perfeccionó en torno de él durante el último año. Por supuesto se extraña el rumor colorido de las tribunas atiborradas de hinchas; claro que se echa de menos cantar un gol sin que lo anulen desde una cabina remota; pero este deporte está tan arraigado que las personas encuentran maneras de seguir disfrutándolo, a pesar de ellos mismos y a favor de la industria que se lo apropia abusivamente.