
Hace cuatro años se firmó el acuerdo de paz con las FARC. Pero ahora la violencia se reanudó en las zonas que antes eran ocupadas por esa guerrilla. ¿Qué salió mal?
Boris Salazar*
Masacres
Los asesinos llegaron la noche del 30 de octubre a una casa de la zona rural de Mercaderes, Cauca, armados con fusiles y encapuchados. Allí mataron a dos mujeres y a un hombre, familiares del líder social Álvaro Narváez Daza, asesinado junto a su esposa, hijo y una nieta de 15 años el 29 de abril de 2020.
El 22 de noviembre, en el Mango, corregimiento del municipio de Argelia, fueron asesinados cinco hombres en una discoteca local. Uno de ellos era el fiscal de la Junta de Acción Comunal del corregimiento, conocido en Colombia por mantener una neutralidad radical durante el conflicto armado y retirar a la fuerza policial que convirtió su plaza central en una fortificación y objetivo militar.
Ese mismo día, en Betania, Antioquia, diez hombres armados atacaron un alojamiento colectivo en la vereda La Julia. Allí dormían catorce personas; los hombres armados asesinaron a diez de ellas y dejaron heridas otras dos.
La brutal aniquilación de Álvaro Narváez y de su familia, en dos episodios ocurridos en un lapso de seis meses, no es el resultado de ‘enredos pasionales’, ‘asuntos personales’ o ‘ajustes de cuenta del narcotráfico’, como afirman con cinismo los funcionarios del gobierno encargados de la seguridad de las víctimas.
Durante este año han ocurrido 77 masacres en el país y en estos hechos han sido asesinadas 306 personas. Aunque Antioquia fue la joya de la corona del proyecto de seguridad de Uribe, hoy es el departamento que registra el mayor número de masacres. Lo siguen Cauca, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Bolívar y Chocó.
Razón Pública le recomienda: Las disidencias de las FARC: un riesgo regional sin guerra nacional
Organizaciones criminales
En esos territorios hay algo que las organizaciones criminales y el Estado temen: las organizaciones sociales y políticas de los pobladores. Están matando a los líderes de la restitución de tierras, de los antiguos combatientes de las FARC, de las víctimas, de la sustitución de cultivos, de la lucha por la conservación de los recursos naturales y de los pueblos indígenas y afrocolombianos.
Durante este año han ocurrido 77 masacres en el país y en estos hechos han sido asesinadas 306 personas
Su victimización no es casual, ni pasional, ni personal: es política en todo el sentido de la palabra, al igual que la responsabilidad del gobierno, por omisión y mezquindad política, y de las organizaciones criminales por acción directa.
Un patrón tenebroso emerge de la información disponible. Los asesinos son hombres entrenados para matar y agrupados en organizaciones criminales con fines políticos. Estas organizaciones eliminan a los líderes sociales de los territorios donde hay rentas económicas en disputa.
Los criminales pueden movilizarse, armados, encapuchados y en ocasiones uniformados, sin que una fuerza superior los detenga o combata. Por lo general no asesinan a sus víctimas en los lugares públicos o en grandes operaciones aerotransportadas, como lo hicieron los paramilitares de Castaño y Mancuso en Mapiripán.
Ahora emplean un número menor de hombres. Llegan a los hogares de las víctimas, después de recorrer las calles de los pueblos o los caminos rurales que los conducen a sus propósitos: liquidar los líderes de las organizaciones sociales que se oponen a la explotación de los recursos naturales y doblegar la resistencia de la población al orden despótico que pretenden imponer.
El retiro de las FARC de las regiones del Cauca, Antioquia, Norte de Santander, Nariño y Chocó, donde ejercieron el control territorial y político durante décadas, dejó el espacio libre para que otras organizaciones se disputen esos territorios y dominen a sus pobladores.
Organizaciones paramilitares dedicadas al narcotráfico, como el Clan del Golfo, disidencias de las FARC, frentes del ELN, y otros grupos menores se disputan a sangre y fuego el control territorial de estos departamentos abandonados.
Su estrategia es transparente: ubicarse en regiones con abundantes recursos naturales y riquezas, legales e ilegales, que producen rentas extraordinarias. La minería, el cultivo de coca, el petróleo, los proyectos energéticos y el agua están en lo más alto de la lista de los recursos en disputa. Pero únicamente pueden extraer rentas aterrorizando y extorsionando a la población.
Las organizaciones armadas de hoy imitan los modelos de la guerra irregular que ensangrentó a Colombia en los últimos veinte años: doblegar a la población civil, destruyendo sus organizaciones, asesinando a sus líderes y sus familias, en una modalidad que recuerda la aniquilación de familias enteras practicada durante La Violencia.
En un contexto de confrontación entre fuerzas armadas ilegales sin relación con los habitantes, los civiles y en particular los líderes sociales y comunitarios son vistos como los aliados del enemigo.
Al no tener recursos políticos, las organizaciones criminales recurren a la violencia colectiva y espectacular como el mecanismo más efectivo para doblegar a la población civil y arrebatar su control de las manos de sus rivales.

Lea en Razón Pública: El atentado de la Fiscalía y la DEA contra el Acuerdo de Paz
Abandono del Estado
Impuesta por el gobierno de Uribe y prolongada por Duque, la política de seguridad de Colombia no reconoce otro enemigo que las FARC. Por esto, una vez disueltas, el Estado colombiano se quedó sin política de seguridad y cedió vastas regiones del territorio nacional, con sus pobladores incluidos, a las organizaciones criminales que se disputan el control a punta de masacres.
Las organizaciones armadas de hoy imitan los modelos de la guerra irregular que ensangrentó a Colombia en los últimos veinte años
El gobierno no emprendió operaciones militares o investigaciones judiciales, tampoco invirtió en los bienes públicos, la restitución de tierras o la sustitución de cultivos ilícitos para garantizar la seguridad de los compatriotas que viven en estos territorios. Sobre ese vacío se levantaron los regímenes del terror que hoy dominan el país.
Los anuncios del ministro de defensa de usar drones y aviones inteligentes para combatir a los asesinos parecen más delirios de la ciencia ficción que políticas de Estado serias. La verdad es que el Estado no hace lo suficiente para neutralizar la violencia en algunas regiones bien conocidas por las Fuerzas Armadas.
Las masacres ocultan la paradoja de un gobierno de la seguridad que renunció a proteger la vida de los habitantes de diversas regiones y los expuso a las disputas de las organizaciones criminales por el control de los recursos.