En ese teatro de absurdo que se llama “el caso Petro”, los bogotanos podrían verse abocados a votar inútilmente el 6 de abril. Y en todo caso, aquí o en cualquier parte, revocar el mandato de los elegidos es difícil, traumático y poco democrático.
Carrera inverosímil
Lo que nos faltaba: choque de trenes entre el pueblo soberano y la justicia colombiana en pleno.
Como van las cosas, es muy probable que el fallo de la Procuraduría contra el alcalde de Bogotá sobreviva a las tutelas y demandas ante el Consejo de Estado, el Consejo Superior de la Judicatura, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Constitucional. El presidente Santos lo da por hecho, y él tiene el modo de anticipar estas cosas. Al mismo tiempo y sin embargo están en marcha los preparativos –y los gastos, una bicoca de 37.800 millones de pesos- para la votación de la revocatoria del mandato de Petro de aquí a cuatro semanas.
Es una carrera inverosímil ente los abogados y las urnas, que puede resultar en que el fallo de Ordoñez quede en firme y la Registraduría cancele la votación. O en que no la cancele y el 6 de abril el pueblo vote inútilmente para acabar de enterrar un muerto. O en que la ciudadanía ratifique el mandato de Petro y contradiga o deshaga lo que ordenó la justicia soberana. O en que el pueblo primero destituya y la justicia acabe de enterrar al muerto. O en que el pueblo destituya al que poco después resultará inocente. O en que sea la justicia quien acabe de enterrar al muerto. O en que Petro sobreviva las dos pruebas.
Esos son las siete resultados posibles. Algunos parecen más factibles que otros, pero sin duda se pueden dividir en dos categorías: la de resultados inútiles y la de resultados dañinos. Inútiles, si la justicia y el pueblo coinciden o se repiten. Dañinos, casi todos ellos, porque darán pie a más pleitos, más demagogia, más des-administración, más confusión y más gastos.
![]() Sede de la Registraduría Nacional en Bogotá. Foto: Registraduría Nacional del Estado Civil |
Las tenazas
La cuestión parece obvia: si la gente no está satisfecha con el gobernante, debería poder destituirlo; y si el gobernante ha violado la ley, la justicia debería sancionarlo. Lo primero es una consecuencia de la democracia, lo segundo es un corolario del Estado de Derecho.
Por irregularidades administrativas o por descontento popular, puede ser que el alcalde de Bogotá no concluya su período. Sería un traumatismo serio para la ciudad (este doble proceso ya la está perjudicando seriamente); ¿pero sería un servicio real a la democracia o, en su caso, al Estado de Derecho?
En un artículo anterior en Razón Pública me ocupé en algún detalle de la Procuraduría como institución y de su actual titular, donde creo haber probado que “el problema no es la persona: la Procuraduría colombiana es un poder mal fundado, excesivo y arbitrario; pero el problema se abulta cuando al procurador le da por emplear ese poder mal fundado, excesivo y arbitrario”. Desde su creación en el s. XIX, la Procuraduría ha sido una mala idea; la Constitución del 91 – y, peor, el Código Disciplinario- le dieron funciones y facultades incompatibles con el Estado de Derecho; y el doctor Ordoñez ha hecho un uso más extenso e intenso de esas facultades que todos sus antecesores sumados.
En ese artículo no aludí para nada al “caso Petro”. Ahora debo añadir que, desde el punto de vista legal, parece indiscutible que el procurador estaba en el derecho de fallar como falló –y por eso el alcalde va a perder el pleito-. Pero también parece que hay consenso en que la pena fue excesiva y se dejó colorear por la política. O sea que los jueces no cambiarán la sentencia, pero Petro podrá alegar que fue una víctima: un resultado inútil, y además dañino –independientemente de si el alcalde se va o se queda-.
E independientemente del “caso Petro”, en este artículo me propongo examinar la otra pieza del ajedrez que los constituyentes del 91 armaron para poder salir de funcionarios indeseables: revocarles el mandato.
Mala idea
La revocatoria del mandato o “referendo revocatorio” existe desde los tiempos de la democracia griega (cuando, de paso, el funcionario destituido corría el riesgo de ser condenado a muerte o al ostracismo). También existe hoy en Suiza, lo cual re-confirmaría su pedigrí democrático: la soberanía reside en el pueblo, y ese pueblo que otorga el mandato tiene todo el derecho de revocarlo.
Este principio debería extenderse a todos los funcionarios elegidos por el pueblo comenzando por el jefe del Estado. Pero sólo en Atenas, que yo sepa, la Asamblea podía destituir a cualquier autoridad que ella hubiera elegido (excepto al comandante militar en guerra). Y hoy por hoy, que yo sepa, solo en Venezuela, Bolivia y Ecuador está prevista la revocatoria para todos los cargos de elección popular.
De entrada pues, hay algo peculiar y algo arbitrario en que el pueblo pueda derogar el mandato de algunos, pero no de todos, los funcionarios que elige. Por eso esta figura existe en pocas democracias, y es aplicable solo a unos pocos funcionarios típicamente del nivel local. Así pasa en 14 estados de Estados Unidos, pasa en British Columbia (Canadá), en dos provincias y unos cuantos municipios argentinos, y pasa en seis de los 26 cantones que hay en Suiza (donde además tres cantones suprimieron la figura).
Además de ser excepcional (en cuanto a los países) y arbitrario (en cuanto a los cargos revocables), este tipo de referendo ha servido de muy poco. En los tres países suramericanos que lo permiten, han fracasado los intentos de revocar el mandato del Congreso o el de los presidentes Chávez, Correa y Morales. En Canadá y en Suiza esta figura no se ha aplicado o no ha logrado destituir a funcionario alguno. En Argentina ha derrocado a un par de alcaldes menores, y en Estados Unidos las “recall elections” funcionan más que todo contra alcaldes o concejales de pequeños municipios.
Los jueces no cambiarán la sentencia, pero Petro podrá alegar que fue una víctima: un resultado inútil, y además dañino independientemente de si el alcalde se va o se queda.
Y es porque la revocatoria del mandato en realidad no es una buena idea. Tal vez lo fue en Atenas o lo sea en un pueblo donde todos se conocen y pueden ejercer la “democracia directa”. Pero en un país o en una gran ciudad, tiene más desventajas que ventajas.
La democracia, en efecto, es un ideal, y es imposible que todos votemos sobre todas las cosas todo el tiempo. Por eso se eligen unos funcionarios y por eso se eligen para un cierto período. Elecciones transparentes y frecuentes son el meollo de una democracia. Si el elegido delinque debe ir a la cárcel y si no cumple o no gusta, él (o su partido) no debe ser reelegido.
Pero dejar que los votantes se arrepientan a destiempo es aumentar de antemano la inestabilidad del sistema. Y es hacerlo a través de votaciones que en efecto equivalen a unas elecciones enrarecidas.
· Es simple: alguien tiene que reemplazar al destituido, ¿cuán “democrático” es votar por alguien cuyo nombre ni siquiera se conoce? (aunque en el caso de marras, da la impresión de que Santos lo conoce).
· Y es simple: el funcionario amenazado y su equipo tienen que tomar partido, es decir que el gobierno pasa a ser un aparato de campaña. El referendo revocatorio es, por definición, un referendo ratificatorio (y esta indebida politización del gobierno también la estamos viendo en el caso de marras).
![]() El Procurador General, Alejandro Ordóñez. Foto: Procuraduría General de la Nación |
El enredo colombiano
A los defectos intrínsecos de la figura, nuestros legisladores añadieron otros de su cosecha. La Constitución del 91 la incluyó entre los mecanismos de la “democracia participativa” y delegó su reglamentación a la ley (artículo 103); así lo hizo la Ley 131 de 1994 (sobre “voto programático”), seguida por la Ley 134 del mismo año (sobre “participación popular”).
Y aquí surgió la primera contradicción: según la Ley 131 (artículo 11), el mandato se puede revocar solo cuando el gobernador o alcalde haya incumplido su programa; la Ley 134 en cambio admite que también puede invocarse “la insatisfacción general de la ciudadanía” (artículo 65). Estas dos cosas son enteramente distintas, e incluso pueden ser contradictorias: la gente está descontenta porque el mandatario esté llevando a cabo su programa (y algo de esto es palpable en el caso de marras).
Dejar que los votantes se arrepientan a destiempo es aumentar de antemano la inestabilidad del sistema. Y es hacerlo a través de votaciones que en efecto equivalen a unas elecciones enrarecidas.
El segundo acertijo viene de quiénes pueden promover la revocatoria y quiénes pueden votarla. ¿Será que el partido derrotado o el aspirante a quedarse con el puesto pueden apelar a esta salida según soplen las encuestas (y transcurrido apenas un año de gestión)? ¿Será por el contrario que un mandato no puede ser revocado sino por quién lo otorgó (las personas que inscribieron el programa de gobierno o que votaron por el elegido? ¿Será que en la revocatoria pueden votar todos los ciudadanos, o solo aquellos que participaron en la elección original? ¿Será que la tasa de participación, el número de candidatos y el porcentaje de votos a favor del mandatario en la primera elección deben tenerse en cuenta en el momento de la revocatoria? Como estas dudas de fondo eran demasiado, la Ley optó por un número de firmas para solicitar la revocatoria (40 por ciento de los votos del elegido), un umbral de participación (55 por ciento de los votos originales) y una mayoría absoluta (50 por ciento) por el “sí” es decir, por tres cifras que no cruzan y no casan con ninguna de las hipótesis anteriores.
Y por supuesto la cosa no ha podido funcionar. Según la Registraduría entre 1996 y 2010 fueron solicitadas 80 revocatorias, de las cuales 43 pasaron la primera fase, 37 se votaron – y ninguna logro quórum-. Según la Misión de Observación Electoral (MOE), de las 130 iniciativas intentadas en 110 municipios y 2 departamentos durante 22 años, 98 se quedaron en las firmas, apenas 2 lograron el umbral del 55 por ciento y en ambas ocasiones perdieron los descontentos.
Bajo estas circunstancias, muy a la colombiana, el gobierno Santos optó por una nueva Ley Estatutaria de Participación Ciudadana (que hace 8 meses está estudiando la Corte Constitucional) donde se bajan las firmas de 40 a 30 por ciento y la participación de 55 a 40 por ciento. Como si el mal estuviera en las sábanas. O peor: como si estas rebajas no agravaran los riesgos de inestabilidad administrativa y manipulación política, según mostró Clara Rocío Rodríguez en esta misma revista.
Y falta el postre. Los alcaldes y gobernadores son elegidos para períodos de 4 años (desde el 2002: antes de eso la cosa era peor). Durante el primer año de gobierno no pueden ser revocados, así que quedan 36 meses “útiles” para los descontentos. De aquí hay que descontar la duración de los trámites (en el caso de marras, el promotor Miguel Gómez radicó la petición el 2 de enero de 2013 o sea 15 meses antes del día de la quema; pero digamos que son solo 12 meses). Quedan entonces los dos años finales del gobierno para que el pueblo destituya al funcionario; pero si faltan menos de 18 meses, esta victoria popular se reduce a que el presidente o el gobernador les ponga un reemplazo de la misma cuerda (o como dice la Constitución: “respetando el partido, grupo político o coalición por el cual fue inscrito el elegido”- artículo 314). En resumen: un pueblo soberano durante 6 meses.
* Director y editor general de Razón Publica. Para ver el perfil del autor, haga click en este enlace.