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Paro nacional: por qué marchar, por qué luchar

Escrito por Fanny Arboleda

Los niños pequeños lloraban porque no habían tomado un agua de panela. A veces, oía balaceras. Un día, una granada sacudió mi casa de madera.

Fanny Johana Arboleda Solís*
“No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”.
—ChocQuibTown
Somos los prietos

Historia personal de Colombia

Años atrás, me tocó vivir la pobreza extrema: el hambre, la violencia debida al conflicto armado, un techo roto y las calles inundadas en las temporadas de puja o aguaje, que bloqueaban el paso hacia el colegio.

Recuerdo llegar motivada a las clases de informática y no poder tocar un computador porque lo compartían dos o tres personas al tiempo. No podía entrar al laboratorio de química: no había suficientes recursos.

Sé que es llegar a casa después de una jornada larga de estudio, no encontrar nada en la mesa y, con actitud, perseverar en las tareas para el día siguiente.

Vi vecinos con hijos pequeños que lloraban a las cinco de la tarde porque no habían tomado un agua de panela. Pasé navidades sin regalos y ni siquiera ropa para estrenar, cuando se supone que es “la ilusión de todos los niños”. Mientras, oía balaceras.

El estruendo de una granada sacudió mi casa de madera. Aturdidas, corrimos hasta escondernos debajo de una cama, mis sobrinas de cinco y ocho años junto conmigo. Me tocó vivir el acoso sexual de algunos paramilitares que vivían en el pueblo.

Salía corriendo del parque con mis amigos por los tiroteos entre grupos armados. ¡Era el único “parque” que teníamos! Había algunas sillas de cemento ya deteriorado, unas gradas, una pequeña cancha y una caseta.

Foto: Acacías Web - .Que cese la violencia es otra de las razones para marchar.

Volver atrás para avanzar

Estas son anécdotas de hace muchos años; sé que muchos las han vivido: niños, adolescentes y jóvenes de Guapi y de todos los rincones de Colombia, donde el Estado hace muy poca inversión social en educación, salud o cultura.

Vi vecinos con hijos pequeños que lloraban a las cinco de la tarde porque no habían tomado un agua de panela

En otras palabras, las condiciones de vida no son dignas. Hemos oído decir muchas veces que “¡el pobre es pobre porque quiere!”, “échale ganas”, “a todos nos toca duro”. Pero es el momento de preguntar por estas condiciones precarias y por nuestra responsabilidad común.

El camino es la garantía de oportunidades, oportunidades incluyentes, oportunidades con enfoque diferencial, que se apliquen en acciones afirmativas. En mi experiencia como educadora, me ha tocado oír casos cercanos; he acompañado el llanto de los padres de familia y sus hijos por la misma situación que viví yo.

Pero me considero afortunada: conocí personas maravillosas que guiaron mis pasos, que me ayudaron a romper esa atadura de la opresión —ese yugo que corta los sueños y que separa la calidad de vida de la supervivencia—. Esto que me mantuvo por mucho tiempo en un triste estado de vulnerabilidad es lo mismo que hoy sigo observando —desde algunas comodidades—.

Una oportunidad de avanzar y convertirme en una profesional, de hecho, la única profesional de mi familia… Una docente por vocación que vio la oportunidad de ayudar a otros a través de la educación.

Profesionales en sobrevivir

En Colombia ser profesional no es garantía de nada; tener un trabajo digno se ha convertido en una carrera —que a veces no acaba—. Las universidades abren convocatorias de 30 cupos para 3000 aspirantes. Los profesionales egresados compiten por ofertas laborales donde priman la experiencia, la formación complementaria y los contactos sociales, no sus carreras.

En ese sentido, hay que dudar de eso de que “en Colombia es un privilegio estudiar, trabajar y tener una vivienda”. ¡Se supone que es un derecho!

Muchos educadores no han retomado actividades y se interrumpieron numerosos programas de primera infancia. Muchos niños no pudieron seguir estudiando porque su vereda no tiene medios tecnológicos o porque su docente fue despedido por falta de presupuesto.

Durante la pandemia muchos han sufrido; varios perdimos nuestro empleo. Muchos empleados no viven; apenas sobreviven en una economía que se apaga entre las malas decisiones gubernamentales y los gastos que no benefician al territorio.

Empatía y una paz posible

Como mujer emprendedora, he logrado sostenerme gracias al proyecto TEXCAL, que también ha sido golpeado por la situación actual de Colombia y, ahora, por el paro nacional.

Por todo lo dicho hasta ahora, tuve que cerrar el local y pausar un sueño que he venido construyendo con mucho esfuerzo, entrega y compromiso. ¿Cuántos empresarios están pasando por lo mismo? En muchas ocasiones he visto y oído a personas que argumentan por qué no protestarán: unos hablan desde su comodidad; otros, desde el miedo; algunos consideran que es perder el tiempo.

¿Dónde está su empatía? Siempre les he respondido: que sus privilegios o comodidades no maten la magia de la empatía.

En Colombia ser profesional no es garantía de nada; tener un trabajo digno se ha convertido en una carrera —que a veces no acaba—.

La empatía también transforma. Este panorama me afecta con dureza. Precisamente, ese es el motor que me impulsa a salir a las calles a manifestarme, a reclamar mis derechos y a garantizarles un mejor futuro a mi hijo y a todos aquellos que pasan por mis manos como trenzadora, por mi pedagogía como docente, por mi vida como artista.

Estoy cansada de estar en un país que mata con balas y —también— con hambre, olvido, opresión. Colombia mata con el poder de las palabras, con la repetición de viejas violencias y con la ausencia de oportunidades para la luchar unidos, entre hermanos.

Parece un país indolente, que ha invertido más en la guerra que en la educación y la salud. Es un país que oprime el corazón de su gente y mata sueños.

Marcho e invito a salir a las calles porque creo profundamente en el cambio; porque estoy segura de que el camino es la paz y de que la paz se construye desde las acciones, desde la resistencia, desde el trabajo colectivo para tejer esperanza y formar mejores condiciones de vida.

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