
Aunque a veces ha vigilado al poder, el periodismo en Colombia suele ser, con más frecuencia, su espejo.
Pedro Adrián Zuluaga*
Un proyecto liberal
En 1982, quince días antes de las elecciones presidenciales que Alfonso López Michelsen perdió frente a Belisario Betancur, empezó la segunda época de la revista Semana. Al frente de la empresa periodística —que tomó su nombre de la publicación que había fundado el también patricio liberal Alberto Lleras Camargo en 1946— estaba el delfín Felipe López Caballero. Las coincidencias entre ambos momentos no son gratuitas.
Lleras Camargo creó Semana inmediatamente después de ser presidente en el periodo 1945-1946, en una época de tensiones no solo bipartidistas, sino dentro de los dos partidos tradicionales. En la década de 1980, el Partido Liberal también estaba dividido y veía crecer con un impulso imparable a una disidencia joven encabezada por Luis Carlos Galán. Por esa división, López Michelsen —que ya había sido presidente en el periodo 1974-1978— perdió las elecciones de 1982.
Felipe López Caballero asumió el delfinazgo a su manera. Aunque su padre lo había nombrado secretario privado durante los cuatro años de gobierno, la política electoral no lo arrebataba como a tantos otros herederos de viejos apellidos en el poder. Parecía más interesado en extraviarse en riesgosas aventuras, como la producción de películas, quizá un vago rezago de los años infantiles pasados en el exilio mexicano junto con su padre.
Este, en 1956, también había sido el productor de una película colombo-mexicana: Llamas contra el viento. Entre 1982 y 1987, López Caballero produjo Padre por accidente, Los elegidos (basada en la novela del mismo nombre de López Michelsen) y El niño y el papa: películas todas con una clara vocación de llegar a públicos amplios. López Caballero era, pues, un empresario.
Tendencias editoriales
Esa mezcla de instinto para los negocios y olfato periodístico —que parece indistinguible de las élites políticas en Colombia, o al menos la clara conciencia que estas tienen de que el periodismo es una forma consumada de la actividad política— marcó desde el origen la segunda vida de Semana.
Un sello distintivo de la revista liderada por Felipe López fue saber encubrir o no hacer demasiado explícito su sesgo partidista. Se caracterizó por eludir, aunque no lo lograra siempre, la tentación de poner la publicación al servicio del liberalismo; mantener a raya el sectarismo político, y abrazar un periodismo moderno, con vocación investigativa y pluralidad de opiniones.
Semana —que apareció unos meses después del cierre definitivo de la revista Alternativa y que contó con la asesoría inicial de algunos de los pesos pesados de esta última publicación (Gabriel García Márquez y Enrique Santos Calderón)— hizo equilibrismo en la cuerda floja desde el comienzo. Muy lejos del espíritu botafuegos y francotirador de Alternativa, Semana nació como un garante del statu quo y un portavoz del establecimiento, y supo —en muchos casos— sacudirlo. La historia de la revista tiene, sin embargo, no pocos lunares: uno muy reciente fue su apoyo a la primera reelección de Álvaro Uribe, a pesar de que esta supuso un rompimiento en el orden constitucional con profundas consecuencias para el desbalance de poderes posterior.
¿Se dañó el cortafuegos?
En un perfil de Felipe López, no poco banal y obsecuente, publicado por el portal www.kienyke.com, el entonces dueño de Semana se refería a la redacción de la revista como “los comunistas del cuarto piso”; algo parecido repitió en la entrevista, publicada en forma de libro, que le hizo Juan Carlos Iragorri.
Con ese chascarrillo, López quería afirmar que la revista —o al menos su equipo base de trabajo— siempre fue más progresista que él mismo y que él, basado en sus viejos principios liberales, lo toleraba. La anécdota también sugiere la existencia de una especie de cortafuegos —metáfora habitual cuando se habla de periodismo— que protegía a la redacción de un contacto indebidamente estrecho, no solo con la parte comercial del medio, sino, en este caso, con su jefe, que, según todas las versiones, no obstante controlaba muchos aspectos editoriales de la revista.
Quizá lo que funcionó en Semana, históricamente, fue una peculiar manera de “dejar hacer”, que consistía en una mezcla muy estratégica de control y libertad. ¿En qué momento se rompió ese frágil equilibrio en el que redacción, columnistas y directores/dueños parecían tan cómodos?
La respuesta más fácil sería la llegada de la inyección económica del grupo Gilinski, en un viraje que corresponde a la tendencia global de grandes capitales financieros que invierten y (si se quiere) salvan a los medios en la difícil e incierta transición digital. Esta transición, en el caso de Colombia, fracturó la tradicional propiedad de los medios por parte de las castas políticas.
Pero hay otro punto de inflexión: la llegada a la Gerencia de Publicaciones Semana de una uribista pura sangre, la exministra de Medio Ambiente y Vivienda Sandra Suárez, quien en los últimos meses ha estado en el centro de la atención por decisiones como el (segundo) despido del muy leído columnista Daniel Coronell a través de un mensaje de WhatsApp.
Los Gilinski —como sabemos— llegaron a reforzar la operación digital de los contenidos de las revistas del grupo Semana; también, a reducir costos cerrando marcas —como Arcadia, Fucsia y Soho— y resquebrajando la planta de periodistas. El énfasis en lo digital ha ocurrido en la mayoría de los medios tradicionales del mundo, lo mismo que la integración de la producción de noticias, indistintamente para la web y para los —cada vez menos— medios impresos.
Pero en Semana ese desplazamiento fue empujado por una periodista que despierta pasiones viscerales, no solo entre la audiencia, sino entre los colegas: ella es Vicky Dávila; su llegada al edificio de la carrera 11 con calle 77 ha supuesto un verdadero terremoto, que tuvo su mayor sacudón la semana pasada.

El otro equilibrio que se rompió
Buena parte del prestigio que conservaba Semana, en el último tiempo, radicaba en su nómina de columnistas. Sus grandes firmas (Coronell, María Jimena Duzán, Daniel Samper Ospina, Antonio Caballero), aun con sus diferencias, coincidían en sus reparos de fondo y de forma con el proyecto uribista de país.
Incluso cuando el furor investigativo de la revista —a cuya cabeza siempre estuvo el penúltimo director, Ricardo Calderón— amenazaba con languidecer y se sucedían temas y enfoques de portada muy tibios —y casi siempre más editorializantes que analíticos—, los columnistas rescataban a Semana del naufragio.
Pero el despido definitivo de Coronell y la llegada de firmas como las de Salud Hernández y Vicky Dávila, junto con las entrevistas de Luis Carlos Vélez, enviaron un mensaje muy claro a los lectores que la revista había cultivado y que se autopercibían como progresistas. Los Gilinski, con la férrea mano detrás de la gerente Suárez —alfil uribista, como ya se ha dicho—, no cejarían en su empeño de buscar una suerte de equilibrio ideológico. ¿El fin era político o comercial?, ¿buscaba la revista atraer lectores de derecha o intentaba complacer a un gobierno cada vez más virado hacia ese mismo espectro ideológico? Probablemente ambas cosas.
La nueva estrategia digital
Mientras esto pasaba en la revista impresa —la (costosa) joya de la corona—, los contenidos digitales —al mando de Vicky Dávila— despegaban jugando las cartas al periodismo espectáculo, de titulares llamativos, personajes polarizantes y programas de debate de mínima producción y bajos costos. La excepción más llamativa fue el espacio dirigido por Ariel Ávila, que tampoco resistió.
Los contenidos digitales fueron una mina de oro, al menos en términos de tendencias en redes sociales, esas mismas que, curiosamente, Gabriel Gilinski desestimó en la entrevista que el pasado 11 de noviembre le concedió a Camila Zuluaga, de Blu Radio: “El país es mucho más grande que eso [las redes sociales]”, afirmó.
Con esas declaraciones se refería a la tormenta mediática que provocó la llegada de Vicky Dávila a la dirección editorial de la revista este martes 10 de noviembre y a la renuncia subsecuente del caricaturista Vladdo, los columnistas María Jimena Duzán y Antonio Caballero, junto con una decena más de periodistas.
La opinión leyó esa desbandada como una reacción solidaria con las salidas de Ricardo Calderón —recién nombrado director— y de Alejandro Santos, quien estuvo también por breve tiempo en la presidencia de Publicaciones Semana, después de haber dirigido la revista veinte años. Pero también lo entendieron como un portazo a Dávila.
Era muy claro que la tensión acabaría por estallar. Y eso fue lo que pasó el martes 10 de noviembre con el anuncio de que los Gilinski se habían hecho con el control mayoritario de Semana, junto con la confirmación de la nueva dirección editorial del producto estrella del grupo, la integración de Semana con Dinero y la fusión de los contenidos digitales con los impresos.
Dos modelos, dos mundos
¿Era previsible el descalabro que siguió a esos anuncios? No, si no se considera la presión contenida que terminó por desbordarse. Sin duda hubo bastante histrionismo y presión de grupo en la cascada de renuncias. Deja muchas preguntas en el aire que un grupo de columnistas y colaboradores que había pasado de agache ante cierres, despidos y sesgos periodísticos considerara intolerable la llegada de una mujer como Vicky Dávila a la dirección de Semana. Dávila, aunque cuestionada por muchos, tiene una trayectoria que la avala.
¿Se trató de una reacción a lo que significa su nombre, sin grandes abolengos?, ¿de un rechazo a sus polémicos enfoques periodísticos?, ¿o de un escepticismo general ante el paisaje que se abría: poco tiempo para la investigación, predominio de la opinión y un previsible alineamiento de la revista con la reelección del duqueuribismo en 2022? Posiblemente, todo lo anterior, en confusa mezcla.
Pero es imposible no advertir cuán simbólico resulta que salgan de la revista periodistas de apellidos como Pardo, López, Caballero y Santos, que reúnen sangre de varios expresidentes y antiguos fueros alguna vez considerados inamovibles, y que llegue una nueva fuerza, representada en los Gilinski y Dávila.
¿Cómo definirla?, ¿nuevos ricos? Detrás de la novela periodística, lo que se puede leer es la consolidación de un reajuste más amplio del poder en el país. El periodismo en Colombia, aunque a veces ha vigilado al poder, suele ser, con más frecuencia, su espejo. Y no hay que haber leído a Balzac para entender las fuerzas sociales que se mueven por debajo de todo lo que pasó en la revista Semana o el impulso detrás de la pedrada que convirtió ese espejo en astillas.
El tiempo dará su consabido balance. Aunque en las redes sociales ya se decretó el final de Semana —los más moderados hablan del final de la revista tal como la conocimos—, no hay duda de que seguirá siendo un factor de poder en Colombia y de que en una coyuntura electoral como la que se avecina todos mirarán con deseo o con recelo su moderno edificio de cristal.