En estas elecciones muchas candidatas han usado el tema del género como bandera electoral. ¿Por qué debemos sospechar de estos discursos y analizar las agendas y prácticas concretas de cada aspirante?
Sara Tufano*
Más que un debate lingüístico
Este 16 de febrero, la candidata presidencial Íngrid Betancourt fue noticia por sus respuestas en un debate organizado por la Universidad Sergio Arboleda.
La moderadora del debate hizo la siguiente pregunta: “En Colombia, el 86 % de los exámenes médico-legales son por presunto delito sexual hacia niñas y mujeres. ¿Cómo, desde la Presidencia, usted promovería acciones positivas para el cuidado, protección y garantía de la integridad y de la seguridad a las mujeres y a las niñas?”.
Betancourt respondió: “Muchas veces nos damos cuenta, sobre todo en los barrios más populares, que las mujeres que se hacen violar, se hacen violar por gente muy cercana a la familia, o se hacen seguir por delincuentes que siguen su ruta, saben por dónde van a pasar y son depredadores que las están persiguiendo y ellas están totalmente desprotegidas”.
Algunas personas dijeron que la expresión “las mujeres se hacen violar” fue simplemente una traducción literal de la forma gramatical francesa se faire violer. Pero en realidad, el uso de esta expresión muestra un profundo desconocimiento de los debates del feminismo francófono. Desde hace años, las feministas francesas vienen alertando sobre los usos sexistas del lenguaje y advirtiendo sobre la discriminación implícita que contiene esa expresión.
El episodio suscita varias preguntas: ¿era la primera vez que Betancourt se refería en español a la violación? ¿Está preparada la candidata para ser presidenta? ¿Es suficiente elegir mujeres para promover el feminismo?
¿Ser mujer es ser feminista?
La escritora egipcia Nawal El Saadawi afirmó en una entrevista que “para ser feminista no basta con ser mujer”. Según esta autora, las mujeres políticas solo usan el tema de la mujer para hacerse elegir. Y esto es, en efecto, a lo que se ha reducido el feminismo liberal: a romper techos de cristal.
¿Cómo es que el feminismo, que alguna vez fue un proyecto político emancipador, se convirtió en una muletilla usada por políticas y políticos para conseguir votos? Según Nancy Fraser, la respuesta está en una “afinidad electiva” entre el feminismo de la segunda ola, surgido en los años 60, y el neoliberalismo, sin que esta, claramente, hubiera sido la intención de las feministas.
Según Fraser, el feminismo de la segunda ola “trajo consigo un proyecto político transformador, basado en una comprensión ampliada de la injusticia y en la crítica sistémica de la sociedad capitalista”. Sin embargo, esta segunda ola fragmentó la crítica feminista de tal manera que acabó siendo recuperada parcialmente por el capitalismo.
Las feministas de esa época se unieron a sus compañeras de la nueva izquierda y a las antimperialistas para denunciar el economicismo, el estatismo y el androcentrismo del capitalismo, así como el sexismo de sus “camaradas”. Ampliaron el concepto de injusticia y, a través del lema “lo personal es político”, buscaron reconocer que la única desigualdad no era la económica.
Gracias a las feministas socialistas, negras y antimperialistas, la perspectiva interseccional empezó a estar en el centro del debate. Todas ellas, con excepción de las feministas liberales, compartían la idea de que superar la subordinación de las mujeres exigía transformar la estructura de la sociedad capitalista. Como una de sus prioridades era superar la injusticia de género, para las feministas socialistas, negras y antimperialistas, la mayor dificultad fue confrontar el sexismo dentro de la izquierda y permanecer en ella. Cabe destacar que este sigue siendo uno de los mayores desafíos de las feministas en los partidos que se autodenominan “de izquierda” o “progresistas”.
En todo caso, la segunda ola del feminismo no fue apenas una lucha contra la explotación económica, sino que abarcó otras dimensiones. Además, el propósito de estas feministas no era simplemente incorporar a las mujeres como asalariadas en la sociedad, sino valorar sus actividades no asalariadas, como el trabajo de cuidado.
Lo que acabó sucediendo, afirma Fraser, es que la segunda ola coincidió con el tránsito del Estado de bienestar al neoliberalismo. Entonces, se pasó de una lucha por la redistribución a una lucha por el reconocimiento. Lo que había comenzado como “un movimiento contracultural radical” acabó convirtiéndose en un “fenómeno social de masas”.
Los feminismos del sur
Sin embargo, la feminista chileno-canadiense Verónica Schild afirma que en el caso latinoamericano es necesario matizar algunas de las conclusiones de Fraser.
Primero, el “feminismo de la segunda ola” es un concepto muy homogeneizante, pues “los movimientos de mujeres en la década de 1970 fueron siempre múltiples, y a menudo estuvieron de hecho profundamente divididos”. En América Latina, sostiene Schild, muchas feministas venían de los movimientos revolucionarios inspirados por la revolución cubana y las luchas contra las dictaduras. Tenían una “doble militancia”, en partidos de izquierda y en grupos de mujeres.
La influencia del activismo católico, en particular de la teología de la liberación, también fue muy importante, pues contribuyó a la solidaridad entre clases. “A las feministas socialistas y radicales se les unieron las ‘feministas populares’, mujeres pertenecientes a la clase obrera presentes en asociaciones eclesiásticas o vecinales, que se organizaban contra las dictaduras”. Esto no significa que en el movimiento feminista no se hayan producido desigualdades de raza y de clase, como algunas mujeres lo señalaron en los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe. En efecto, superar estas desigualdades dentro del movimiento feminista sigue siendo un desafío.
En América Latina, la transición al neoliberalismo se dio junto a la transición a la democracia. En ese momento “la emancipación de las mujeres pasó a considerarse en función de su participación en el mercado”. Igualmente, en los años 90, se empezó a promover el concepto de “género” como un concepto técnico, y se dio la profesionalización u “oenegización de los feminismos latinoamericanos”, como afirma Sonia Álvarez.
Álvarez constata que la profesionalización de los movimientos feministas hizo que estos desarrollaran “estrategias e identidades políticas híbridas”. Es decir, al tiempo que presionaban a los gobiernos latinoamericanos a adelantar reformas, como el sistema de cuotas o las leyes para combatir la violencia contra las mujeres, también impulsaban proyectos de transformación política y cultural con los movimientos de mujeres.
Es precisamente esta doble articulación, sostiene Alvarez, lo que ha permitido que las ONG feministas en América Latina –unas más que otras– hayan logrado promover una agenda política progresista en materia de género.
Por una política feminista
Paradójicamente, estas transformaciones han permitido que se pueda hablar de género sin que esto sea considerado una amenaza para el sistema. En palabras de un funcionario de gobierno colombiano entrevistado por Álvarez: “ahora las cosas han cambiado, ya no es ese feminismo radical de los años 70, ahora son políticas con perspectiva de género”.
Por eso una mujer puede ser experta en género, sin que esto signifique que esté luchando por un proyecto transformador para las mujeres o que esté alterando las relaciones de poder en sus propios espacios o en la sociedad. Con el feminismo convertido en un “fenómeno social de masas”, es necesario desconfiar de quien se dice feminista con la intención de instrumentalizarlo. Por eso hay que ver sus agendas, pero, sobre todo, sus prácticas.
Muchas de las mujeres que se denominan feministas lo hacen porque se interesan en la versión despolitizada del feminismo, la que se encarga de asuntos de género sin buscar cambios estructurales. ¿Quién podría decir que las mujeres no deben tener los mismos derechos que los hombres?
Como lo señala Álvarez, la Consejería para la Juventud, la Mujer y la Familia, creada durante el gobierno de César Gaviria, o el Ministerio de Promoción de la Mujer y del Desarrollo Humano, creado en el gobierno de Fujimori, fueron simples instrumentos políticos. La justificación para crear estas entidades era, por ejemplo, “que las subvenciones y préstamos bilaterales y multilaterales exigen ahora a menudo pruebas de la sensibilidad del gobierno hacia el papel de la mujer en el desarrollo”.
Si el feminismo no empieza a ser concebido como un proyecto de cambio estructural, tanto en lo político y económico como en lo personal, seguiremos viendo candidatas como Íngrid Betancourt. Ella, como tantas candidatas más, desconoce los procesos políticos e históricos que le permitieron disputarse la presidencia de Colombia con un grupo mayoritario de hombres blancos o mestizos, heterosexuales y de clase media alta. Y, al desconocerlos, acaba teniendo una agenda política muy parecida a la de ellos.