¿Por qué las víctimas de violencia intrafamiliar se quedan con sus agresores? - Razón Pública
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¿Por qué las víctimas de violencia intrafamiliar se quedan con sus agresores?

Escrito por Catalina Ruíz Navarro
mujeres maltratadas

Catalina Ruiz NavarroEl caso Rugeles-González ha dado pie a una controversia que amerita atención más detenida. Qué dicen los psicólogos acerca de una conducta que parece inexplicable. Y qué debemos saber las mujeres y los hombres acerca de este problema.

Catalina Ruiz-Navarro*

Un viejo caso de violencia intrafamiliar ha llamado de nuevo la atención de los medios. Hace un año, Marcela González denunció por maltrato a su pareja Gustavo Rugeles, un personaje notorio porque había sido relacionado con grupos neonazis y con políticos corruptos de ultraderecha. Después de la denuncia de González, Johana Fuentes, una periodista que fue pareja de Rugeles entre 2014 y 2015, denunció que ella también había sido maltratada por el susodicho.

Pero unos días después de la primera denuncia, González publicó un video acompañada de Rugeles en el que “agradecía los mensajes de solidaridad”, añadiendo que iban “a manejar el tema de manera privada”. Al día siguiente Rugeles publicó en twitter varias fotos con González, y la leyenda: “un abrazo a todos desde Cartagena. Gracias por los mensajes de apoyo”.

El diez de enero de este año, González volvió a denunciar a Rugeles por violencia intrafamiliar, pero un día después retiró la denuncia. Posteriormente concedió una entrevista a Blu Radio donde afirmó que seguiría con su agresor. La entrevista dio pie a que varios sectores acusaran a González de “desgastar el sistema de justicia” y la tildaran de “incoherente”, “masoquista” y “estúpida”.

Esos comentarios interpretan la situación de González como un caso aislado, pero en Colombia son muchas las mujeres que viven atrapadas en relaciones de pareja violentas. En vez de utilizar el caso para revictimizar a González, deberíamos reconocer que los prejuicios machistas dificultan la empatía con mujeres maltratadas por sus parejas. Así mismo, este caso debería servir para que otras mujeres aprendan a reconocer las alertas tempranas de la violencia y sus nefastas consecuencias para ellas.

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El peligroso mito del amor romántico

Mujeres agredidas.
Mujeres agredidas.
Foto: Oficina de Salud de la Mujer (EEUU)

El amor romántico es uno de los principales mitos que justifican la violencia machista. Desde pequeñas, a las mujeres nos reiteran de forma directa e indirecta que el objetivo principal de nuestras vidas es conseguir una pareja y formar una familia. Como señala Virginie Despentes en Teoría King Kong, “para las mujeres no amar a los hombres es patólogico, en cambio, para los hombres no amar a las mujeres es una actitud”.

Este mito aparentemente inofensivo presenta al amor romántico como un sentimiento deslumbrante que le da sentido a la vida de las mujeres a cambio de que soporten todo tipo de sacrificios. Dentro de esta lógica, si el amor romántico se pierde, la vida de las mujeres pierde su sentido. Además del sentimiento de fracaso, las mujeres se ven obligadas a enfrentar el castigo social que implica renunciar al amor romántico.

Acusaran a González de “desgastar el sistema de justicia” y la tildaran de “incoherente”, y “estúpida”.

Indiscutiblemente, la solvencia económica es decisiva para que una mujer permanezca en una relación violenta. Pero muchas mujeres con solvencia económica (al menos aparente) permanecen en estas relaciones por miedo a traicionar el mito del amor romántico y a “fracasar como mujeres” ante la sociedad. Además, la forma particular de abuso sistemático que implica la violencia machista da origen a una dependencia psicológica entre las víctimas y sus agresores.

El Modelo Walker

Según el Modelo Walker, que se usa desde 1987 para explicar por qué las mujeres permanecen con sus agresores, el ciclo de violencia machista se divide en tres etapas:

I. Tensión. El agresor se muestra hipersensible y empieza a molestarse por cualquier detalle, mientras que ella busca excusas para su comportamiento. En esta etapa se producen agresiones menores como insultos que ocasionan ansiedad y depresión de la mujer.

Formas de abuso como el gaslighting (decirle a la víctima que exagera, que sus recuerdos no son precisos o que sus emociones no están justificadas) son muy frecuentes, así como escenas de celos y de violencia económica.

Según la psicóloga Sabina Deza Villanueva, “en muchos casos, la mujer llega a un estado de debilitamiento y depresión que la llevan a una consulta psiquiátrica, en la que la medican con psicofármacos y no se llega al fondo del problema”.

II. Agresión. La tensión desemboca en un episodio agudo de violencia. Comienza con golpes o pellizcos “jugando” y avanza paulatinamente hasta agresiones más serias como golpes directos, violencia sexual, amenaza con armas blancas y, en los casos extremos, feminicidio. Cuando esto ocurre por primera vez muchas mujeres denuncian, pero la violencia se escala de manera abrupta si intentan dejar al agresor.

De acuerdo con Deza, “los agresores generalmente culpan a las compañeras de la aparición de esta segunda fase. Sin embargo se ha comprobado que los agresores tienen control sobre su comportamiento violento y que lo descargan selectivamente sobre sus esposas. Por lo tanto, el agresor es el único que puede detener este episodio. Cuando termina la golpiza, generalmente ambos se sienten confusos y la mujer sufre un fuerte trauma o conmoción. Permanece aislada, deprimida, sintiéndose impotente y casi nunca busca ayuda. Además, sabe que difícilmente la policía o las leyes la protegerán. Si se considera una intervención profesional en esta fase, debe considerarse que la mujer está muy atemorizada y que probablemente cuando regrese a casa será golpeada de nuevo, por lo que será difícil que acepte ayuda en ese momento.”

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III. Luna de miel. Luego de la agresión viene un periodo de arrepentimiento cuando el agresor se muestra cariñoso, amable y generoso, lo cual estrecha la relación de dependencia de la víctima. En este punto muchas mujeres deciden quedarse con su agresor.

Según Deza, “los valores tradicionales que las mujeres han interiorizado operan en este momento, como reforzadores de la presión para que mantenga su matrimonio. Es entonces cuando la mujer retira los cargos, abandona el tratamiento y toma como real la esperanza de que todo cambiará.”

Por lo general, cada vez que este ciclo se repite, se acorta la duración de cada etapa, de modo que las mujeres se ven obligadas a desarrollar estrategias para sobrellevar la violencia y el maltrato que experimentan cada vez con mayor frecuencia. Como es natural, las lesiones psicológicas tienen a producir depresión, baja autoestima y ansiedad en las víctimas.

En 1967 el psicólogo Martin Seligman propuso el término “indefensión aprendida”, para referirse a la condición de una persona o animal que opta por comportarse pasivamente ante la sensación de pérdida de control y de impotencia. En 1989 Leonor Walker empleó el mismo término para explicar que “las mujeres golpeadas no intentan dejar la situación de maltrato —incluso cuando un observador externo piense que es posible escapar— porque no pueden predecir su propia seguridad y creen que nada de lo que ellas o cualquier otra persona haga puede alterar sus terribles circunstancias”. A la indefensión aprendida se suma que muchas víctimas de violencia doméstica sufren cuadros de estrés postraumático que dificultan aún más la ruptura del ciclo de agresión.

La adaptación a la violencia

Maltrato contra la mujer.
Maltrato contra la mujer.
Foto: Departamento de Servicios Sociales Públicos

Deza señala que el “síndrome de adaptación paradójica a la violencia” consiste en que la víctima adopta un vínculo afectivo con el maltratador que la lleva a aceptar su arrepentimiento e incluso a retirar las denuncias ante la justicia. Este síndrome tiene cuatro fases:

I. Fase desencadenante. Se refiere a la primera agresión, con la cual la relación deja de ser un espacio seguro para la víctima.

II. Fase de reorientación. Consiste en “una sensación de inseguridad en un lugar que se supone fuente de confort y seguridad (el hogar), unida a la sensación permanente de miedo y de incertidumbre ante el hecho de que la amenaza provenga de alguien que ella eligió para compartir su vida, provoca desorientación e incertidumbre en la víctima.”

III. Fase de afrontamiento. “La víctima intenta afrontar la situación, lo que dependerá de sus propios recursos, del apoyo social disponible y de su estado psicofisiológico en general. Al producirse las agresiones sin ningún orden prefijado, la víctima no puede desarrollar estrategias de control, aumentando la sensación de incertidumbre y confusión”.

Este mito presenta al amor romántico como un sentimiento deslumbrante que le da sentido a la vida de las mujeres.

IV. Fase de adaptación. La víctima se adapta a la violencia del agresor. Siguiendo a Deza, “ante la incapacidad de hacer uso de sus propios recursos o solicitar ayuda, aprende que la situación seguirá haga lo que haga (indefensión aprendida), lo que la llevará a desarrollar un vínculo paradójico con el maltratador, mediante un proceso de identificación traumática, a través del cual sólo aceptará sus aspectos positivos (arrepentimiento, excusas, promesas, etc.), desechando los negativos y desplazando la culpa hacia elementos externos al maltratador”.

Cuando las feministas decimos que el caso de Marcela González es paradigmático, lo decimos porque desde hace décadas psicólogas feministas han estudiado los procesos y efectos de las agresiones machistas dentro de las parejas. Al entender estos procesos es claro que las mujeres no “quieren” ni “permiten” las agresiones, sino que experimentan un cuadro de violencia psicológica sistemática donde las agresiones físicas son la punta del iceberg.

La violencia machista es un asunto de salud pública que se sostiene gracias a los prejuicios machistas de una sociedad que excusa a los agresores y revictimiza a las mujeres que se atreven a denunciar. Como sociedad somos responsables por el trato que les damos a las víctimas y la forma como recibimos sus testimonios es un mensaje para todas las mujeres que en estos momentos están considerando buscar ayuda. Es nuestra responsabilidad informarnos sobre estos patrones de abuso para divulgarlos, reconocerlos y darles a las mujeres y niñas las herramientas necesarias para que logren escapar de estos ciclos de violencia.

*Feminista caribe-colombiana, columnista de El Espectador y El Heraldo en Colombia y de Sin Embargo en México, co-conductora de Estereotipas.com., filósofa y artista Visual de la Universidad Javeriana con maestría en Literatura de la Universidad de Los Andes. @Catalinapordios

 

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