Esta vez los movimientos sociales y la ciudadanía en las calles decidieron la elección del presidente. Es una oportunidad histórica para enriquecer nuestra democracia, pero también es un riesgo para nuestra democracia. Esta es la encrucijada de Colombia.
María Emma Wills O*
Un momento de esperanza
La elección de Gustavo Petro tiene muchos significados para un país como Colombia.
Además de dejar en claro que la izquierda puede alcanzar los más altos cargos del gobierno nacional por la vía electoral, muestra la posibilidad de que la protesta social se transforme en una manifestación en las urnas a favor del cambio.
Los movimientos que componen el Pacto Histórico, los jóvenes que salieron a protestar y después votaron por su candidato, y los ciudadanos y ciudadanas que lo respaldaron, esperamos, ojalá, que los nuevos gobernantes “no nos fallen”. Muchas son las esperanzas puestas en lo que alcancen a cumplir en estos cuatro años el nuevo presidente, su gabinete y su bancada en el Congreso.
Economistas de distintas vertientes ya han señalado que Petro asume cuando la “olla está raspada” y la economía mundial se encuentra en recesión. A estos desafíos que fiscales para el nuevo gobierno, se suman otras turbulencias de índole más política que también afectan el arte de gobernar.
La movilización como fuerza de democratización
Cada tanto tiempo, las democracias atraviesan momentos tumultuosos.
Las personas se toman las calles para vocear reclamos e indicar su frustración. Con estas manifestaciones, los partidos, encargados de representar los intereses y esperanzas ciudadanas, muestran sus límites. Por la fractura en la representación entre partidos y ciudadanía, la gente decide manifestarse y llevar a la esfera pública lo que los partidos han sido incapaces de recoger y transformar en agenda de gobierno.
La movilización social es entonces un mecanismo para ensanchar la democracia e introducir agendas que los partidos y las instituciones han optado por ignorar. En ese sentido, la participación en las calles, plazas o veredas hace parte del juego democrático porque muestra otros canales para hacer valer la voz ciudadana: aquí estamos, aquí existimos, aquí enunciamos los derechos y las nociones de buena vida que nos constituyen.
Las protestas envían mensajes contundentes a los partidos y a los gobernantes y proponen nuevos valores y nuevas maneras de entender viejos derechos. Se constituyen así en escuelas políticas para sus integrantes y en fuerzas históricas para incidir en los destinos de una nación. Quienes los componen manifiestan su voluntad, no de mirar pasivamente, sino de hacer historia.
Así lo han hecho por ejemplo los movimientos feministas, sean los sufragismos de comienzo de siglo XX o los más contemporáneos; o los movimientos de los trabajadores reclamando los derechos a un trabajo y una vida digna; o las corrientes ambientalistas y los organizaciones étnicas que han cambiado nuestras nociones sobre la trilogía desarrollo, civilización y naturaleza, y han reclamado un trato cuidadoso y justo para ríos, páramos, mares y selvas y para todos sus habitantes; o las movilizaciones recientes en Chile o aún en Colombia donde convergen distintos sectores alrededor de proyectos de sociedad más integradores.
En los casos anteriores, el destino de estos esfuerzos organizativos ha culminado en olas de democratización que han expandido derechos y formas de comprender la vida en común. Pero éste no es necesariamente siempre el caso.
Los límites de la movilización y la participación
A los tiempos de la imaginación social en las calles, le sigue luego un momento de gobernanza. Se trata de traducir a los campos normativos, legales y de las políticas públicas, las esperanzas y reclamos expresados por las gentes en la esfera pública.
A veces esa traducción exige varios intentos, o nunca llega, o vive olas de avance y de repliegue, o da lugar a épocas oscuras cargadas de enormes sufrimientos.
Por ejemplo, el derecho a decidir libremente sobre la maternidad arduamente conquistado por las mujeres en Estados Unidos recibió un golpe artero con el nuevo fallo de la Corte Suprema de Justicia mientras, en Colombia, Causa Justa logró un salto significativo hacia adelante cuando la Corte Constitucional expidió una nueva sentencia que despenaliza el aborto hasta la semana 24.
En otras ocasiones, después de enormes sacrificios y luchas, una movilización enfocada en un cambio de régimen termina inesperadamente en un lugar autoritario, como ocurrió con la primavera árabe en Egipto o, por el contrario, como en Chile, con una apertura, una constituyente y un cambio de gobierno.
Estos distintos ejemplos hacen palpable la enorme indeterminación del mundo político en épocas de turbulencia y ponen de manifiesto que, en estos períodos de movilización social, “se hace camino al andar”.
El resultado no solo depende de la fuerza acumulada y la habilidad de los liderazgos sociales. El punto de culminación también surge de los reconocimientos que los liderazgos sociales otorguen a las instituciones y a los políticos, a los funcionarios y a los expertos en los campos jurídicos, económicos y culturales, y a su capacidad de urdir alianzas y acumular fuerzas con ellos. Es decir, depende de los procesos de articulación política fraguados con esmero en el día a día de las dinámicas de la movilización social y la representación política.

La paradoja democrática
Las movilizaciones son alimentadas por reclamos no atendidos por partidos e instituciones, y pueden culminar tanto en avances democráticos como en lugares oscuros y tristes.
Paradójicamente, para que la indeterminación política desatada por las movilizaciones no desemboque en situaciones autoritarias, las mismas instituciones que han dado lugar a la frustración y al reclamo tienen que ser protegidas, rodeadas, robustecidas y orientadas para que efectivamente respondan a las expectativas ciudadanas. Es decir: tienen que mostrar su mejor cara.
Son esas instituciones laboriosamente decantadas en luchas y reflexiones las que pueden por un lado proteger el pluralismo social, cultural y político que distingue la democracia de otros regímenes, y por otro, bajo un liderazgo con buen tino, responder a los reclamos ciudadanos.
Pero la movilización puede también encausarse hacia la destrucción o la suplantación tanto de las instituciones como de la dimensión representativa de la democracia. En casos así, la dinámica tiende a culminar en democracias iliberales –sin separación de poderes, sin Estado de derecho, sin garantías para el disenso— o en regímenes abierta o solapadamente autoritarios, como ha ocurrido en distintos países del mundo.
Los dilemas de Petro
Por su experiencia como congresista y como alcalde, Petro entiende que entre el momento de enunciación de una agenda de cambio y su concreción, existen múltiples mediaciones y transacciones. Por esa razón, lograr convergencias toma su tiempo y exige el difícil arte de transar sin perder el norte. El presidente sabe que en su ruta hacia la cristalización de su agenda va a encontrar escollos, a veces marrulleros y legalistas; otros abiertos y argumentados; y unos cuantos solapados y poderosos.
Para navegar esas oposiciones, tiene algunas ventajas: unas fuerzas importantes en el Congreso y una capacidad de argumentación asombrosa. Sabe cuál es su norte y lo enuncia con diáfana claridad.
También, en reuniones recientes, ha anunciado que para afrontar esas oposiciones va a apelar a la movilización social, como lo hizo en el encuentro que sostuvo con los congresistas de la Alianza Verde luego de su victoria electoral y unos días después, en la ceremonia de posesión étnica, popular y espiritual el 6 de agosto en Bogotá. En esta ocasión, afirmó que él, su “Presidente […] los convoca a organizarse” e invitó a los allí presentes a “unificar [al pueblo] en medio de la diversidad, a conectarlo, a conectarse entre sí… para lograr poder, porque el poder no es solamente ese escritorio que está allá en esa oficina sin ventanas que es la oficina del Presidente. El poder está es aquí. El poder es la misma sociedad en su base…”.
Más adelante, en esa misma intervención, Petro reconoció que las dos lógicas, la participativa y la representativa, deben conservar su autonomía y complementarse sin confundirse.
Sin embargo, como lo muestran los ejemplos históricos mencionados a lo largo de este artículo, alcanzar esa complementariedad no está inscrita en el ADN de las dinámicas movilizadoras. Depende de lo que los liderazgos sociales, políticos e institucionales tejan en sus encuentros y desencuentros, convergencias y divergencias, acercamientos y rupturas.
En ese mundo heterogéneo de distintos liderazgos, existen corrientes radicales de lado y lado. En el campo de la pro-participación, las corrientes más extremas creen que lo participativo puede suplantar o hundir lo representativo, mientras, en el otro extremo, los pro-representación más drásticos sospechan de la participación ciudadana en las calles y buscan regularla y domesticarla, así sea recurriendo a la fuerza, como lo vimos en la explosión social bajo el gobierno Duque.
En medio de esas aguas tumultuosas, a Petro le toca navegar esas tensiones y alcanzar lo que él proclama: el diálogo y la complementariedad entre las dimensiones participativas y representativas. Esperemos que él y su equipo más cercano así como su fuerza política, atinen a proteger ambas lógicas, sin sacrificar ninguna, para que el país avance hacia la paz total de la mano de y no a costa de la democracia colombiana.