En dos décadas el chavismo llevó a Venezuela de la esperanza a la desesperación, de ser un faro revolucionario mundial a parecer un barco que se hunde.
Nicolás Pernett*
La parábola de Hugo
Entender lo que ha pasado en Venezuela en los últimos veinte años ha sido una de las cosas más difíciles para la opinión pública colombiana, pues muchas de las noticias que nos llegan sobre la llamada Revolución Bolivariana han tendido a los extremos más que a la verdad.
Casi desde el momento en que Hugo Chávez llegó al poder el 2 de febrero de 1999, muchos medios y líderes colombianos demostraron una clara antipatía por el militar metido a presidente y afirmaron de inmediato que la vida en Venezuela se había vuelto imposible.
Esta animosidad aumentó sobre todo después del fallido golpe de Estado que promovió Washington en 2002, con la llegada a Colombia de muchos exiliados de la clase alta y de la industria petrolera venezolana que se sumaron al coro de quienes veían en Chávez al mismísimo demonio. Para ellos, la emergencia humanitaria que ha sufrido Venezuela en los últimos años no es sino la confirmación de lo que ya habían advertido desde hace años.
En el otro extremo de la desinformación han estado algunos intelectuales y militantes de izquierda, quienes habían luchado durante décadas por una revolución en Colombia y que, tal vez cansados de esperar el cambio que no llegó en su país, abrazaron el movimiento bolivariano como si fuera propio, a veces hasta la idolatría. Para este sector, claro está, Hugo Chávez fue un gran líder al que el imperialismo le hizo zancadilla. Y muchos siguen defendiendo a su heredero, Nicolás Maduro.
Como es usual, la realidad está en un punto intermedio entre ambas ideologías. La Revolución Bolivariana no fue un torbellino que acabó con la vida social y política venezolana desde que llegó al poder, ni fue la obra de nobles héroes del pueblo a quienes las cosas les han salido mal solo por culpa de los “yanquis”. Ha sido un proceso con altos y bajos. Se puede decir que el periplo de este proyecto se parece más bien a una parábola que fue ganando fuerza hasta llegar a una cúspide triunfal, para luego descender hasta una agria y dramática derrota.
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¿Bolívar recargado?
![]() Los militares en formación. Foto: Gobernación del Estado de Táchira |
La llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela fue un suceso comprensible en su momento.
El país venía de casi cuatro décadas de reparto del poder entre dos partidos políticos (algo similar al Frente Nacional de Colombia) que había excluido cualquier opción de izquierda. Además, las administraciones de los setenta y ochenta se habían endeudado irresponsablemente con entidades financieras internacionales.
Esto puso al país en manos del Fondo Monetario Internacional, entidad que acabó por conminar al presidente Carlos Andrés Pérez a imponer el mismo paquete de recortes públicos y privatizaciones que estaban llevando a cabo otros países del hemisferio, incluida Colombia. Estas medidas aumentaron la pobreza y la inconformidad de un amplio sector de la población, como quedó demostrado en la gigantesca asonada que se tomó Caracas el 27 de febrero de 1989 (el Caracazo).
Las condiciones estaban dadas para un cambio. En ese escenario apareció Hugo Chávez Frías, un militar que ya desde 1983 se había prometido llegar al poder en nombre de su ídolo, Simón Bolívar, para “ver rotas las cadenas que oprimen al pueblo por voluntad de los poderosos”.
El periplo de este proyecto se parece más bien a una parábola.
En Venezuela el culto a Bolívar es una especie de religión laica (lo que se puede confirmar en el presente, porque tanto Nicolás Maduro como Juan Guaidó han usado la iconografía bolivariana para seducir a sus públicos). Pero Chávez encarnó el bolivarianismo con una pasión rayana en la patología y es probable que haya muerto creyéndose la reencarnación del general caraqueño.
El golpe de Estado que Chávez intentó en 1992 falló, pero lo dio a conocer cuando admitió el fracaso ante las cámaras y prometió veladamente que seguiría la lucha. Después de pagar cárcel y de ser indultado por el presidente Rafael Caldera, se lanzó a la carrera presidencial. El 6 de diciembre de 1998, al frente del movimiento V República, creado por él, fue elegido presidente en un régimen constitucional que despreciaba.
Su proyecto político era claro: reivindicar a los más humildes y llevarles los beneficios que durante tanto tiempo les habían negado los ricos. Y durante varios años lo logró, especialmente cuando los precios del petróleo estuvieron por las nubes y el dinero no dejaba de entrar a borbotones. Su discurso sedujo a millones en todo el continente, que lo siguieron a pesar de sus claros tintes autoritarios porque, después de todo, el chavismo ganaba todas las elecciones a las que se sometía y eso demostraba la legitimidad del régimen.
Hasta que empezó a perder elecciones y las cosas cambiaron. En 2007 Chávez intentó reformar la Constitución para facilitar lo que siempre quiso: quedarse indefinidamente en el solio con plenos poderes. Entonces el pueblo dijo no en un plebiscito, pero el presidente logró pasar sus reformas gracias a una Asamblea Nacional de bolsillo. En ese momento voló por los aires el carácter democrático del gobierno chavista, y muchos de sus primeros colaboradores se alejaron de quién empezaron a ver como un déspota.
Pero eso no le importó a Chávez. Él se sentía el pueblo, él se sentía el Estado, se sentía incluso Dios, y muchos le creyeron. El Estado de Bienestar que logró construir se ofreció como un regalo personal del líder, quien aparecía en enormes pancartas por todo el país abrazando ancianos, cargando niños, hablando durante horas. Un padrecito mulato en una utopía caribeña.
Esa fue al mismo tiempo la gloria y la perdición de la Revolución Bolivariana: se basó en un hombre más que en un cuerpo político colectivo, y este líder acabo por transmitirle su carácter al gobierno. La revolución fue magnánima y popular cuando el pueblo la respaldaba y los petrodólares alcanzaban para todos. Pero se mostró autoritaria y avara cuando creyó que el apoyo popular era un cheque en blanco que la autorizaba a quedarse para siempre en el poder, engrosando las cuentas de los militares que la encabezaban.
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La pequeña Venecia que se hundió
![]() Marchas, muestra de la escasez en Venezuela. Foto: Wikimedia Commons |
Pese a ser un ávido lector de historia, Chávez no aprendió de las lecciones del pasado comunista del siglo XX, y la Revolución Bolivariana se dedicó a inflar el Estado hasta que llegó a controlarlo casi todo, incluyendo el cambio de divisas y las importaciones de productos básicos. Pero todo administrado por funcionarios cada vez más corruptos y negligentes.
Chávez creyó que a él sí le saldría bien lo que a otros no. Estaba inventando algo nuevo: el socialismo del siglo XXI, que mezclaba cristianismo con marxismo, a Simón Bolívar con los pueblos indígenas, al ecologismo con la explotación petrolera. Se rodeó de peones que le dieran siempre la razón y condenó al ostracismo a colaboradores que lo habían acompañado desde el inicio pero que cometieron el error de criticarlo y acabaron procesados por corrupción o contrabando (en un momento en el que casi cualquiera de sus funcionarios hubiera podido ser condenado por esos delitos).
En la historia quedará escrito que un país fue bloqueado por su propio gobierno.
Entonces, inesperadamente, se hizo realidad uno de sus sueños íntimos: gobernar su país hasta la muerte. El 5 de marzo de 2013 sucumbió a un cáncer colorrectal, en el momento en que estaba más atragantado de poder, con una barriga obscena y cuando su régimen se había convertido en una bestia que devoraba sin mesura las rentas del petróleo (ese excremento del diablo, como lo había llamado el fundador venezolano de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo).
En ese momento vinieron los aprietos de sus lugartenientes para que el tinglado no se derrumbara. Los militares reforzaron el control que ya tenían y el Ejecutivo acabó con lo que quedaba de democracia cuando desconoció a la Asamblea Nacional ganada por la oposición en diciembre de 2015.
Los precios del petróleo, que habían estado por encima de los cien dólares en 2008, cayeron por debajo de los cuarenta seis años después y quedó en evidencia que la Revolución Bolivariana no había cumplido su promesa de diversificar la producción para que no dependiera solo del oro negro (para ser justos, ningún gobierno venezolano en el último siglo logró librarse de esa dependencia).
Se creó entonces la tormenta perfecta: un gobierno decidido a quedarse de cualquier manera, cuyos miembros se dedicaban a succionar el presupuesto nacional y poco hacían por cuidar el país, en un momento de bajonazo súbito de los ingresos petroleros que obligó a Venezuela a endeudarse con las potencias orientales (como antes se había endeudado con las occidentales).
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El mal manejo de las importaciones llevó al desabastecimiento, y la gente empezó entonces a morir en los hospitales por la falta de medicinas básicas. La inflación galopante hizo invivible la realidad diaria de un pueblo que suele tomar con alegría y frescura hasta las condiciones más duras.
El chavismo gobernante se defendió acusando a Estados Unidos de “guerra económica”, cuando en efecto Washington nunca dejó de comprar el crudo venezolano y todavía en 2018 sus compras representaban el cuarenta por ciento del comercio petrolero del país.
Cuba puede decir que fue bloqueada y su población sufrió por una perversa política estadounidense que sigue hasta hoy, pero el caso de Venezuela fue peor: en la historia quedará escrito que un país fue bloqueado por su propio gobierno.
*Historiador
@NicoPernett