El presidente y su equipo han logrado algunas cosas y anunciado muchas más; por eso no se ha cumplido las expectativas, pero tampoco los temores.
Hernando Gómez Buendía*
Este gobierno ha hecho mucho menos de lo que temían sus adversarios, pero también mucho menos de lo que esperaban sus partidarios.
Más allá de los discursos, los anuncios y los nombramientos, las medidas tangibles que afectan a la gente han sido en su orden el alza de los precios de la gasolina, la estabilización de las tarifas de energía, la reforma tributaria, la ley de orden público y la reapertura de relaciones con Venezuela.
Estas medidas no son revolucionarias. Más todavía: eran inevitables. Petro, en efecto, heredó un hueco del 3 % del PIB en el Fondo del Petróleo, una metodología que disparaba las tarifas de energía y, sobre todo, un déficit fiscal de grandes proporciones que se remonta a la Constitución del 91. Duque, de encima, le dejó cerrada la puerta con el ELN y a Colombia como el gran enemigo de Maduro.
Visto de esta manera, el gobierno de Petro se ha limitado a hacer las cinco cosas que tenían que hacerse.
Tres de esas cinco medidas parecen o se ven como izquierdistas, pero solo lo son en el país archiconservador que es Colombia. Primero: tenemos un sistema tributario regresivo, en una de las sociedades más desiguales del mundo; por eso, los expertos y organismos multilaterales apoyaron el proyecto de Petro. Segundo, la ley de orden público se limita a prorrogar las facultades del presidente para adelantar diálogos de paz. Y tercero, tener embajador en Caracas es un acto de sentido común.
Si se lo juzga por los hechos cumplidos, habría entonces que decir que no ha pasado casi nada. Se ha mantenido la ortodoxia en el manejo de la macroeconomía y, lo que llega más al fondo, se han respetado el Estado de derecho, la separación de poderes y las garantías para la oposición. Tenemos una izquierda dentro del sistema, no una izquierda antisistema.
Pero Petro y su equipo han dicho más de lo que han hecho y han anunciado más de lo que han propuesto, algo así como una enciclopedia de reformas ambiciosas y en general confusas, la agraria, la laboral, la pensional, la de ciencia, la del ministerio de la igualdad, la de salud, la de la Policía, la política, la de justicia, la educativa, la de transferencias sociales, la de la paz total, la cultural, la de la extradición…
Si se lo juzga por los hechos cumplidos, habría entonces que decir que no ha pasado casi nada. Se ha mantenido la ortodoxia en el manejo de la macroeconomía y, lo que llega más al fondo, se han respetado el Estado de derecho, la separación de poderes y las garantías para la oposición.
El gabinete es una mezcla de técnicos ortodoxos y militantes en causas sociales que se pisan los callos y nos confunden a cada rato. Y el presidente es un ideólogo de oficio, la versión colombiana del tercermundismo utópico que acierta o más o menos en sus críticas al capitalismo global, pero no tiene la más pálida idea de que cómo vamos a competir en ese orden global.
Por eso el punto hoy débil de Petro es la industria petrolera, que no sabemos si él piensa que es la vaca lechera o el enemigo debemos extirpar. Por eso su insistencia trasnochada en repartir la tierra, cuando en el mundo manda la tecnología. Por eso el riesgo de desplantes internacionales inútiles, como exaltar la coca o no votar con los gringos en la ONU. Por eso el riesgo de que la realidad (oleada invernal, inflación importada, física falta de recursos…) impida que se cumplan sus promesas, las masas lo empujen, Petro se radicalice y acabemos en una pesadilla.
Por eso el riego de elegir un presidente que llama “enemigo interno” a esos formalismos aburridos que constituyen el Estado de derecho.