En esta segunda parte del artículo que publicamos la semana pasada se analizan en forma rigurosa los otros tres factores que impiden que esta guerra sea exitosa: la fragmentación de los carteles, el fracaso de las políticas y el alcance limitado de las propuestas de salida alternativa.
Bruce Bagley*
I. Fragmentación de las mafias
¿Quién es el intermediario?
La inserción de países individuales en la economía política del tráfico de drogas en el hemisferio ha generado una variedad de formas o tipos de intermediación entre los campesinos productores de cultivos ilícitos y los consumidores.
En Bolivia, la presencia de cooperativas de campesinos en el área rural desde la revolución del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de 1952 produjo asociaciones de cultivadores de coca e inhibió, generalmente, el ascenso de organizaciones criminales y movimientos de guerrilla como intermediarios, aunque los militares bolivianos en varias ocasiones han cumplido este papel.
En Perú, la ausencia de asociaciones de base entre los campesinos cultivadores abrió el camino para que los elementos del aparato militar (Vladimiro Montesinos) y las organizaciones guerrilleras (Sendero Luminoso) cumplieran el papel de intermediarios o traficantes.
En Colombia, la ausencia de organizaciones campesinas e intermediarios allanó el camino para el ascenso de grandes organizaciones criminales, tales como los carteles de Medellín y Cali. La desaparición de los principales carteles abrió el camino para actores ilegales armados tales como las FARC y los paramilitares.
En México y en América Central, elementos del ejército y/o la policía algunas veces han desempeñado las funciones de intermediación en las décadas anteriores, pero en los años 1990 y 2000 estos países han seguido el patrón colombiano de intermediación criminal debido a la ausencia de asociaciones de cultivadores fuertes.
En términos de organizaciones criminales o redes criminales de narcotráfico, Colombia y México ofrecen los dos más importantes ejemplos en los últimos 25 años.
El caso de Colombia
El ascenso y la caída de los carteles de Medellín y Cali (y posteriormente el cartel del Norte del Valle) ilustran vívidamente los riesgos y vulnerabilidades de grandes organizaciones de tráfico criminal jerárquicas, especialmente cuando intentan confrontar al Estado abiertamente. Ambos grandes carteles en Colombia fueron estructurados jerárquicamente y probaron ser objetivos vulnerables frente a la acción de la policía colombiana e internacional.
Después de los carteles de Medellín y Cali, Colombia presenció una rápida fragmentación y dispersión de las redes criminales que han probado ser más difíciles de rastrear y desmantelar para las autoridades policiales y militares, que sus más grandes y notorios predecesores.
Aunque podría haber contra-tendencias conducentes a la reconcentración entre organizaciones criminales de tráfico (por ejemplo, los Rastrojos, las Águilas Negras), la lección básica que emerge de Colombia parece ser que las redes criminales más pequeñas son menos vulnerables. Desde la perspectiva del Estado colombiano, tales organizaciones son menos peligrosas porque no tienen la capacidad de amenazar la seguridad del Estado directamente.
El caso de México
Como en la Colombia de los años 1980 y comienzos de 1990, las ganancias de la cocaína en México parecen haber dinamizado las principales redes criminales y desatando una ola de violencia entre organizaciones criminales con el objetivo de fortalecer y consolidar el control de las rutas claves del narcotráfico, que aún se está completando.
Sin embargo, los grupos traficantes parecen estar siguiendo lentamente el patrón colombiano de dispersión y fragmentación, aunque la evidencia no es todavía concluyente. En el 2000, el cartel de Tijuana (la familia Arellano Félix) y el cartel de Juárez (la familia Carrillo Fuentes) fueron las dos organizaciones de tráfico de drogas más grandes y poderosas en México.
Desde el 2000, después de que la administración de Vicente Fox iniciara su persecución, México ha visto el ascenso de al menos cinco nuevas grandes organizaciones de tráfico y una gran cantidad de grupos menos conocidos: Sinaloa, Golfo, Familia Michoacana, Beltrán-Leyva y Zetas.
Esta dispersión de redes criminales en México bien podría representar el comienzo de la clase de fragmentación observada en Colombia en los 1990. Si es así, la tendencia sería calurosamente bienvenida por las autoridades mexicanas, porque presagiaría una considerable disminución en la capacidad de las redes criminales organizadas para desafiar directamente la autoridad del Estado y la seguridad nacional.
Una de las razones fundamentales para que algunos analistas no acepten la tesis de la fragmentación en México se relaciona directamente con el surgimiento de un nuevo modelo de redes criminales –el cartel de Sinaloa–. A diferencia de sus predecesores y rivales actuales, el cartel de Sinaloa es menos jerárquico y más federativo en su estructura organizacional. Su líder principal, Joaquín “El Chapo” Guzmán, ha forjado un nuevo tipo de “federación” que da más autonomía (y ganancias) a sus grupos afiliados.
A la fecha, Sinaloa, también conocido como la Federación, parece estar ganando la guerra contra sus rivales, aunque su lucha contra los Zetas (una organización paramilitar) ha resultado muy prolongada, costosa y sangrienta. Es posible que el modelo Sinaloa termine siendo capaz de sobrevivir –mejor para los negocios– frente a otros modelos organizacionales de traficantes en México, pero esto no está claro todavía.
Desde mediados de los años 2000, si no antes, y bajo la presión de las autoridades policiales y militares de México y de Estados Unidos, las organizaciones traficantes mexicanas han buscado trasladar al menos parte de sus operaciones de tráfico de México hacia países vecinos. Guatemala y Honduras son actualmente objetivos del cartel de Sinaloa y los Zetas.
El aumento repentino de la violencia relacionada con las drogas en las dos naciones centroamericanas está estrechamente relacionado con estos cambios en las bases operacionales.
El efecto cucaracha
Esta tendencia, observable a través del hemisferio, es llamada el “efecto cucaracha”, porque recuerda cómo se escabullen rápidamente las cucarachas de una cocina sucia hacia otros lugares, para evitar la detección después de que la luz ha sido encendida sobre ellas. Estrechamente relacionado con el “efecto globo”, el “efecto cucaracha” se refiere específicamente al desplazamiento de redes criminales de una ciudad, estado o región a otra, dentro de un país dado o de un país a otro, en búsqueda de paraísos más seguros y autoridades estatales más débiles.
II. Estados penetrados y políticas fallidas
Tipos de Estado y tipos de criminalidad organizada
Los Estados determinan la forma o tipo de crimen organizado que puede operar y florecer dentro de un determinado territorio nacional. Las organizaciones criminales no determinan el tipo de Estado, aunque seguramente pueden impedir o inhibir esfuerzos de reformas políticas a todos los niveles del sistema político, desde el local hasta el nacional.
Las democracias capitalistas avanzadas –desde Estados Unidos a Europa y Japón–muestran amplias variaciones en los tipos de crimen organizado que pueden generar y tolerar.
Estados Unidos, por ejemplo, ha eliminado el modelo de mafia italiana y parece reemplazarlo por organizaciones criminales domésticas fragmentadas y ampliamente dispersas, muchas de ellas asociadas con comunidades inmigrantes.
Europa se caracteriza por una evolución similar de los grupos de crimen organizado asociados con poblaciones inmigrantes.
Japón, en contraste, ha coexistido con los Yakuza, una red criminal de estilo más corporativo.
En China, el capitalismo de Estado coexiste con las triadas.
En Rusia, el gobierno de Putin en efecto subordinó e incorporó varios elementos de la mafia rusa como organizaciones paraestatales.
En Colombia, las organizaciones paramilitares, profundamente involucradas en el tráfico de drogas, estaban conectadas directamente con instituciones del Estado y con partidos políticos específicos.
Autoritarismo, democracia y mafias: el caso de México
En México, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), dominante hasta no hace mucho, desarrolló relaciones de pleitesía con grupos del crimen organizado. Cuando el monopolio de casi 71 años del PRI sobre el poder político se rompió a nivel nacional, por la victoria del candidato presidencial del Partido de Acción Nacional (PAN) Vicente Fox, las viejas líneas de tributo y soborno colapsaron también y liberaron una ola de violencia sangrienta entre organizaciones traficantes, mientras batallaban entre sí por el control del tránsito de cocaína a través de su país.
La transición de los regímenes autoritarios a formas de gobierno más abiertas y democráticas, como en Rusia y Europa del Este, son particularmente problemáticas, porque los viejos controles autoritarios institucionales colapsan o son arrasados, pero no pueden ser reemplazados fácil o rápidamente por formas nuevas de control democráticas, al menos en el corto plazo.
México está experimentando precisamente tal transición. Las viejas instituciones –por ejemplo, policía, cortes, prisiones, agencias de inteligencia, partidos, elecciones– ya no funcionan. En verdad, son claramente disfuncionales.
Sin embargo, no han surgido nuevos mecanismos institucionales para reemplazarlos. Más aún, los esfuerzos de reforma pueden ser frustrados o saboteados enteramente, y con frecuencia lo son, por la corrupción institucional y la violencia criminal destinada a limitar o minar la autoridad del Estado y el imperio de la ley.
Tales observaciones no constituyen argumentos contra la democratización. Por el contrario, hay que destacar los desafíos y obstáculos a lo largo del camino hacia la democratización real, que con frecuencia son pasados por alto o ignorados totalmente. Algunos teóricos de la democracia han examinado seriamente los problemas para las transiciones democráticas que emanan de las redes criminales organizadas y bien arraigadas.
En los países de América Latina y el Caribe, tal negligencia bien podría poner en peligro la estabilidad democrática y la democracia misma. En lugar de la consolidación democrática, la consecuencia de ignorar el crimen organizado y sus efectos corrosivos puede ser el decaimiento institucional o la desinstitucionalización democrática.
Fracasan las políticas de Estados Unidos
Mientras que Estados Unidos ha logrado estabilizar la demanda doméstica para la mayoría de las drogas ilícitas, ciertamente no la ha eliminado, como tampoco las enormes ganancias asociadas con el suministro a su inmenso mercado.
Rutinariamente, Washington ha asignado fondos insuficientes al control de la demanda, mientras su énfasis primario ha sido casi sistemáticamente enfocado a ejecutar costosas estrategias de control de la oferta, inefectivas en últimas. Análisis de las razones detrás de la insistencia de Estados Unidos en las estrategias de control de la oferta sobre las de la demanda van más allá del alcance de este artículo.
Las consecuencias de las elecciones estratégicas de Washington son obvias, sin embargo. Washington ha demandado que los países de la región sigan su ejemplo en la guerra contra las drogas y ha sancionado con frecuencia a aquellos que no “cooperan completamente”.
La insistencia de Estados Unidos en tal aproximación no sólo ha conducido al fracaso total en la guerra contra las drogas en los últimos 25 años o más, sino que también ha sido contraproducente, tanto para el propio país como para los intereses individuales de las naciones latinoamericanas.
El precio que Colombia ha pagado por su papel en la guerra contra las drogas ha sido alto, tanto en sangre como en recursos. El precio que se le está pidiendo pagar a México hoy es más y más elevado. Los altos costos asociados con el fracaso han generado una reacción a la estrategia de Estados Unidos, tanto internamente como en el extranjero, y han producido un nuevo debate sobre las alternativas a las aproximaciones prohibicionistas, tales como la mitigación de riesgos y daños, la descriminalización y la legalización.
III. La búsqueda de alternativas: el debate sobre la legalización
Algunos analistas latinoamericanos anticipaban que la aprobación de la Proposición 19 en California, que el pasado 2 de noviembre de 2010 hubiera legalizado el cultivo, distribución y posesión de marihuana en ese Estado, marcaría el comienzo del fin de la guerra contra las drogas conducida por Estados Unidos y permitiría que México y otros países se distanciaran de la estrategia “prohibicionista” que ha generado tanta violencia en América Latina y el Caribe.
Varios líderes políticos latinoamericanos, sin embargo, se opusieron abiertamente a la legalización de la marihuana y estridentemente se siguen oponiendo a la legalización o descriminalización de drogas más duras.
Ya sea que uno hubiera estado a favor o en contra de la proposición 19 de California, hay razones legítimas para ser escéptico sobre el impacto real de la legalización de la marihuana en ese Estado.
Primero, incluso si la iniciativa hubiera pasado, probablemente habría planteado serios desafíos para el gobierno federal de Estados Unidos, que podrían retrasar la implementación de la nueva ley por años.
Segundo, la legalización de la marihuana, si ocurre algún día, no abordará los temas planteados por drogas duras –producción, tráfico y distribución-. Las bandas criminales en México y en otros lugares en la región se distanciarán muy probablemente de la marihuana y se involucrarán más profundamente con drogas aún ilegales como la cocaína, la heroína y las metanfetaminas; el crimen organizado continuará floreciendo y la violencia asociada con las drogas seguirá sin tregua.
En el largo plazo, la legalización o descriminalización de las drogas ilícitas ofrecen las únicas soluciones reales al crimen y la violencia relacionados con las drogas en México y en el mundo, incluso si las tasas de adicción ascienden, tal como ocurrió con el fin de la prohibición del alcohol en Estados Unidos.
Pero en el corto y mediano plazo, los países latinoamericanos tendrán que encargarse de sus propias instituciones defectuosas mediante reformas que no pueden esperar a que la legalización ocurra en algún punto nebuloso en el futuro: acabar con antiguas prácticas corruptas, emprender reformas en la policía, el sistema judicial, el sistema penitenciario y otras instituciones clave y asegurar mayor control a la gestión electoral.
La legalización de la marihuana no es la panacea. Esta no eliminará los muchos otros tipos de crimen organizado que hoy operan con virtual impunidad en América Latina y el Caribe.
*University of Miami, Coral Gables.