

El vandalismo ha servido como excusa para ignorar el malestar profundo que subyace a las protestas. Esta ceguera del gobierno cierra los espacios para el diálogo… y bloquea la búsqueda de soluciones.
Viviana García Pinzón*
Alejandra Ortiz Ayala**
Espacios de resistencia
Las protestas de los últimos meses son una de las olas de movilización popular más prolongadas en la historia de Colombia.
Muy diversos actores políticos y sociales han llamado al diálogo, pero la continuación de la violencia y un discurso que estigmatiza la protesta han agravado la desconfianza entre las partes.
En este contexto nos preguntamos: ¿por qué es tan difícil hablar de desescalamiento del conflicto en medio de la crisis económica y social que vivimos a raíz de la pandemia?
Los barrios populares y los espacios urbanos permanentes han tenido una presencia inédita en las actuales movilizaciones; los llamados “espacios de resistencia” son hoy los epicentros de las protestas y los nodos que articulan relaciones sociales, prácticas colectivas y formación política.
Si bien las “primeras líneas” son la cara más visible de la movilización, la extensa geografía de las protestas sigue mostrando que en ella participa de manera directa o indirecta un abanico de actores muy amplio.
Si consideramos la fragmentación socioeconómica y residencial de Colombia, no sorprende que la mayoría de dichos espacios hayan surgido en las zonas vulnerables. Puerto Resistencia, Usme o el Portal Resistencia son lugares marginados y cuyas exclusiones pasan por la presencia de economías y actores criminales, así como por altos índices de violencia. Esto ha dado lugar a que ciertos sectores estigmaticen la movilización social.
Estigmatización vs. males profundos
Quienes rechazan las protestas señalan que ellas “se han degradado” y promueven una mirada simplista que reduce la complejidad de la movilización y el conflicto social al vandalismo y al aumento de la criminalidad.
Los medios de comunicación y los representantes del gobierno nacional y los gobiernos locales han subrayado los elementos de vandalismo, los episodios de violencia, y el aumento de la delincuencia en los puntos de protesta y sus lugares adyacentes.
Por eso, para entender el conflicto y avanzar en su resolución, es esencial distinguir entre la movilización social y la delincuencia. La geografía de la movilización es un reflejo de las causas originarias de la inconformidad de la ciudadanía, que incluyen asuntos básicos de función del Estado, como la provisión de seguridad y la garantía de derechos humanos.
Los llamados “espacios de resistencia” son hoy los epicentros de las protestas y los nodos que articulan relaciones sociales, prácticas colectivas y formación política.
En otras palabras, los delitos de extorsión, expendio de drogas, control territorial de actores criminales reportados en zonas donde las protestas se han concentrado no son consecuencia de la movilización social. Por el contrario, hacen parte del contexto preexistente de vulnerabilidad en el que están inmersos quienes protestan.
Bajo estas circunstancias, la primera obligación del Estado es reconocer la complejidad de las protestas, pues solo así sería posible combatir el crimen o la violencia y garantizar el derecho a la protesta.
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Represión vs. legitimación
La respuesta principal del gobierno a las movilizaciones ha sido el uso de mecanismos coercitivos para lidiar con la ciudadanía inconforme o aquella que pone en duda su autoridad. Este hecho confirma estudios internacionales en el sentido de que las sociedades que han tenido conflictos internos tienden a tener gobiernos más represivos.
En teoría, los ciudadanos de un Estado liberal aceptarán más la autoridad del gobierno si es capaz de proveer servicios y garantizar la seguridad física de su población, sin excepciones o preferencias. El uso de la fuerza se traduce en pérdida de confianza por parte de los ciudadanos, y por eso el Estado liberal minimiza la coerción y maximiza la legitimación resultante de aumentar el bienestar de la ciudadanía.
Pero en la práctica la aceptación de la autoridad del Estado puede darse por voluntad o por coerción. La pregunta entonces es ¿por qué el gobierno colombiano está dispuesto a asumir dichos costos?
Aquí planteamos una hipótesis que ha sido discutida ampliamente entre los académicos: Colombia tiene un contrato social inconcluso. Las regiones y diversos sectores han disputado desde siempre la distribución de los recursos, la extensión de los derechos y la naturaleza de las instituciones públicas.
Este gobierno, como otros que le antecedieron, ha optado por el uso de la coerción y la no redistribución de los recursos, sin atender las expectativas de amplios sectores de la ciudadanía. Por eso esos gobiernos han podido ejercer la autoridad y poner al Estado al servicio de ciertos grupos sociales.
De ahí que el costo de que un sector de la población desconfíe sea para este gobierno un asunto de menor importancia, puesto que estos ciudadanos están por fuera de la comunidad para la cual ha gobernado y quiere gobernar.
Por eso, los llamados al diálogo no pueden ser ingenuos o ignorantes de los legados históricos que han alimentado la desconfianza hacia el gobierno y sus líderes. Los sectores sociales que hoy se movilizan, además de sufrir los estragos de la pandemia, ha sufrido por generaciones la segregación y las consecuencias de la falta de Estado.

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Desescalar el conflicto
Lo primero que debe aclarase es qué entendemos por un “desescalamiento” del conflicto. En la literatura especializada, el escalamiento significa el aumento de la intensidad de una crisis o un conflicto y el desescalamiento a la reducción de dicha intensidad. El desescalamiento puede entonces entenderse de múltiples maneras, ya sea como disminución del estrés, desistimiento de una de las partes o avance hacia el logro de acuerdos.
Pero la palabra “escalamiento” implica que se trata de un proceso gradual o donde se transita de formas benignas y no violentas hacia una confrontación violenta donde priman visiones antagónicas.
Esta visión procesal no corresponde a la actual experiencia de Colombia. Mientras que la protesta desde el comienzo y en su mayoría ha sido pacífica, la respuesta del gobierno ha dado prioridad a la estigmatización y al uso excesivo y desproporcional de la fuerza.
Dicho en otras palabras: antes que resultar de la interacción entre dos actores, el escalamiento del conflicto social ha estado jalonado por el gobierno.
Además, los actores de la protesta no tienen las mismas condiciones. Esta no es una interacción entre grupos armados o grupos terroristas urbanos como sectores políticos cercanos al gobierno nacional han querido presentar.
Es fundamental reconocer la naturaleza de quiénes están en las calles. La voluntad de negociación por parte de los líderes políticos debe manifestarse a través de un conjunto coherente de gestos y acciones concretas. Por ejemplo, reconociendo los crímenes cometidos por parte de la Policía para abrir caminos de diálogo.
Antes que resultar de la interacción entre dos actores, el escalamiento del conflicto social ha estado jalonado por el gobierno.
El desescalamiento es un proceso lento que demanda un gran esfuerzo de las partes involucradas. Esto exige voluntad política, liderazgo y transparencia, cualidades que el gobierno nacional reiteradamente ha demostrado que no tiene.
Por el contrario, su estrategia se ha basado en exigir, por un lado, el “desmonte” de los grupos que se movilizan y por otra parte, el despliegue de estrategias para limitar las garantías a la protesta social.
Por ejemplo, a través de la modificación de las leyes que regulan la protesta y con la reciente propuesta de Duque de promover una ley anti andalismo y antidisturbios.
Para quienes protestan, desescalar implica reducción de la violencia estatal y su disposición para el diálogo. Pero para el gobierno y lo sectores de derecha, el desescalamiento no consiste tan solo en suspender los actos disruptivos (como los bloqueos), sino el paro en su conjunto, es decir, en el retorno a la “normalidad” entendida como la situación anterior al principio de las protestas.
Esa normalidad entonces supondría retornar a las condiciones de precariedad y rebusque cotidiano que impulsaron las protestas.
Si el gobierno tiene intenciones genuinas de solucionar la crisis, debe:
- reconocer su papel en el escalamiento del conflicto,
- aceptar su posición asimétrica en el diálogo en tanto que tienen el poder y la capacidad de uso de las armas estatales; y
- mostrar su intención de diálogo y de comprometerse con cambios que beneficien a estas poblaciones, quienes necesitan sentir que el Estado es un instrumento al servicio de ellas.
Por el contrario, si los líderes políticos siguen interpretando las demandas ciudadanas como mecanismos para “arrodillar a las instituciones” estaremos lejos de una resolución pacífica de la crisis.