La polémica (y efectiva) campaña que puso en arriendo el Museo de Arte Moderno de Bogotá volvió a abrir la discusión sobre cómo se han financiado y manejado los museos en el país. ¿Cómo lograr que estas instituciones sean sostenibles y al tiempo nos pertenezcan a todos?
Diana Galindo Cruz*
El mar se aprende nadando
No existe un manual para el manejo de museos en Colombia. No digo que no haya documentos de referencia con instrucciones para el montaje de exposiciones, clasificación de colecciones o desarrollo de actividades educativas; pero nada nos prepara para la gestión y desarrollo de un museo en su día a día.
Con esto no quiero desestimar los esfuerzos que se han hecho por profesionalizar el trabajo específico en museos, realizados principalmente por la maestría en Museología y Gestión del Patrimonio de la Universidad Nacional de Colombia, que está celebrando diez años de funcionamiento. Pero el administrador empírico, así le haya entregado su vida al museo y lo conozca como la palma de su mano, no es necesariamente quien puede identificar críticamente el tejemaneje político (el componente económico y social en la ejecución del poder) que implica este tipo de trabajo.
Una institución puede tener claridad en el papel sobre su misión y el origen público, privado o mixto de sus recursos, pero el camino para hacer un museo sostenible (y hasta rentable) pasa por un territorio labrado por lineamientos y caprichos de los políticos de turno, amiguismos y zancadillas que se dan no precisamente por amor al arte. Por ejemplo, desde el terreno artístico, más de una vez el curador y gestor cultural José Roca ya se ha referido a la “mala leche” que parece caracterizar al campo cultural colombiano.
¿De quién es el Mambo?
Exposición en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, MAMBO. Foto: Wikimedia Commons |
Este panorama casi puede organizarse como un tablero multinivel en el que se verifican las redes de poder que unen instituciones con actores, actantes, lugares y acciones específicas. Y entre las fichas que identifican a las instituciones museales hay una que, por su particularidad, se destaca: el Museo de Arte Moderno de Bogotá (Mambo). Esta institución hoy está en boca de muchos por lo que ha implicado su campaña de expectativa basada en la oferta de arriendo del inmueble (un edificio de Salmona que compagina la belleza del estilo con evidentes dificultades para el montaje y conservación de las obras) y del Museo como marca.
Para la mayoría de personas de mi generación (aquellos nacidos en la década de los ochenta) y en adelante el Mambo ha sido poco más que una ruina perenne, casi salida de una obra de García Márquez como el testimonio de un pasado vibrante que no nos tocó vivir. A las noticias de su origen en el Museo de Arte Moderno de la Universidad Nacional de la mano de Marta Traba se une el recuerdo del primer programa de guías en el país, encargado de investigar y activar las colecciones y exposiciones del Museo, con Beatriz González a la cabeza. De este pasado fueron herederas figuras como Doris Salcedo, José Roca y Daniel Castro, este último hoy director del Museo Nacional y reconocido por el fuerte componente educativo de los museos que ha liderado.
La progresiva adopción de modelos de gestión propios de la administración de empresas, trajo consigo la lógica del cumplimiento de indicadores.
Pero no nos tocó ver la época más gloriosa del Museo ni vimos las exposiciones comisionadas por Eduardo Serrano, quien desde el Mambo fue el primero en incorporar el término “curaduría” en el país. Por eso el Mambo nos ha parecido ajeno y su programación ha terminado repercutiendo más en las páginas sociales de las revistas que en la oferta cultural de la ciudad (y menos aún del país).
Tal vez el último lazo sincero del Mambo con la comunidad se perdió al cerrar la sala de cine que funcionaba en la planta baja. Mientras tanto, los puntos rojos puestos al lado de las obras, como si de una galería comercial se tratara, seguían sorprendiendo a locales y extranjeros. Igual asombro producía la prolongada permanencia de Gloria Zea en su dirección.
Finalmente, tras 47 años del pasado modelo de gestión Claudia Hakim tomó las riendas del Museo en 2016, enfrentándose a un triple desafío: hacerlo viable, significativo y actual. Para ello se necesitaba todo un esfuerzo en conjunto y, además, presupuesto. Por esto se ideó la campaña de expectativa basada en el supuesto arriendo del Museo, con el fin de divulgar el programa de recaudación de fondos llamado “Yo tengo el Mambo”.
No han sido pocas las estrategias utilizadas por el Mambo para recaudar fondos, partiendo de su fuente mixta de ingresos. Es recordada la campaña “Compre un ladrillo”, con la que se apoyaba la construcción de la segunda etapa del Mambo comprando la serigrafía de un ladrillo realizada por Santiago Cárdenas. Más recientemente también se organizaron cenas para impulsar la ampliación física del Museo.
El anuncio del supuesto arriendo generó expresiones de todo tipo, desde lamentos por la progresiva desaparición de espacios para la cultura hasta ataques frontales a la gestión del alcalde actual. Entre el sector especializado, por su parte, la situación se prestó para comentarios humorísticos e irónicos, aludiendo al fuerte componente comercial del Museo que se hizo patente, por ejemplo, con la estrategia comercial investida de exposición en torno a la muñeca Barbie.
Sin embargo, el problema del Museo no se soluciona con un simple ingreso de capital; el problema principal es la imagen que este ha construido por años con cada uno de sus desaciertos. Al respecto, pese a que la reciente administración de Hakim ya tuvo que sobrevivir a las críticas por el mal manejo del proyecto expositivo de Ángel Loochkartt, la estrategia actual parece estar bien encaminada e iniciativas como “Yo tengo el Mambo” o el proyecto curatorial-educativo “La toma del Mambo” demuestran una apertura de la institución a otros agentes y contenidos. Solo el tiempo, y la elaboración de un plan museológico coherente, podrán decir si esta estrategia logró calar en los colombianos.
Museos para el futuro
![]() Programa de Membresías del MAMBO, “Yo Tengo el Mambo”. Foto: Alcaldía Mayor de Bogotá |
La complicada situación del Mambo ha servido para pensar si hay que preocuparse por la situación de las instituciones museales del país. Si se mira el panorama general, podría decirse que la situación sí es preocupante, porque siempre lo ha sido. La falta de espacio y de recursos financieros y humanos es una situación que siempre hemos tenido.
Con los pies en Colombia pero con la mirada añorante hacia el extranjero (al modelo privado de financiación estadounidense o a la monumentalidad de los museos y colecciones europeos) los museos colombianos han tenido que sobrevivir durante mucho tiempo al centralismo que solo ubica en el mapa cultural a los museos de las ciudades principales, a las “damas de la cultura” que con marido ilustre e hijos crecidos se ocuparon de dirigir los museos durante el siglo XX y al crecimiento progresivo de la oferta recreativa en las ciudades. Hoy los museos no compiten solo entre ellos por captar público, sino con centros comerciales, parques, cinemas y, en el mejor de los casos, con otros espacios culturales.
Cabría preguntarse cuántos de los que se manifestaron por redes en contra del arriendo del Mambo han ido alguna vez a este museo.
La idea de la filantropía ha sido sustituida por la sagacidad comercial, aunque estas posiciones nunca han estado desligadas. El apoyo económico a proyectos tiene menos de mecenazgo que del afán de rentabilidad que da la aparición de un logo empresarial en la fachada de un museo. La progresiva adopción de modelos de gestión propios de la administración de empresas, al margen de la eficiencia/eficacia del desempeño, trajo consigo la lógica del cumplimiento de indicadores.
Los museos, incapaces de sobrevivir a punta de boletería y de las ventas de la tienda de regalos no solo deben ser viables, sino rentables. Esta dinámica es la que ha hecho peligrar continuamente los programas de la hoy facultad de Estudios del Patrimonio Cultural del Externado.
No obstante, a casos preocupantes como el del Mambo o el del desaparecido Museo del Siglo XIX en Bogotá se contraponen otros más positivos, como la exitosa renovación arquitectónica y expositiva del Museo Colonial, el aumento de presupuesto para cultura del distrito que beneficia directamente al Museo de Bogotá, el avanzado proyecto de creación del Museo Nacional de la Memoria o el progresivo florecimiento de los museos de Medellín (recuérdese la reactivación y ampliación del Museo de Arte Moderno de esa ciudad). Además, hemos visto el aumento de la oferta para profesionalizar el trabajo en museos, patente no solo en la maestría ya mencionada, sino en especializaciones, diplomados y cursos incluidos en otras carreras.
Nunca van a faltar las voces que clamen por el cuidado y mantenimiento de las instituciones museales y hoy las comunidades ejercen una veeduría continua sobre las acciones de las entidades culturales gracias a la posibilidad de informarse y pronunciarse en páginas, blogs y redes sociales. Sin embargo, cabría preguntarse cuántos de los que se manifestaron por redes en contra del arriendo del Mambo han ido alguna vez a este museo, o cuántos de los que se escandalizaron con el cierre del Museo del Siglo XIX sabían siquiera de su existencia.
De todos depende que los museos sobrevivan a los cambios de gobierno y a los declives económicos. La situación es preocupante, pero los museos no van a desaparecer. Si llegara el fin del mundo, los museólogos (profesionales y empíricos) no estarían entre los expertos indispensables para actuar en el estado de emergencia; pero luego alguien necesitará recordar, y allí resurgirá la museología con todo su aparataje. Este también es un asunto de supervivencia.
*Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, magister en Museología y Gestión del Patrimonio de la Universidad Nacional de Colombia.