Nicolás Petro: el dinero contra la ética | Razón Pública 2023
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Nicolás Petro: el dinero contra la ética

Escrito por Ricardo García Duarte

El caso de Nicolás Petro refleja dos problemas profundos de Colombia: la ambición personal por encima de las normas y el altísimo costo de las campañas políticas.

Ricardo García Duarte*

Reo y testigo

En el proceso penal abierto contra Nicolás Petro, el hijo mayor del presidente, el sindicado es a la vez reo y testigo:

  • Reo por los dos delitos que cometió, el de enriquecimiento ilícito y el de lavado de activos.
  • Testigo porque, a cambio de beneficios, ha pedido un principio de oportunidad a fin de delatar actos de financiación ilegal en beneficio de la campaña de Gustavo Petro, sin que todavía haya aportado prueba alguna contra este último.

Se trata de dos delitos y un escándalo: con los primeros lesiona a la sociedad y degrada la política. Con el segundo, ya convertido en testigo, pone a prueba la gobernabilidad de su padre y las posibilidades del programa del cambio.

Sacan a la luz un desarreglo social de carácter estructural y una crisis política con graves implicaciones para el presente y el futuro de Colombia.

Las patologías

Estas imputaciones no son menores; son delitos o conductas dolosas, dañosas y endémicas, cuya ocurrencia ha implicado la desintegración social y la descomposición política.

Se convirtieron en patologías, identificadas con los negocios sucios, con la corrupción, con la violencia y con toda suerte de dineros mal habidos. Sacan a la luz un desarreglo social de carácter estructural y una crisis política con graves implicaciones para el presente y el futuro de Colombia.

La recepción de dineros y obsequios de oscura procedencia, la vinculación con redes de solidaridad y de amistad, de la cuales participan personajes dueños de capitales de dudosa procedencia, y la inclinación por la riqueza fácil son actitudes que significan la solución mañosa e interesada de una tensión presente en la sociedad.

Foto: Facebook: Nicolás Petro - Las conductas pueden volverse gelatinosas y los individuos obedecen a sus pulsiones, atraídas por la fortuna, el poder y la fuerza, sin que la conciencia haga oposición.

La anomia

El sociólogo Robert K. Merton describió este problema como una contradicción entre los deseos de cada individuo y las normas sociales. En este caso, por un lado, están la riqueza y el ascenso social. Por el otro, las normas sociales —como decir la honestidad o el respeto de la ley— que definen los principios rectores de las instituciones y precisan los límites que deben respetar todas las personas.

Entre los objetivos personales y las normas sociales se produce, según Merton, un proceso de adaptación lleno de tensiones. Esto puede significar que las normas –entiéndase los valores interiorizados– se mantengan firmes y no dejen descarriar los comportamientos en la búsqueda de un objetivo: es la consistencia en las conductas.

Las conductas dejan de ser consistentes y se vuelven gelatinosas cuando el individuo manipula las normas en favor de las metas. Los objetivos acaban por imponerse en un ejercicio cínico donde las normas son ignoradas o modificadas, de modo que ninguna oposición surge en la conciencia de los individuos contra sus propias pulsiones, atraídas por la fortuna, el poder y la fuerza.

Cuando son muchos los individuos que anteponen sus deseos al respeto por las normas, llegamos a un estado de anomia –ausencia de normas– donde imperan las conductas desviadas y la inestabilidad normativa. Un estado en el que, por lo demás, se desencadena en algunos individuos la ambición desmesurada, como en la época de los magnates del robo en Estados Unidos o como ha sucedido en Colombia con los narcos, los traquetos y los ladrones de cuello blanco.

De todo esto Nicolás Petro es una imagen fiel, como el retrato de Dorian Gray, descrito por Oscar Wilde, que sufre una desintegración al ritmo de sus pecados y ambiciones, como si le hubiera vendido el alma al diablo. El diputado del Atlántico ya admitió haber recibido dineros de Santander Lopesierra, el hombre Marlboro, y del Turco Hilsaca, recursos que utilizó para vivir como un nuevo rico aprovechando su condición de nuevo político profesional con poder y su parentesco con el jefe de Estado.

El sobrecosto de las campañas

La política es representación, forja de identidades, construcción de ciudadanía y también comunidad originaria que garantiza el orden.

Es todo eso, pero también un mercado —dimensión que cobra vida con particular intensidad en las elecciones— un ejercicio comandado por la ley de la oferta y de la demanda. La mercancía está conformada por las promesas electorales, una suerte de orden similar al económico, en el que los candidatos y los votantes se encuentran a través de sus intercambios: mi promesa de programa a cambio de su voto.

Es un orden de vendedores y compradores con costes de producción, que se generan en el hecho de formar gobierno y crear representación. Pero también implica unos costes de transacción, todo ese lastre con el que cargan los actores políticos en razón de los conflictos y la polarización, debido a la falta de información o a los gastos de las campañas, entre otros fenómenos.

También las inversiones excesivas en las actividades que implican la contienda política y su financiación ilegal representan costes de transacción con un sobrepeso frente a los costes de producción. Por ejemplo, la muy probable financiación que hizo Odebrecht de la campaña de Oscar Iván Zuluaga, o los más de 1600 millones que el hombre Marlboro y el hijo del Turco Hilsaca dieron a Nicolás Petro: una sobrecarga conflictiva y fraudulenta de costes que desvalorizan las reglas orientadoras del mundo político.

Y que encierran, según el nobel Oliver Williamson, un factor de oportunismo que afecta negativamente la competencia en el mercado; o sea, la negociación y la lucha pacífica por el poder, propias de la democracia.

El desgaste de las instituciones

Los estados de anomia, con su cortejo de enriquecimientos, de capitalismo aventurero y de trampas, a impulsos de una ambición sin tasa ni medida, más las inclinaciones irrefrenables hacia el negocio turbio y el robo, echan a un lado normas y fundamentos éticos; así mismo, las disposiciones legales. Dejan sin vigor ese conjunto axiológico en el mundo de las relaciones sociales.

Cuando son muchos los individuos que anteponen sus deseos al respeto por las normas, llegamos a un estado de anomia –ausencia de normas– donde imperan las conductas desviadas y la inestabilidad normativa.

Además de desgastar y agotar la competencia democrática, el fenómeno de la sobrecarga de costes de transacción vuelve nugatorios los procedimientos con los que el Estado intenta equilibrar el sistema; sin tantas ventajas para los avispados, los poderosos y los granujas.

El perjuicio normativo es enorme cuando el enriquecimiento ilícito es el factor que se infiltra e interviene en la competencia democrática. La estructura institucional se desvencija simbólicamente, como si de ella solo se mantuviera en pie el cascarón, un paisaje en ruinas con el cual el país convive. Y cuya vigencia, con todo, podría experimentar una recuperación parcial mediante un proceso judicial bien llevado, ecuánime e independiente, sin sesgos y al mismo tiempo severo.

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