El presidente elevó la solución del conflicto colombiano a lo más alto de la burocracia internacional, que no ha resuelto ninguno. Pero su discurso deja dudas sobre hasta dónde irían las reformas.
Ricardo García Duarte
Las resonancias de la palabra “paz” coronan a quien la pronuncie con el aura de la legitimidad, si al mismo tiempo va enlazada con gestos que le proporcionen algún soporte. Foto: Cancillería
El discurso
Ante la Asamblea General de Naciones Unidas — ese ceremonial de palabreros que se turnan sin fatiga y sin sorpresa — el presidente de Colombia – como los demás- tenía poco qué decir frente a las perplejidades del mundo, como no fuera la invitación repetida, pero poco substanciosa, a la cooperación con Haití, su programa bandera para marcar la presencia transitoria de Colombia en el Consejo de Seguridad.
O quizá tenía algo más: un lamento. Que ya es un coro mundial: el de expresar la inconformidad con una etérea comunidad internacional, incapaz de incidir en el desenlace de la resistencia que libran los opositores sirios contra el régimen de Bashar-Al-Assad; todo ello en medio de una cuasi-guerra civil, obviamente más compleja que la de Libia.
Sin embargo el previsible discurso de Santos traía incorporado un elemento diferenciador que — así ya no fuera una chiva periodística ni menos un tema internacional — permitía reafirmar sus credenciales ante el mundo y al mismo tiempo mostrar su forma de entender a Colombia.
Se trató por supuesto de las negociaciones que el gobierno está a punto de emprender con las FARC: las resonancias de la palabra “paz” coronan a quien la pronuncie con el aura de la legitimidad, si al mismo tiempo va enlazada con gestos que le proporcionen algún soporte.
Y este es el caso de las negociaciones que comienzan en Oslo: un hecho real, sin duda, cuyo propósito es alcanzar un acuerdo para terminar un conflicto armado, de modo que la paz no es solo una proclama sino además un programa.
Expresión, explicación y ejecución
Incorporar la paz en el discurso como programa, como propósito explícito, abarca tres facetas o niveles dentro del texto, por más sucinta e insípidamente diplomática que haya sido su forma. Son las facetas de la expresión, la explicación y la ejecución. O, para decirlo de otro modo: la constatación exclamativa, la contextualización comprensiva y la factualización o traducción en hechos, que corresponden a la estructura de un discurso político de esa naturaleza:
- En el primer nivel — la faceta expresiva — el presidente da la palabra a uno de sus seguidores por twitter, de cuyo anhelo se hace eco: “¡queremos despertar un día con la noticia de un acuerdo de paz!”.
- En el segundo nivel – donde concurren explicación y comprensión – acentúa una reorientación que lo separa aún más de las fijaciones de su antecesor Álvaro Uribe: no se trata ya de combatir al enemigo terrorista, inmoral y caprichoso; es decir, no se trata de una cruzada contra el crimen y en ausencia de un conflicto propiamente dicho. Ahora Santos habla de un conflicto interno armado.
Es como si suscribiera una categoría conceptual cuyo tono obligado es neutro, más propio del mundo académico, antes proscrito por el círculo presidencial, inclinado a la censura lingüística y moral. Y, además, cuyas derivaciones contextuales enmarcan la guerra y la violencia en el entramado social; en sus causas y correlaciones, no ya únicamente en la mala voluntad de los “terroristas”. En consecuencia, no habría solo que atacar al enemigo sino a las causas sociales que lo sustentan, de manera que al tiempo de ensayar un acuerdo con el primero se apliquen soluciones para atender las segundas.
- El tercer nivel, donde se funden la palabra y el hecho, encuentra su expresión en que la agenda a discutir comience por el problema agrario. Es una conexión que supondría la voluntad de transformaciones por parte del Estado, como la carta principal para el arreglo del conflicto.
Ambigüedades
El discurso deja flotando una ambigüedad, no en el sentido del compromiso reformista del gobierno sino acerca de su alcance. El problema consiste en saber si Santos cree que ya está haciendo los cambios o si aún puede hacer más en materia de reformas.
El problema agrario. Es una conexión que |
La defensa de la agenda de negociación dejaría suponer que está por la segunda opción. Pero el discurso contiene enunciados que apuntan a lo contrario, a que las reformas ya están diseñadas y programadas. La Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras –“la única en el mundo”- ya está en marcha, por ejemplo.
Más aún: se trataría de solucionar un conflicto “anacrónico” e “inexplicable” dados el “desarrollo de la democracia y del progreso social”.
Pues bien: el conflicto podrá ser anacrónico, pero no inexplicable, pues Colombia ha tenido un crecimiento con desigualdad, sobre todo en el mundo rural, que abrió las puertas para la disputa más descontrolada por los recursos. De aquí que la solución negociada incluya reformas sociales de alcance considerable -algo que aún no parece estar completamente claro en el ánimo del gobierno ni de las élites sobre las cuales se apoya.
En conclusión, el discurso de Santos contiene una parte expresiva provista de una afirmación contundente en favor de la paz; lo cual supone la intervención del elemento moral con un peso considerable.
Por otro lado, incorpora en su faceta explicativa un giro fuerte y progresista en la comprensión de la situación; lo cual agrega el elemento de una orientación adecuada en la continuación, ya no de la guerra sino de la paz.
Pero contiene también una faceta, digamos pragmática: la de los hechos que siguen a las palabras, todavía llena de ambigüedades, con la cual introduce el elemento del cálculo en el proceso; en este caso a costa de la audacia política y por tanto a costa de los ajustes serios en materia de equidad.
Una inconsistencia en ese exigente tránsito de las palabras a los hechos significaría que la expresión y la explicación dentro del discurso se traducirían apenas en el acto de negociación, no así en el de transformación, lo que arrojaría todo tipo de dudas sobre la eficacia de la primera, a riesgo de convertirse solamente en conversación.
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