Para entender el debate sobre el metro de Bogotá —y las opciones reales que tiene la ciudad— es necesario conocer la historia de este viejo proyecto y las lecciones que el presidente, la alcaldesa (y los candidatos a reemplazarla) deberían tener claras. Esta es pues la primera mitad de la historia, con un poco de letra menuda.
Paul Bromberg Z.*
Una pregunta legítima
En el artículo anterior tuve que referirme al tema de coyuntura: la pertinencia y los riesgos de enterrar (¿literalmente?) el metro de Bogotá que ya se encuentra en construcción.
Recibí comentarios que agradezco, y entre ellos el siguiente: “¿Acaso no es pertinente la discusión técnica, pero sí, política también, sobre la calidad del proceso decisorio que llevó al metro elevado? ¿Sobre los términos de la licitación y la selección del contratista, y los riesgos jurídicos de lo que el alcalde firmó en su calidad de empleado de los ciudadanos y protector de los intereses de éstos?”
Las condiciones institucionales son un tema capital en las decisiones sobre la movilidad. Esto importa porque la movilidad de las grandes ciudades necesita infraestructuras tan costosas que los impuestos o plusvalías que se cobren no alcanzan para pagar el costo. Las grandes ciudades son irracionales, pero ahí están, y generan deseconomías abrumadoras.
Mi respuesta es que sí, que lo haré sobre la base de buena información y en un próximo artículo. Pero primero debemos entrar en el tema de fondo: el del trancón en Bogotá. Esta es el inicio del proceso actual, bajo las nuevas reglas institucionales.
1994-1995: estrenando nuevo orden
Las condiciones institucionales son un tema capital en las decisiones sobre la movilidad. Esto importa porque la movilidad de las grandes ciudades necesita infraestructuras tan costosas que los impuestos o plusvalías que se cobren no alcanzan para pagar el costo. Las grandes ciudades son irracionales, pero ahí están, y generan deseconomías abrumadoras.
La descentralización venía avanzando desde las reformas de los ochenta, pero los cambios se aceleraron con la Constitución del 91: más derechos, muchos más, garantizados por los jueces…aunque el Estado no tuviera cómo financiarlos.
Pero nuestra Constitución es más. Está el llamado a aclarar la distribución territorial de las funciones del Estado. Además, y con esta distribución de competencias y recursos, la Constitución estipuló algunos principios sobre el gasto público – como la planeación cuatrienal –. Marcó una nueva concepción de la naturaleza “lo público”, que hasta ese momento se confundía con todo aquello que necesariamente era ejecutado con funcionarios en la nómina estatal. Esas son las actuales condiciones institucionales, aunque hay indicios firmes de que el gobierno Petro quiere volver a lo anterior.
Después de la posesión de Jaime Castro en 1992 se desarrolló parte sustancial del ordenamiento jurídico actual, en particular, la Ley 60 de agosto de 1993 y la ley 152 de julio de 1994, “orgánica de la planeación”. Por eso al gobierno de Samper le tocó estrenar las nuevas normas de planeación y presupuesto.
1995-1997: Antanas Mockus
El programa de gobierno de Mockus, un poco demasiado filosófico, era suficientemente general para permitir que el jefe de gobierno y su equipo aprendieran sobre Bogotá y sobre el arte de gobernar. “Construir sobre lo construido” tal vez no describe bien el principio que siguió Mockus. Puede ser mejor “atender los argumentos más que las personas”.
Así, Mockus retomó lo siguiente en asuntos de movilidad, además de otras cosas importantes que no son nuestro tema:
- Metrobús. Un acuerdo celebrado por el alcalde saliente Jaime Castro como la solución al asunto del transporte público colectivo.
- El interés del presidente Samper en que Bogotá se embarcara junto con la nación en un metro (uno cualquiera).
- El proyecto con la Japan International Cooperation Agency (JICA, Agencia Japonesa de Cooperación Internacional) que venía siendo tramitado de tiempo atrás.
Metrobús
Para consolidar el acuerdo heredado de la administración anterior, los privados constituyeron la empresa Metrobús. Mockus hizo todo lo posible por concretar este proyecto. ¿Cómo se estructuró, qué era y qué sucedió?
- Una convocatoria internacional descrita en términos muy generales, para ‘hacer una propuesta para el transporte público colectivo en Bogotá, y operarla durante un período que debe estar incluido en su propuesta’.
- Se presentaron varias propuestas, pero el proceso fue declarado desierto.
- El alcalde convocó a algunos de los proponentes para que entre ellos y el gobierno distrital encontraran una modalidad satisfactoria. Se llegó a un acuerdo de solobús con explotación de vías exclusivas durante un período largo. Entre las partes contratantes estaban una productora de buses y operadores del sistema vigente en ese momento.
- El modelo de Metrobús, en forma muy resumida, era el siguiente: el concesionario, la empresa Metrobús, a las tarifas vigentes, modificable en el futuro en función de los cambios en los costos de operación, construye la infraestructura de una serie de corredores exclusivos que le concede la administración, compra los buses y los opera bajo vigilancia del sector público y se paga todos sus gastos, incluyendo los financieros, a lo largo de una concesión prolongada.
- En las primeras de cambio los operadores se retiraron. Circuló la idea de que hubieran aceptado para luego renunciar, pues se sabe que los operadores son actores sumamente difíciles en la negociación. De esa manera, quedó a cargo una empresa que fabrica buses, pero sin experiencia operándolos, dos cosas muy diferentes.
- Sin embargo, el esfuerzo por sacar adelante el proyecto continuó. El primer obstáculo fue la necesidad de despejar uno de los corredores, la carrilera del tren que estaba invadida desde hacía años por indigentes. Las dificultades y sorpresas de este proceso no son el tema de este capítulo.
- Finalmente, el proyecto fracasó porque las bancas multilateral y privada concluyeron que era erróneo suponer que el metro pudiera construirse y operar sin pérdidas con las tarifas de transporte urbano de Bogotá. Una lección importante que los soñadores siguen sin tener en cuenta.
El metro de Samper
El interés de “la Nación”, eufemismo para ‘el presidente’, en un metro para Bogotá era enorme. Samper se había posesionado en 1994, y muy poco después ya tenía sobre sus espaldas un lío que sigue alegando fue a sus espaldas.
Para los funcionarios de Samper era evidente que había que hacer un metro. Mockus respondía que no había bases suficientes para decir que esa era la prioridad y mucho menos para decidir cuál su trazado teniendo en cuenta que estaba preparando el primer plan de desarrollo en el marco de la ley 152, el gobierno nacional se apresuró a ofrecer y anunciar públicamente los primeros 100.000 millones de pesos para su construcción. La respuesta de la secretaria de Hacienda del Distrito, Carmenza Saldías, fue algo así como “nos ofrecen los primeros centímetros del metro”. Algún funcionario le dijo algo que resulta ser el consejo para los que sí se atreven a tomar decisiones audaces: ‘ustedes abren el hueco, y ahí verán los que siguen cómo terminan’.
Mockus decía que la decisión debía supeditarse al estudio de movilidad general de la ciudad que estaba a punto de iniciarse.
El diálogo entre la Nación y el Distrito fue intenso y culminó con un acuerdo que permitiría avanzar conjuntamente dos estudios, cada uno bajo la supervisión de su respectivo comité en el que estaban las partes interesadas.
Así, la nación financió a través del Fondo Nacional de Desarrollo (Fonade) un estudio contratado con la empresa Ingetec para el “Diseño conceptual del sistema integrado de transporte masivo de la sabana de Bogotá y dimensionamiento ambiental, urbano, arquitectónico, técnico, económico, financiero, institucional y contractual de una línea de Metro en el corredor que se identifique como óptimo para el desarrollo e implementación del sistema.”
El acuerdo Nación-Distrito establecía reglas de interacción entre los dos estudios. Se esperaba que el informe final de los japoneses (JICA), que debía entregarse a finales de 1996, integrara la propuesta de metro que surgiera de este estudio que se llamó el metro de Fonade.
JICA
Bajo este nombre, (yaica se pronuncia) se conoció el estudio que concretó la oferta de cooperación de Japón para desarrollar un “Plan Maestro para el Transporte Urbano de Santa Fé de Bogotá en la República de Colombia”, no para diseñar un metro, sino para hacer un diagnóstico de la situación, prospectar a 25 años la evolución de la ciudad y las necesidades de todo tipo de movilización, y actuar en diferentes plazos, corto, mediano y largo, 25 años, ¡que se cumplieron el año pasado!
Bastaba esperar a que las empresas privadas llegaran con sus propuestas de rutas y servicio. Una pequeña presentación (y de pronto, decían las brujas, un dinerillo aquí y allí) y se aprobaba una ruta y nivel de servicio: cantidad de buses necesarios para cubrir la ruta, frecuencia, horarios de operación.

Un punto importantísimo: el insumo fundamental de la propuesta de cooperación japonesa era una matriz de origen-destino y de necesidades de todo tipo de viajes, que la ciudad no tenía, no sólo porque iba más allá de su capacidad técnica para diagnosticar y planear las necesidades, sino porque otras eran las rutinas que se habían establecido para paliar los problemas de su insuficiencia (ver recuadro).
Antes era peor: la guerra del centavo y la sobreofertaSe han inventado que el mundo era feliz y dirigido por el Estado hasta que apareció el monstruo de las cavernas, un basilisco al que la jauría bautizó como neoliberalismo. En el caso de la provisión de las necesidades de transporte colectivo el basilisco estaba al mando en Bogotá hacía rato. Los gobiernos habían encontrado la fórmula para que fueran los privados los que detectaran las necesidades y de paso asumieran el riesgo. La oficina a cargo del tema en lo que se llamaba el DATT en Bogotá (Departamento Administrativo de Tránsito y Transporte) que después se llamó Secretaría de Tránsito (porque con ese nombre ahí sí todo iba a funcionar mejor) y luego se llamaría Secretaría de Movilidad (porque ahora sí se había dado con el nombre correcto y con este todo iba a salir muy bien), no se ponía a hacer estudios costosos. Bastaba esperar a que las empresas privadas llegaran con sus propuestas de rutas y servicio. Una pequeña presentación (y de pronto, decían las brujas, un dinerillo aquí y allí) y se aprobaba una ruta y nivel de servicio: cantidad de buses necesarios para cubrir la ruta, frecuencia, horarios de operación. El “operador” que tenía la palanca para tramitar y obtener el permiso, una vez concedido, convocaba a propietarios de buses para afiliarlos a la “empresa-ruta”. Recibía, en su calidad exclusiva de afiliador, una cantidad fija mensual por bus afiliado. Administraba los despachos en los extremos de la ruta, pero no administraba ni el bus, ni el recaudo, ni el conductor. Eso lo hacía el propietario del bus, que podía en algunos casos ser el mismo conductor. El asunto tenía sus racionalidades y sus irracionalidades. La primera racionalidad, que el gobierno distrital, con años de desbarajuste, no estaba en capacidad de detectar las necesidades del servicio y, por consiguiente, de convocar un concurso/licitación cuya rentabilidad tenía que garantizar. Y entre las irracionalidades, esto es: aquellos estímulos económicos que conducían no a un mejor servicio sino a lo contrario, estaba que el operador no era tal. Era solamente “propietario de la ruta”. O sea, amigo de los funcionarios que concedían las rutas. Su tarea era principalmente afiliar. El negocio para él era afiliar vehículos a las rutas que consiguiera. En consecuencia, la ciudad se llenó de buses, con rutas puerta a puerta, que pasaban casi todas por la carrera 10ª y de buses que contaminaban y transitaban desocupados en las horas valle, a riesgo económico de sus propietarios, no del afiliador. Ahí está: la sobreoferta y la guerra del centavo. Pero ¡ojo! Los propietarios de buses corrían algún riesgo, pues unas rutas eran mejores que otras. Pero en el conjunto todo resultaba a costa de los usuarios, porque en la negociación general de tarifas, usualmente anual, había una rutina: la tarifa general del sistema debe fijarse de manera que la operación de todos esos buses siguiera siendo rentable. En caso contrario: (1) habría paro de buses; (2) habría demanda ante jueces, porque el Estado otorgaba un negocio que arruinaba a quien se le medía. Se divide el costo total de la operación de todos los buses autorizados + la ganancia prevista, se divide por el número de usuarios que sólo los operadores calculaban, y ya está, esta es la tarifa al usuario. Un estudio como el de JICA estaba pensado, en el aspecto de transporte público colectivo, para modificar este circo. Un estudio de metro estaba pensado para hacer un metro: uno por ahí, y 1. |
Como era de esperar, los propósitos de poner a dialogar dos estudios diferentes, con diferentes urgencias y compromisos, no se cumplieron (¡raro!). Los resultados del estudio de Fonade no estuvieron disponibles en el momento previsto para integrarlos. El comité encargado de supervisar el estudio rechazaba los resultados parciales porque los consideraba insuficientes. El equipo japonés entonces entregó su resultado en diciembre de 1996, después de consultar sus preferencias al alcalde Mockus.
Oficialmente me correspondió a mí, como sucesor de Antanas tras su renuncia en abril de 1997, recibir ambos informes y tomar decisiones sobre ellos. Ya se acercaban las elecciones y se intentó un acercamiento con Samper.
¿Qué decía el informe de JICA, qué posición llevó Bromberg ante el presidente, y qué respondió el presidente? De eso tratarán los artículos siguientes.