Colombia es un país más pobre, más inseguro y menos democrático de lo que era el 7 de agosto de 2018. Unas pocas luces y muchas sombras es el legado de un presidente que no entendió los cambios del país que gobernaba.
Laura Gamboa*
Más pobres, más violentos, menos democráticos
A pesar de algunos aciertos en el manejo de la pandemia, el actual mandatario deja al país peor de lo que lo encontró. Colombia es hoy un país más pobre, más inseguro y menos democrático de lo que era en agosto de 2018.
Contrariamente a lo que declaró al instalar el nuevo congreso, la Colombia que deja es más pobre antes.
Según el DANE, la pobreza monetaria aumentó de 35 % en 2018 a 39 % en 2021, con un pico de 42,5 % en 2020. Es decir, mientras que en 2018 había 13.073.000 colombianos en situación de pobreza monetaria, la cifra en 2021 fue de 19. 621 330. Una diferencia de más de seis millones.
Aunque la pandemia exacerbó las cifras de pobreza, lo cierto es que estas venían en aumento desde la posesión del presidente.
De acuerdo con el balance de la Fundación Ideas para la Paz, durante el último cuatrienio vimos el fortalecimiento de grupos armados al margen de la ley como el del ELN, el Clan del Golfo o las disidencias de las FARC.
Hubo además un aumento del 7 % en la tasa de homicidios, del 105 % en el número de masacres, del 24 % en el número de casos de confinamiento y desplazamiento forzado y un total de 930 líderes sociales asesinados.
Con estos indicadores, la democracia quedo afectada en el gobierno de Duque. Como se puede ver en la siguiente gráfica, su antecesor se despidió con los niveles más altos de democracia de la historia colombiana:

Aunque seguimos siendo un país significativamente más democrático que hace diez años, esos índices disminuyeron sin duda bajo el gobierno Duque. Según el proyecto internacional V-Dem que mide distintas dimensiones de la democracia, la democracia liberal en Colombia disminuyó un 13 %.
Incapacidad de imaginar un país diferente
Estos déficits son en buena parte resultado de la falta de liderazgo del presidente y de su incapacidad para aprovechar la oportunidad que ofrecía el Acuerdo con las FARC para promover una Colombia distinta.
A diferencia de otras negociaciones, el acuerdo firmado en 2016 entendió la paz de manera comprehensiva. No sólo puso en marcha procesos de desarme, desmovilización y reincorporación, sino que estableció una hoja de ruta para llevar a cabo transformaciones necesarias para profundizar la democracia colombiana y para una paz duradera.
Iván Duque ejecutó esta hoja de ruta de una manera, para decir lo menos, bastante selectiva. Dio prioridad a elementos cortoplacistas afines a la agenda uribista —desmovilización de guerrilleros, presencia militar o erradicación forzada de cultivos ilícitos—, mientras desfinanciaba y obstruía los elementos más transformadores del Acuerdo, como la reforma agraria, la participación política, la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos y los procesos de memoria, justicia y reparación.
Además de eso, el gobierno de Duque puso trabas a las 16 curules para las víctimas del conflicto y obstruyó el arranque de la Justicia Especial de Paz. También se negó a adoptar medidas para proteger la participación política y la protesta pacífica.
Adicionalmente, puso en la dirección del Centro de Memoria Histórica a Darío Acevedo, famoso por negar la existencia del conflicto armado y se negó a asistir a la entrega del informe de la Comisión de la Verdad.
En medio de esta oposición al Acuerdo de paz, Duque fue incapaz de entender los cambios que había desencadenado el proceso de paz. El acuerdo firmado en 2016 disminuyó la visibilidad del conflicto y trajo a colación temas sociales y económicos que la guerra con las FARC había oscurecido.
Con la guerrilla fuera del horizonte, los colombianos empezaron a demandar una representación política más efectiva, que resolviera los problemas de desigualdad, derechos humanos, inequidad de género, racismo y abandono institucional que por décadas habían permeado la realidad nacional.
Duque desfinanció y obstruyo los elementos más transformadores del Acuerdo, como la reforma agraria, la participación política, la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos y los procesos de memoria, justicia y reparación.
Duque no entendió la importancia de responder a esas demandas y cuando los colombianos se movilizaron en las calles con sus peticiones respondió con estigmatización y represión. Como señaló la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su reporte de 2021, la respuesta de este gobierno frente a las protestas masivas estuvo guiada por lógicas del conflicto armado que entienden las movilizaciones no como una forma de participación política sino como una declaración de guerra contra el Estado.
En 2019, 2020 y 2021, el gobierno se refirió a los manifestantes como “vándalos” y “terroristas” y dio un espaldarazo a las fuerzas de seguridad a pesar de la evidencia contundente sobre abusos sistemáticos de la policía y el ESMAD contra cuidadanos en las calles.
El presidente se negó a entablar un diálogo con los líderes regionales y conversó apenas superficialmente con líderes no representativos residentes en Bogotá.
Como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Nicolás Maduro y Daniel Ortega —aunque tal vez con menos éxito—, Iván Duque demostró estar dispuesto a ignorar, modificar o cooptar instituciones democráticas con tal de alcanzar sus objetivos políticos.
Durante su gobierno, ignoró sentencias judiciales y llenó de aliados instituciones independientes y organismos de control que después —como Juan Domingo Perón— les dieron “a sus amigos todo y a sus enemigos, la ley”.
La Fiscalía, por ejemplo, persiguió a funcionarios de la JEP y a periodistas, mientras trataba de cerrar el caso contra Álvaro Uribe por presunta manipulación de testigos.
La Procuraduría, por su parte, suspendió al alcalde de Medellín por presunta participación electoral, mientras ignoraba la participación flagrante del presidente en la campaña política. Ninguna de estas acciones fue fatal para la democracia colombiana, pero hicieron un daño visible.

La maldición del “que dijo Uribe”
Esta falta de visión no sorprende. Líderes elegidos a dedo por caudillos carismáticos normalmente carecen de las cualidades, los incentivos y las herramientas para gobernar efectivamente.
No sólo son, en general, menos ambiciosos, sino que su poder político depende casi enteramente de los vínculos entre el caudillo y la población y, por lo tanto, es más difícil apartarse de la agenda de sus padrinos políticos.
Caudillos como Álvaro Uribe evitan rodearse de personas con capacidad de liderazgo que puedan amenazar su control sobre el movimiento prefiriendo individuos menos ambiciosos, pero más leales. Iván Duque encaja en esta descripción.
En 2017, el joven político había servido menos de un periodo como congresista y casi no registraba en las encuestas, pero había demostrado ser fiel discípulo del expresidente. Se opuso frontalmente a la administración Santos, hizo campaña contra el proceso de paz y declaró devoción absoluta al fundador del Centro Democrático.
Era el candidato perfecto para Uribe. En las elecciones había candidatos conservadores más experimentados como Martha Lucía Ramírez o Alejandro Ordóñez, que coincidían ideológicamente con el expresidente. Su trayectoria y capital político, sin embargo, les hubiera permitido alejarse de la agenda uribista, como hizo Santos en su momento. Duque era una alternativa más segura. Su elección y supervivencia política dependían enteramente del expresidente por lo que era más difícil “traicionarlo”.
Pero seguir la agenda de líderes carismáticos es difícil. Como sugiere la elección de Gustavo Petro, la lectura que hace el Centro Democrático del país no coincide con la realidad colombiana.
Para ejercer una presidencia exitosa, Duque habría tenido que separarse de su padrino político para ampliar su coalición. Sin experiencia o capital político, sin embargo, el presidente no logró despegarse del uribismo más recalcitrante.
Se amarró a una bancada cuyo discurso tiene cada día menos receptividad y no pudo diseñar una agenda propia que respondiera a un país en transformación, muy diferente del que había gobernado Álvaro Uribe.