Las violaciones de los derechos de la niñez en el Guaviare son un desastre recurrente. ¿Qué está pasando entre los pueblos indígenas, qué están haciendo las autoridades…y qué no están haciendo?
Rocío Rubio*
Una pesadilla que es realidad
Las noches de San José del Guaviare no ocultan lo que sucede frente a todos en el Malecón de la Esperanza. Allí aparecen niños y niñas indígenas, principalmente de los pueblos Nukak Maku y Jiw, cuyos derechos son vulnerados. Sus pequeños cuerpos, claramente drogados, desnutridos y explotados, se ofrecen a los adultos para que los consuman como un producto barato, sin sanciones sociales ni penales.
En ocasiones, los familiares son cómplices de estas violaciones. Y a esto se suma la negligencia de autoridades administrativas y judiciales, tanto locales como nacionales.
Cabe aclarar que la situación no es nueva, todo lo contrario, se ha normalizado, se cuenta sin mucha sorpresa y lo no menos importante, hasta la fecha no existe una sola condena por las violaciones.
En 2019 se conoció el caso de una niña indígena que fue violada múltiples veces por miembros del Ejército Nacional. Así, según el DANE, entre el 2019 y el 2021 en el Guaviare nacieron 65 niños cuyas madres están entre los 13 y 14 años. La cifra prueba la existencia del delito de acceso carnal abusivo con menor de 14 años, tipificado en el artículo 208 del Código penal, sin identificación de los responsables.
La evidencia demuestra una serie de graves violaciones a los derechos de los niños, niñas y adolescentes indígenas. Su integridad física, su derecho de ser protegidos contra la explotación económica, sexual, la trata, al igual que contra el consumo de tabaco, sustancias psicoactivas, estupefacientes o alcohólicas son violentados sin consecuencia alguna.
Adicionalmente, entre 2020 y 2022 la Defensoría del Pueblo reportó la atención a 68 niños que fueron víctimas de violencia sexual en el Guaviare. Y a finales de 2022, el reportaje periodístico de Gerardo Reyes para Univisión mostró la aberrante situación en el malecón, y que es tergiversada por la Fiscalía.

Despertar de la pesadilla
Ahora en el 2023, la situación vuelve a salir a la luz. Justo cuando poco tiempo atrás se desmentía lo sucedido en la capital del Guaviare, la Procuraduría recorrió la zona y demandó investigaciones para sancionar a quienes han sido negligentes e inobservantes en sus deberes.
La Fiscalía anunció que unirá casos de vulneración de derechos de la niñez indígena con noticias criminales para saber si se realizaron las denuncias, y en caso contrario adelantar procesos por prevaricato atribuible en omisión por parte de los funcionarios. Estos procesos acarrean sanciones a servidores públicos que no actúan de acuerdo con la ley y están consignados en el artículo 413 del Código Penal.
Así mismo, la Fiscalía estableció que dará prioridad a las investigaciones por delitos sexuales y otros casos de vulneración de los derechos contra las mujeres, niños, niñas y adolescentes.
Por otro lado, la Cámara de Representantes indicó que se realizarán debates de control político para estudiar cómo han actuado las instituciones. La Presidencia ordenó atender la emergencia y anunció varias investigaciones disciplinarias. A la Unidad para las Víctimas le solicitó restablecer todos los derechos de los pueblos indígenas y al Ministerio de Defensa se le ordenó investigar la responsabilidad de agentes de la Fuerza Pública en los casos reportados y reforzar las capacitaciones en Derechos Humanos con enfoque diferencial.
Adicionalmente, al Ministerio de Salud se le asignó la responsabilidad de “adelantar la construcción de un plan de acompañamiento efectivo de las violencias que se presenten en el territorio”, con un enfoque intercultural.
Estas medidas son respuestas rápidas a la opinión y parecen ser una retórica publicitaria más que una estrategia completa, pertinente, basada en un diagnóstico adecuado de la situación y el contexto actual. En efecto: las propias entidades estatales afirman a las claras que se trata de atender una “emergencia”.
¿Qué se necesita y qué se ha hecho?
Estas respuestas no tienen propósitos comunes, rutas verificables, unión de competencias institucionales o arreglos y planes estatales que permitan un buen desempeño en el territorio. Sin contar que lo anunciado no pregunta o incluye a la sociedad local en el desarrollo de estas medidas, y menos presenta una idea coherente de trabajo con los pueblos indígenas Nukak Maku y Jiw.
La evidencia demuestra una serie de graves violaciones a los derechos de los niños, niñas y adolescentes indígenas. Su integridad física, su derecho de ser protegidos contra la explotación económica, sexual, la trata, al igual que contra el consumo de tabaco, sustancias psicoactivas, estupefacientes o alcohólicas son violentados sin consecuencia alguna.
Por lo tanto, no es ideal caracterizar su situación como una “emergencia”. Por el contrario, se trata de vulneraciones recurrentes al goce efectivo de los derechos de una población que cuenta con especial protección constitucional. En tal sentido, todo quehacer público debería enfocar sus esfuerzos, al menos, en
- Restablecer el derecho violado:ir más allá de un mero proceso administrativo que verifique derechos o, de asignar tal responsabilidad a una entidadresponsable del proceso de reparación, más no de la restitución de tierras.
- Reparar el daño (físico, emocional, cultural, entre otros) que ocasionó la vulneración, que, en este caso, considera al sujeto, sus pares generacionales y a su vínculo étnico y comunitario.
- Crear las garantías necesarias para la no repetición de los hechos. Esto implica una gama de acciones que comienza por estrategias que prevengan el “fenómeno”, que protejan a los individuos, familias y comunidades, y que hagan efectiva la administración de justicia para quienes explotan y capitalizan criminalmente las vulnerabilidades de la niñez indígena en Guaviare.
La ribera del rio Guaviare no es un punto de partida para una vida digna. Allí se llega con violaciones, afectaciones y memorias de sufrimiento acumuladas. La niñez indígena explotada está cargada de daños anteriores que sucedieron en momentos deplorables. La situación actual es producto de vulneraciones previas, abandonos estatales y omisiones en la protección de sus derechos por parte de todos.
A lo anterior se le suma el efecto de las afectaciones del conflicto armado y las violencias asociadas que han pasado de generación en generación Y esta es una segunda lectura que se debe realizar: su contexto regional.
Desde enero de 2004, la Corte Constitucional se refirió al fenómeno del desplazamiento forzado y sus efectos como un estado de cosas inconstitucionales. En el 2009, su Auto 004 habló sobre el efecto diferencial del desplazamiento en los pueblos indígenas y el riesgo de extinción cultural y/o físico de algunos de estos, entre ellos los Nukak Maku y Jiw.
Hace 14 años, la Corte alertó sobre la gravedad del fenómeno y su invisibilidad. En consecuencia, ordenó elaborar planes de salvaguardia, formulados, pero débilmente puestos en marcha y valorados.
La muerte de la selva
Las selvas del Guaviare han sido escenario de una violenta y depredadora colonización. Este lugar era territorio ancestral del único pueblo que era totalmente nómada de Colombia y de los Jiw (semi nómada). Así, grandes extensiones selváticas han sido convertidas en potreros para ganadería, o se han destinado a cultivos mecanizados, aprovechando el tráfico ilícito de maderables.
Hoy, muchos de los sobrevivientes de diversos exterminios deambulan por el malecón de San José del Guaviare con la esperanza de contar con un plato de comida o un pase de droga, que les permita un viaje esperanzador a vidas dignas y ancestrales.
Ello implicó una alteración significativa en la relación territorio-cultura-sujetos, además del contacto con una cultura colona, sus costumbres y las enfermedades de los “blancos”, para las cuales su sistema inmune no estaba preparado y menos aún los servicios de salud de la región.
Otras extensiones de su hábitat se han convertido en teatro de operaciones militares entre guerrillas, paramilitares, mercenarios al servicio de carteles, disidencias, entre otros grupos armados, que luchan por las jugosas rentas ilícitas que produce el narcotráfico.
La diversidad selvática fue convertida en monocultivos de coca, protegidos por campos minados. La coca significó una nueva colonización armada de esta diversa y olvidada región del país, entrelazada con toda una serie de prácticas ilícitas y cultura mafiosa.
El contexto nos narra toda una historia de violencias públicas contra la diversidad étnica y cultural del país; aquella que constitucionalmente se pactó proteger, honrar y celebrar; aquella declarada como patrimonio genético y cultural de la humanidad.
Hoy, muchos de los sobrevivientes de diversos exterminios deambulan por el malecón de San José del Guaviare con la esperanza de contar con un plato de comida o un pase de droga, que les permita un viaje esperanzador a vidas dignas y ancestrales.
La catástrofe humanitaria
No se trata de una emergencia sino de una verdadera catástrofe. Una tragedia con una larga historia de encuentros violentos, incluso con la Fuerza Pública, y anuncios de soluciones en los planes de salvaguardia, en las acciones previstas en el capítulo étnico del Acuerdo de Paz con las Farc y en las recientes medidas presidenciales.
La protección de estos pueblos indígenas y su niñez estaba en la densa selva y no en las llanuras creadas por las cuales se ven forzados a desplazarse. La garantía de sobrevivencia está en un territorio libre de minas y de actores armados.
Así mismo, en un retorno con garantías mínimas de seguridad, acompañado de un proceso que sea realmente distinto sobre la reparación de los daños ocasionados y una paulatina recuperación de su ethos cultural. Un propósito que trasciende el actuar de un gobierno y las recetas recurrentes de las respuestas institucionales. Un propósito ambicioso, pero justo.