Análisis del discurso del presidente Gustavo Petro y lo que muestra sobre su visión del mundo, su manera de ver la política, sus estrategias, sus ambigüedades, sus limitaciones y su aterrizaje en la realidad.
Ricardo García Duarte*
Un giro de tuerca
El presidente Petro, después de 8 meses, optó por un giro radical: cambiar casi la totalidad del gabinete ministerial. Él argumenta que quiere un gabinete más homogéneo y a la vez desea hacer un llamado a las masas para que se movilicen a respaldar su programa.
Lo que espera el presidente es afianzar la bandera del cambio y, en ese sentido, centrar el poder. Sin embargo, en Colombia el poder es esquivo, dividido en ramas y no centralizado.
Desde la campaña hasta el ejercicio de gobernar, el mandatario mantiene un hilo conductor en el discurso: el del cambio. Se trata de una construcción ideológica e intelectual que resume las pocas posibilidades del país.
El presidente dio un discurso el primero de mayo desde una ventana en la Plaza de Armas, el cual contiene cuatro elementos: el de la identidad política, el del relato construido y sus imaginarios, el estratégico y el de la realidad:
- El primero tiene que ver con el cambio y las reformas,
- El segundo con la sociedad de los privilegios y sus artilugios,
- El tercero con la movilización del pueblo como motor de las transformaciones, y
- El cuarto con el polo a tierra, al mencionar la necesidad del diálogo y los acuerdos en política.

La identidad y el cambio
Desde la campaña hasta el ejercicio de gobernar, el mandatario mantiene un hilo conductor en el discurso: el del cambio. Se trata de una construcción ideológica e intelectual que resume las pocas posibilidades del país.
La triste realidad es hasta ofensiva. En Colombia ocurrió que el ideal del cambio tuvo tanta fuerza que legitimó cualquier horizonte distinto de cualquier tipo de gobernanza anterior. Por eso, Petro busca con ahínco los cambios a través de las reformas.
Lo curioso es que el presidente piensa que el Congreso debería ratificarlas todas solo porque fueron “aprobadas” con los votos que lo llevaron a la presidencia. Una idea ingenua que desconoce el Estado de derecho y el equilibrio de poderes.
De todas maneras, Petro logró construir la identidad de su figura asociada con la idea del cambio. Ahora se empeña en rematar lo que prometió. El presidente dice: “Prometí el cambio y ahí están las reformas”.
Y, aunque parece razonable, es indiscutible que las reformas necesitan ajustes, a pesar que el presidente no lo crea. Hay que entender que los cambios son complejos, con tecnicismos y detalles, por lo que deben ser estudiadas con rigor.
Los imaginarios, el relato y la conjetura
Petro tiende a incorporar creaciones imaginarias para afinar un relato que penetre tanto en la lógica racional como en la zona emocional.
Él atribuye las dificultades de sus reformas a las acciones de otros: “Los liberales, que se habían comprometido a luchar por las reformas sociales, se echaron para atrás, porque los dueños del capital presionaron a uno de sus mayores voceros, el expresidente Gaviria”.
En este caso, el discurso se torna conjetural y al mismo tiempo no reniega de un sesgo conspirativo. Las cosas suceden como si hubiese una presencia no pública, más bien fantasmal, de fuerzas incontrolables que se oponen al cambio. Claro, al relato imaginado no le faltan visos de verosimilitud, hay que admitirlo. Al menos por la naturaleza que exhiben los dueños de las EPS, muy vinculados al gran capital.
Aunque hay que reconocer que la acusación no resulta muy coherente con el hecho de que ese mismo capitalismo egoísta y reactivo aceptó la reforma tributaria, sin conspirar, a pesar de que lo castigaba.
Al final, ese relato construido ensancha su marco de influencia, con las referencias negativas que el presidente hace a los “privilegiados”, a los “herederos del régimen esclavista”, dos expresiones reiteradas en el discurso.
Señalamientos que superponen el pasado donde el poder se heredaba de generación en generación y el presente donde solo unos privilegiados tienen voz real. De esta manera el presidente pide con un halo de romanticismo revolucionario y un dejo de orfandad: “no nos dejen solos ante la jauría de privilegiados”.
La movilización del pueblo
Si los privilegiados conspiran contra las reformas, si los políticos tradicionales se dejan presionar, no le queda otra salida al mandatario que la de apelar al pueblo. La convocatoria, es decir, citar públicamente a las masas, incluye una estrategia argumentativa, una simbólica y otra destinada a traducirse en acción práctica.
Cuando Petro habla de la presencia del pueblo y lo cita al pie del balcón presidencial, espera que su palabra, al mismo tiempo, sea acción. Es algo que pondría en evidencia lo afirmado por Austin, quien destacaba el carácter performativo del lenguaje, aspecto revelador por el que una palabra o una fórmula verbal es a la vez un hecho.
Pero, al mismo tiempo, el mitin o la manifestación son el momento ideal para promover una estrategia política, la de la movilización en la calle: “el pueblo no puede dormirse. No basta con ganar en las urnas, el cambio implica una lucha permanente”.
Petro se deja llevar por el vuelo de sus palabras, de modo que, tratándose de una movilización, no le son ajenos aquellos ecos del caudillo Gaitán, los que sugieren arrojo en la actitud, pero también comunicación íntima con la masa: “llegaremos hasta donde las decisiones populares quieran; si quieren ir más allá, llegaremos más allá”.
Pero, en ese vuelo inspirado, no olvida dejar consignadas las limitaciones del pueblo, o de él junto al pueblo: “no iremos un metro más, ni un metro menos de lo que el pueblo quiera”.
Al final Petro llama con cierto arrebato a que el pueblo trabajador se configure como “la primera línea de la lucha por las transformaciones”.
Pero el pueblo no se moviliza con el entusiasmo y la amplitud que él espera, una circunstancia que parece devolverlo a la cruda realidad, a la pesadez cotidiana de la política.
El principio de la realidad
Como las movilizaciones no van a llegar, al menos no en la magnitud esperada, y como una revolución tampoco se vislumbra en el horizonte, al gobernante le toca lidiar con los obstáculos que impone un sistema aletargado y con las limitaciones propias de la división de poderes.
Está obligado a entenderse con los congresistas, a ese juego en el que intervienen bancadas y grupos portadores de intereses y perspectivas disímiles.
Es el mundo concreto de la política en el que hay que construir acuerdos, después de recorridos complicados, de procesos tan dispendiosos que hacen exclamar al gobernante, como lo ha hecho Petro, entre conformista y enervado: “nunca pensé que el cambio fuera tan difícil”.
Después de insistir en la movilización, acabó por admitir que “no hemos dejado la bandera de la concertación. No estamos alejados del diálogo, porque éste es lo único que distingue al ser humano del animal”.
Como las movilizaciones no van a llegar, al menos no en la magnitud esperada, y como una revolución tampoco se vislumbra en el horizonte, al gobernante le toca lidiar con los obstáculos que impone un sistema aletargado y con las limitaciones propias de la división de poderes.
Un diálogo que no solo es encuentro de ideas, sino posibilidad de consensos, para avanzar en transformaciones que sean compartidas por actores que cediendo algo, también propongan ganancias para el conjunto.
En los momentos de un viraje en el gobierno, el orador político introduce conjeturas y exageraciones, imaginarios y simplificaciones, al lado del razonamiento lógico y lo hace sobre todo para consolidar adhesiones y confirmar sus propias verdades.