Pocas cosas son tan universales como el sufrimiento humano. Sin embargo, las reacciones que han suscitado los hechos recientes en Israel y la Franja de Gaza, develan lo arraigada que está una suerte de economía moral del sufrimiento en el debate público colombiano. Esta economía moral consiste en los criterios con los que se atribuye validez a determinados sufrimientos y a otros no, o legitimidad que se le otorga a determinados usos del terror la cual va casi siempre acompañada de un afán incontenible por opinar y tomar partido.
Las acciones emprendidas por Hamás contra Israel marcan el inicio de la cuarta Intifada (levantamiento o rebelión). A la primera, que inició en 1987 y terminó con los acuerdos de Oslo entre 1993 y 1995, le sucedieron dos capítulos más. El segundo de ellos conocido como la Intifada de Al Aqsa transcurrió entre el 2000 y el 2005 y condujo a Hamás a la victoria en las elecciones del 2006. Por último, la tercera Intifada también conocida con la Intifada de los Cuchillos, fue la respuesta al reconocimiento, por parte del entonces presidente Trump, de Jerusalén como la capital del Estado de Israel. Contrario a las dos primeras, la tercera intifada fue corta y no pasó de ser una oleada de protestas.
Al margen del análisis de los actores, los intereses y los escenarios posibles, estos hechos y los que están por venir nos ponen frente a dilemas morales en asuntos tan profundos como la justicia, la venganza y la violencia. Nos recuerdan además que la realidad, en particular las realidades de la guerra están llenas de matices y de complejidades. Para quienes se han inscrito en las barras bravas de uno o de otro lado, lo más cómodo es evadir las preguntas difíciles. ¿Es equiparable la violencia de Hamás con la de Israel? ¿Es justificable una matanza? ¿En qué condiciones y bajo que criterios es legitimo matar a otro? ¿Es posible ser neutral cuando se opina con seriedad sobre un conflicto de más de cien años marcado por la desproporcionalidad y la asimetría de poder?
Es posible apoyar la causa palestina y a la vez condenar el ataque perpetrado por Hamás. Se puede reclamar el fin de la ocupación israelí en territorios palestinos y el pleno de reconocimiento de un estado palestino a la par que se repudia el asesinato y el secuestro de civiles. De la misma manera, el terrorismo de Hamás no opaca la violencia sistemática, permanente y generalizada a la que son sometidos a diario los palestinos por el sistema colonial que ha implementado Israel a través de su política de asentamientos irregulares en territorios ocupados.
Ahora bien, ambas violencias son condenables, pero no son violencias equiparables. Mientras que Hamás es una organización terrorista con amplias redes de apoyo que operan bajo la sombrilla de la ayuda humanitaria, Israel es un Estado formalmente reconocido. Sin embargo, es un estado que opera por fuera de la legalidad, en contravía de las múltiples resoluciones de las Naciones Unidas sobre la cuestión palestina, usuario recurrente de la tortura y de los bombardeos indiscriminados. Hechos ampliamente documentados por instancias y organismos internacionales.
De la misma manera en que no se puede equiparar la muerte de un civil con la de un combatiente, ni desde el punto de vista moral ni desde el punto de vista del DIH, no se pueden medir con la misma vara los actos de un grupo de terrorista y los de un estado. Son esas fronteras de la legalidad las se supone sustentan el orden internacional en tiempos donde los conflictos armados se multiplican o recrudecen en un escenario global crecientemente inestable. Son estos limites, hoy inexistentes en la cuestión palestina, los que definen el derecho de la guerra y los que diferencian el ejercicio de ésta de una simple matanza.
Palestina necesita un estado independiente, un lugar bajo el sol en el cual los palestinos puedan llevar las riendas de su destino bajo el principio de autodeterminación de los pueblos. Algo imposible bajo un estado de cosas en el que los suministros de agua, de electricidad, y la movilidad entre otros aspectos de la vida cotidiana están determinados por el dominio israelí. Una autentica forma de “necropolítica” como la define el filósofo Sudafricano Achille Mbembe: ciudadanos que no lo son y cuyas vidas en los territorios ocupados, son en realidad muertes en vida.
Nada resulta tan engañoso como la pretensión de neutralidad y de corrección política cuando hay injusticias y muertes de por medio. No obstante, un ejercicio mínimo de honestidad intelectual es poner nuestros sesgos sobre la mesa cuando pretendemos juzgar el dolor ajeno, más aún si nuestra relación con ese sufrimiento está mediada por lo que nos enteramos a través de la televisión o de las redes sociales.