El próximo gobierno necesitará acuerdos en el Congreso para formalizar la propiedad rural, aumentar el impuesto predial y redistribuir baldíos sin afectar la paz social.
Mauricio Velásquez*
Una reforma política
Toda apuesta por transformar los regímenes de tierras tiene un trasfondo político. Como dicen los expertos en la materia: las reformas agrarias son primero reformas políticas.
Así lo entendieron los Estados Unidos al liderar las reformas agrarias más profundas y exitosas de la historia en Corea del Sur, Japón y Taiwán. El aparente fracaso de ese país para adelantar reformas agrarias en América Latina tuvo que ver en buena medida con su interés en mantener precisamente el statu quo político en medio de la Guerra Fría.
Con la llegada del primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia cabe preguntarse: ¿Qué podemos hacer con la organización de las tierras si al tiempo se necesitan coaliciones amplias para avanzar las reformas urgentes? y a esta sumarle la pregunta más general ¿Qué capacidad tiene nuestro Estado para transformar la tenencia de la tierra?
Quiénes son los dueños de la tierra
En Colombia hoy tenemos una zona central con tierras altamente concentradas, representadas por élites políticas, igualmente concentradas, de las cuales depende la gobernabilidad de cualquier presidente.
Guardadas las obvias diferencias, este momento agrario puede compararse con la paz del Frente Nacional, que no fue total, pero los procesos paz y reconstrucción rara vez lo son. En medio de un clima de más o menos impunidad criminal y política, el país tuvo varios lustros de estabilidad durante los cuales se formalizó, y también se concentró, la propiedad sobre la tierra.
Nuestros catastros pueden estar desactualizados en casi todo el país, pero sí hay títulos claros sobre la tierra en buena parte de la Región Andina. ¿Cómo se dio este proceso de formalización en las zonas centrales?
En realidad, muchas propiedades despojadas quedaron en manos de los nuevos dueños. Muchos terrenos en municipios liberales quedaron en manos de propietarios liberales. Lo mismo ocurrió con los conservadores.
El proyecto de tierras que promovió en su momento el gobierno Santos, y luego el gobierno Duque, contenía preocupantes artículos que legalizaban el acaparamiento de baldíos, algo abiertamente inconstitucional y que estaba destinado a perecer ante la Corte Constitucional.
Pero hubo algo aún más importante, la paz política y agraria del Frente Nacional se tradujo en un aumento de la clase media rural. Los campesinos fueron dueños de miles de fincas cafeteras y transformaron el destino económico del país. En torno a las organizaciones que formaron, incluidas las juntas de acción comunal, se gestó un modelo de intercambio de bienes públicos exigidos por los líderes comunales a cambio de las votaciones en bloque a favor de gamonales. Un clientelismo desarrollista.
A su vez, esa clase media rural cafetera desarrolló las economías locales y dio educación secundaria y a veces universitaria a sus hijos. En 50 años de economía cafetera cerramos una buena parte de nuestra brecha de desarrollo con países más avanzados de América Latina.
Un acuerdo de tres puntos
El gobierno entrante deberá conciliar su agenda progresista, donde se incluye una reforma agraria integral (un riesgoso juego de palabras), con las agendas de sus nuevos aliados en el Congreso quienes, en materia de tierras, tienen posiciones diametralmente opuestas a las de Petro (digan lo que digan).
Pero esto no quiere decir que no exista espacio de negociación: creo que hay al menos tres pasos posibles sobre la cuestión agraria.
En primer lugar, y hablando de seguridad jurídica de los más vulnerables, el gobierno debe fortalecer la política de restitución de tierras. Este es el primer paso para hablar de capitalismo. Sin respetar la propiedad privada es muy difícil avanzar en otros campos.
Aunque la política de restitución no ha satisfecho las expectativas, tiene a su favor unas instituciones fortalecidas y un respeto ciudadano significativo. Aunque las voces en contra de esta se van a mantener, es difícil que conserven la fuerza que tuvieron en años anteriores.
En segundo lugar, para las zonas centrales, se debe acordar una modernización de los sistemas de impuestos sobre las tierras. Este debe ser progresivo, pero sobre todo eficaz, contemplando el balance entre tarifas más altas e impuestos efectivamente recaudados.
Tener tasas más progresivas de tributación sobre la tierra es el sentido común capitalista, tanto para dinamizar los mercados de tierras, como para mejorar el recaudo de las administraciones locales. Esto implica devolverle al catastro multipropósito su vocación de modernización de las relaciones agrarias y no ser un instrumento genérico de planeación.
Finalmente, el gobierno debe acordar una nueva ola de formalización y acceso hacia las zonas que fueron de colonización pero que ahora están completamente integradas a la economía nacional. Estas zonas carecen de la viabilidad económica que les permitiría ser una despensa de alimentos por la falta de formalización de la tenencia de la tierra.

A quién se debe adjudicar la tierra
El ciclo de despojo y acaparamiento de baldíos durante la vigencia de la Constitución de 1886 ha debido concluir con la Constitución de 1991 que obliga a beneficiar a los trabajadores agrarios con las políticas de baldíos.
Hay, sin embargo, el error de suponer que como muchas de estas tierras son baldías y están ocupadas por quienes no son campesinos, el Estado debe recuperarlas para redistribuirlas, cueste lo que cueste. Este puede ser un grave error, ya que la Constitución exige que se demuestren los beneficios en las comunidades campesinas, pero no excluye a los demás ocupantes del campo.
Y es que aquí está la lección más importante del Frente Nacional en materia de formalización: si ofrecemos un camino para incorporar las ocupaciones de las clases medias a los sistemas formales, conseguimos que se abran las comunidades a la presencia efectiva del Estado con catastro, impuestos, regulación y protección a los ecosistemas, entre otros. Hoy las clases medias suman a las cloacas de acaparamiento porque no tienen un camino de formalización.
Así podemos aminorar algunos de los sesgos concentradores del Frente Nacional. Especialmente gracias a que nuestra Constitución hace imposible proceder sin pagos razonables a entregar títulos sobre tierras por encima de los topes legales.
El proyecto de tierras que promovió en su momento el gobierno Santos, y luego el gobierno Duque, contenía preocupantes artículos que legalizaban el acaparamiento de baldíos, algo abiertamente inconstitucional y que estaba destinado a perecer ante la Corte Constitucional.
Hablar de “reversar” ocupaciones es preocupante, tanto porque ningún Estado ha logrado desalojar poblaciones enteras sin desatar otro ciclo de violencias, como porque se puede perder la oportunidad de hacer el único proceso posible.
Los descuentos que se apliquen en una ley de formalización para zonas históricamente abandonadas por el Estado deben ser generosos, para reconocer precisamente ese abandono estatal, y rápidos para que, aparte de evitar heredar regímenes ineficaces, podamos, con estos recursos y las devoluciones de tierras por encima de topes, mejorar el fondo de tierras de la reforma rural.
El nuevo ciclo de paz nos debe permitir la formalización de las zonas por fuera de la región andina. En buena medida de eso depende nuestra paz territorial.
La capacidad del Estado
El momento permite avanzar en tres frentes críticos para la agenda de tierras del país: (1) restitución; (2) impuestos a la tierra y (3) baldíos, sin arriesgar la paz política.
Ahora hablemos de capacidad estatal. Algún proyecto -de varios disparatados sobre baldíos- sugería arrendar todos los baldíos del país. Esto, sin tener en cuenta la dificultad de hacer seguimiento de esos contratos.
Por ejemplo, los predios retornados a la Agencia Nacional de Tierras (ant) se convierten en pesadillas de seguridad para garantizar que no sean ocupados inmediatamente. Y es que ningún Estado del mundo ha logrado hacer presencia “predio a predio” en sus zonas rurales.
Hablar de “reversar” ocupaciones es preocupante, tanto porque ningún Estado ha logrado desalojar poblaciones enteras sin desatar otro ciclo de violencias, como porque se puede perder la oportunidad de hacer el único proceso posible: la reconciliación bajo parámetros altamente flexibles entre las realidades de la tenencia de las tierras locales y los sistemas formales centrales.
Para ponerlo en otras palabras, la ant tiene capacidad para supervisar que algunos predios sean recuperados, quizás que otros pocos ya en su poder no sean ocupados, pero las dimensiones de lo que necesita Colombia no son esas.
Necesitamos que regiones enteras, como la Altillanura, sean parte integral de la matriz formal de tierras del país. Esto, al tiempo que un balance político nos permita incorporar a las clases medias constituidas en esos territorios. Solo así podemos soñar algún día con formalizar esos siete millones de hectáreas y cumplir así con la única reforma posible, la rural integral.