Muchos dicen que la religión conduce a la violencia porque se basa en verdades absolutas, porque viene del mundo pre-moderno y porque contradice el Estado de derecho. Pero, vistos con rigor, estos tres argumentos no logran sostenerse.
Carlos Andrés Ramírez*
Tres prejuicios
Con motivo de muchos fenómenos políticos recientes, en los cuales se ha hecho visible el nexo entre religión y política – tal como la participación abierta de candidatos e iglesias cristianas en el debate público que será decisiva en las próximas elecciones – ha revivido el argumento de que las religiones en general (y las monoteístas en particular) son intolerantes y, por tanto, favorecen la violencia.
Esta crítica podría llamarse la “defensa secularista de la tolerancia” (DST), y aunque podría remontarse por lo menos a la época de la Ilustración, sigue siendo expresada por numerosos intelectuales y políticos.
Con variaciones y matices, la DST tiende a compartir al menos tres supuestos:
- El pensamiento religioso es intolerante porque parte de dogmas y, en esa medida, desconoce la pluralidad de perspectivas posibles sobre un tema. Ninguna perspectiva puede reclamar a priori la verdad. Si lo hace, conduce a la intolerancia y la violencia.
- La religión es una forma de pensamiento superada históricamente -algo así como el socialismo para un (neo)liberal tras la caída de la Unión Soviética-, y, por lo tanto, debe ser reemplazada por un tipo de pensamiento no-religioso que puede llamarse “razón” o “ciencia”.
- En la medida en que es intolerante y arcaico, el pensamiento religioso no es compatible con el moderno Estado de derecho. Por eso debe desaparecer o quedar recluido a la esfera privada, como un rescoldo de ficciones metafísicas para quienes ignoran la “razón” y la “ciencia”.
La defensa de la tolerancia, sin embargo, a es uno de esos propósitos que fácilmente caen en la paradoja de reproducir aquello que pretenden negar La negación de la intolerancia puede tornarse intolerante, y este riesgo es mayor cuando quienes la defienden no examinan sus propios supuestos, de manera que estos operan de manera inconsciente como dogmas.
El ejemplo hoy más obvio de estos supuestos puede hallarse en la crítica del terrorismo islamista. Parecería claro que los promotores de la DST tienen razón cada vez que ISIS atenta contra civiles o miembros de comunidades religiosas cristianas o coptas, a quienes considera parte de los “cruzados”. Los “musulmanes”, dirán, generalizando, algunos voceros de la DST, son terroristas porque parten de la existencia de una verdad. Esto estaría vinculado con su “atraso” cultural y con la ausencia de democracia liberal y de valores pluralistas en muchos países islámicos. El caso deja entrever la conexión estrecha entre los tres prejuicios anteriores: el pluralismo, la “civilización” y el liberalismo irían de la mano como vacunas contra el violento fanatismo islamista.
Podrían nombrarse, igualmente, ejemplos locales. Los argumentos de la ‘Corporación bogotana para el avance de la razón y el laicismo’ (‘Bogotá atea’) en contra de las tesis de grupos cristianos contra los grupos LGBTI van en la una dirección semejante. Se trata de argumentos que, a primera vista, parecen sensatos. La defensa del Estado de Derecho, conforme al cual cada individuo puede definir su estilo de vida, funciona a la par con el “avance de la razón” frente a los arcaísmos de las religiones monoteístas, y con el escepticismo moderado que le pone límites a cualquier pretensión de conocer la verdad. Esta clase de posturas parecen sensatas, pero no lo son tanto.
Crítica de los críticos de la religión
![]() Mensaje en rechazo a la comunidad LGBT por parte de creyentes católicos. Foto: Secretaría Distrital de Integración Social |
El primer supuesto no es creíble, entre otros motivos, por los tres siguientes:
- La DST cae en una contradicción: si ninguna perspectiva puede reclamar a priori la verdad, tampoco lo puede hacer una perspectiva que excluya esa posibilidad. La DST o bien se autodestruye, o bien prescinde de su generalidad -“ninguna perspectiva puede reclamar….”- y se instala como una postura más entre otras -incluyendo las que defienden la intolerancia-.
- La religión no tiene el monopolio de la intolerancia. Algunas doctrinas seculares pueden ser intolerantes y no tener una fundamentación religiosa. La senadora Paloma Valencia, por ejemplo, trata a un personaje non sancto, el senador Uribe, como si fuera Cristo en persona y lo idolatra con el mismo fervor de los inquisidores. El seguimiento de ideologías -de derecha o de izquierda- y de líderes políticos puede compartir los rasgos dogmáticos que, supuestamente, son exclusivos de las religiones.
Como lo muestran las tres religiones monoteístas (judía, cristiana e islámica), la religión cuenta además con conceptos como la reconciliación, el perdón, la misericordia o el amor, que sirven para combatir las formas seculares de intolerancia. El mensaje a favor de la paz en Colombia del papa Francisco, frente al discurso del Centro Democrático y su caudillismo seudo-religioso, es un ejemplo de ello.
- Las doctrinas religiosas tienen, sin duda, unas creencias duras o fundamentales que las distinguen unas de otras. Un cristiano que no crea en la divinidad de Jesús no es, por ejemplo, un cristiano. No obstante, en la medida que son fenómenos lingüísticos e históricos, las tradiciones religiosas están sujetas a interpretación. Una tradición religiosa es una fuente inagotable de interpretaciones – no necesariamente consistentes entre sí. El inquisidor Tomás de Torquemada y Bartolomé de las Casas son cristianos. Rumi y Osama Bin Laden son musulmanes.
La DST suele identificar un tipo de interpretaciones de los textos religiosos con su sentido en general y abstraerlo, además, de su situación histórica. La intolerancia atribuida a la religión debería atribuírsele a ciertas lecturas de la religión
El segundo supuesto no es creíble por los siguientes motivos:
- Supone que el pasado es inferior al presente. No obstante, este supuesto resulta ser, por un lado, de origen religioso: la idea de progreso es una lectura secularizada de la idea judeocristiana de historia, entendida como un desarrollo unilineal hacia un momento final de redención. Avalar ese “progreso” es avalar inconscientemente una comprensión religiosa del sentido de la historia.
Por otro lado, la DST cae de nuevo en una contradicción, pues, si no es posible conocer verdades absolutas, tampoco sería posible conocer el sentido absolutamente verdadero de la historia para poder inferir que la religión es un “atraso”. El escepticismo de la DST se acaba cuando se trata de ponderar la superioridad del propio escepticismo.
- La ciencia y la religión contienen cosmologías que parecen contradecirse, pero su sentido no necesariamente es el mismo. Las cosmologías religiosas, como narrativas sobre el origen, apuntan, ante todo, a despertar un sentimiento de dependencia y reverencia. Su función no es primordialmente explicativa, como sí lo es la de la ciencia.
Las ciencias naturales apuntan ante todo al control del mundo externo, lo cual no es el objetivo de las creencias religiosas, que se centran en cultivar la vida interior. Ni la ciencia resuelve las cuestiones sobre el “sentido de la vida” ni la religión, así algunos creyentes quieran insistir en esto, es una teoría que explique empíricamente el origen del universo.
- La distinción entre tradición y “razón” –según la cual la primera es local, acrítica y ligada al pasado, y la segunda es universal, crítica y atemporal- no es tan nítida como suele decirse.
Por un lado la ‘razón’, como lo ha mostrado la crítica poscolonial, no es sino la universalización de una forma de pensamiento local. Por otro lado, las tradiciones religiosas no tienen que ser “locales”, como lo prueban el islam y el cristianismo, no tienen que ser acríticas (desde el profeta judío Amós hasta al ayatollah Khomeini, las religiones han sido, en muchas ocasiones, críticas del poder) y no están ancladas en el pasado (cada interpretación reinventa, en el presente, el sentido de la tradición).
El tercer supuesto no es creíble, entre otros motivos, porque:
- La legitimidad del Estado de derecho se puede defender con argumentos seculares, pero también hay muchos puntos de contacto entre los principios fundamentales de las religiones monoteístas y el concepto de Estado de derecho.
La noción de igualdad entre las personas, por ejemplo, tiene raíces en la defensa cristiana de la individualidad. El énfasis musulmán en la justicia como atributo divino también tiene un alto potencial para legitimar y fortalecer el Estado de Derecho. Como señala el teólogo Mohsen Kadivar, el Corán y la sharia ofrecen múltiples razones para una defensa de justicia y la dignidad humana compatibles con él. Aun cuando no sea pensable una completa armonía entre las normas de las tradiciones religiosas y el Estado de derecho, las religiones monoteístas no representan, de ningún modo, su contraparte inevitable.
- La distinción entre lo público y lo privado, conforme a la cual la religión debería pertenecer a lo privado, no alimenta el pluralismo de nociones del bien promovido por el Estado de derecho, sino que lo deteriora.
En relación con el debate reciente en Colombia sobre si el derecho de adopción debería concedérsele o no a parejas homosexuales, surgieron voces rechazando que “en pleno siglo XXI” se adujeran textos bíblicos en los argumentos contrarios a esa posibilidad. Conforme a esta postura secularista, quien crea que esa adopción es ilegítima debería guardarse esa idea en el interior de su conciencia y no expresarla o, si llegara a expresarla, debería hacerlo en términos, por ejemplo, de estudios psicológicos “científicos”, y no de pasajes de Ezequiel o Mateo.
La postura es equivocada, pues el Estado de derecho supone una neutralidad frente a nociones sustantivas de bien, pero ni excluye una pluralidad de nociones sustantivas de este ni tampoco predetermina el lenguaje y los recursos argumentales de quienes participan en el debate público. Un Estado de derecho fuerte es uno en el que se debate abiertamente la diversidad de comprensiones de lo públicamente bueno y no uno en el que los ciudadanos con convicciones religiosas quedan excluidos por principio del debate.
A modo de conclusión
![]() Visita del papa Francisco a Colombia. Foto: Presidencia de la República |
La defensa secularista de la tolerancia cae en la ya mencionada paradoja de incurrir en aquello que se quiere descartar:
- Busca promover el pluralismo pero a costa de retomar el propio dogmatismo que critica y de tratar con intolerancia a quienes califica, de antemano y sin esperar sus argumentos efectivos, de intolerantes.
- Busca promover la “razón”, pero a costa de descalificar formas alternativas de conocimiento y, de esta manera, promueve la dominación de unas culturas sobre otras y de unos individuos sobre otros.
- Busca fortalecer el Estado de derecho pero acaba por minar una de las bases de su legitimación.
Si la DST no cumple lo que promete y, por el contrario, es contraproducente, entonces sería mejor escoger otros caminos para defender la tolerancia Esos caminos no solo exigen reflexionar sobre sus supuestos, sino tal vez prescindir de ellos.
La defensa de la tolerancia, en sociedades pos-seculares y sensibles al legado del pensamiento poscolonial, llama a reconocer las fuentes seculares de intolerancia y la intolerancia del secularismo, a reconocer la ambivalencia política del discurso sobre lo sagrado -en la medida en que está expuesto a múltiples y contradictorias interpretaciones-, a romper con el progresismo cientificista, a reconocer la heterogeneidad entre la ciencia y la religión, a aceptar la horizontalidad de las relaciones entre sistemas de pensamiento, la riqueza semántica de las tradiciones y la racionalidad inmanente a las tradiciones religiosas, a reconocer el valor de los argumentos religiosos en la esfera pública y en la fundamentación del Estado de derecho.
Quizá sobre esas bases, las de una Ilustración autocrítica, la promoción de la tolerancia tenga un mejor futuro.
* Filósofo y politólogo, doctor en Filosofía de la Universidad de Heidelberg (Alemania) y profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes.