
La película de un tailandés, protagonizada por una célebre actriz escocesa, propone un giro radical en el cine político colombiano y en la manera de abordar nuestra historia de violencia y su huella en la geografía nacional.
Pedro Adrián Zuluaga*
Weerasethakul en Colombia
La Universidad Nacional, la Biblioteca Luis Ángel Arango, la Universidad Javeriana, el Túnel de La Línea y el municipio de Pijao (Quindío) son algunos de los lugares que alojaron la película de uno de los mejores directores de cine aún vivos: el tailandés Apichatpong Weerasethakul. A diferencia de otras películas recientes, que usan paisajes colombianos de manera intercambiable y genérica, en Memoria vemos a un director extranjero —aparentemente ajeno a las ansiedades y conflictos que nos definen como país— absorbiendo atenta e intuitivamente nuestras “heridas y cicatrices”, como lo afirmó en una entrevista publicada en la extinta revista Arcadia.
Weerasethakul —conocido en algunos círculos cinéfilos como “Joe”— visitó Colombia por primera vez en 2018, como invitado principal del Festival de Cine de Cartagena. Después del evento, el director permaneció aquí unos meses más; antes de venir había leído Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez, y tenía interés en explorar y entender cómo el narcotráfico había cambiado al país. Visitó ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, hizo una residencia artística en el Chocó con la organización Más Arte Más Acción, y recorrió por tierra diferentes paisajes de la geografía colombiana que le permitieron corroborar —o llevar a nuevos lugares— sus intuiciones sobre Colombia.
Ahora bien, cualquiera que haya visto aunque sea una sola película de Weerasethakul sabe de primera mano que en su cine la información es menos importante que la sensación. Su indagación en la historia de violencia en Colombia no es, en Memoria, una cadena de hechos y nombres con valor periodístico o histórico.
El cine del tailandés excava en profundos sustratos de conciencia y estados del sueño, y habla del hondo vínculo entre vivos y muertos. Los espectadores de Memoria pueden esperar una película que se inscribe plenamente en el universo de misterio que siempre es capaz de evocar Weerasethakul; pero, a la vez, es agudamente colombiana en su espíritu y en el amplio espectro de sentidos que sugiere.
Un proyecto trasnacional
Esta intensa comunión entre la mirada de Weerasethakul y los estratos más profundos de nuestra trayectoria como país no se debe únicamente a la intuición, aunque se origina en ella. Es fruto de un trabajo incesante y de una colaboración entre personas de diferentes países que unieron sus sensibilidades para producir un artefacto cultural único. Una pieza que abre nuevos horizontes para diálogos artísticos entre países del sur global (como son Colombia y Tailandia) y demuestra que son posibles los proyectos que alteran las relaciones de dependencia con el mundo europeo y anglosajón, que impone sus perspectivas sobre el arte de países que arrastran viejos traumas coloniales.
Entre las personas que hicieron parte de este proyecto, hay que resaltar a la productora colombiana Diana Bustamante, quien trabajó hombro a hombro —y corazón a corazón— con Weerasethakul para hacer de esta película lo que es. Bustamente cambió radicalmente lo que significa en Colombia la figura del productor o productora en una película. Fue la primera y más sensible interlocutora de Weerasethakul en el camino que emprendieron juntos hace tres años.
En Memoria vemos a un director extranjero absorbiendo atenta e intuitivamente nuestras “heridas y cicatrices”
Otra persona esencial en este proceso fue la actriz escocesa Tilda Swinton. En una entrevista para Diario Criterio, la productora colombiana cuenta cómo la película ya se venía fraguando, entre Swinton y Weerasethakul, antes de que ambos vinieran al país en 2018 al mismo Festival de Cine de Cartagena. Que su idea aterrizara finalmente en Colombia fue un acto misterioso de hospitalidad. Una idea que estaba en el aire se volvió de repente colombiana —y a la vez universal— gracias a la sintonía entre actriz, director y productora. A esta resonancia se unió el productor inglés Simon Field, con quien ya Weerasethakul había trabajado previamente. Y claro, un equipo técnico y artístico con un inmenso aporte colombiano.

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El episodio en Cannes
El pasado 17 de julio, el jurado de la selección oficial por la Palma de Oro del Festival de Cannes, presidido por Spike Lee, entregó a Memoria el premio del jurado (ex aequo). Se trata del tercer premio en importancia del evento, que acabó otorgando el premio mayor a la película Titane, de la directora francesa Julia Ducournau. Aunque Memoria llegó a la ceremonia de premiación como una de las favoritas para ganar la Palma de Oro, las predicciones previas casi siempre fallan. Estos festivales—y más aún Cannes, con todo su prestigio— son espacios altamente politizados, desde donde se envían mensajes al mundo que muchas veces desbordan el plano estrictamente cinematográfico.
No es, desde luego, un reconocimiento menor para el cine colombiano; por el contrario, es el punto más alto de una importante cadena de éxitos recientes que incluye:
- la Palma de Oro a mejor cortometraje para Leidi, en el mismo Festival de Cannes, en 2014;
- la Cámara de Oro —premio que en Cannes se reserva para la mejor opera prima exhibida en el festival— a La tierra y la sombra (2015), dirigida por César Acevedo y también producida por Diana Bustamante;
- la nominación de El abrazo de la serpiente, dirigida por Ciro Guerra, como mejor película extranjera en los premios Oscar de 2016;
- y el premio a mejor opera prima para Los conductos, de Camilo Restrepo, en el Festival de Cine de Berlín en 2020.
Al recibir el premio, Weerasethakul agradeció conmovido la contribución de Field y Bustamante a la película y, con voz serena pero firme, selló el último de una serie de pronunciamientos del equipo artístico de la película sobre la actual situación colombiana. “Hago un llamado a los gobiernos de Colombia y de otros países que están en situaciones similares para que despierten y escuchen a su gente” dijo el director, agregando que “muchas veces hablamos de este sueño. Memoria es sobre la vibración de esas energías y conexiones. Del sueño de mejorar.»
Dos días antes, Weerasethakul y el equipo principal de actores y actrices de la película, entre ellos los colombianos Juan Pablo Urrego y Elkin Díaz, recorrieron la alfombra roja del festival con una bandera colombiana y el mensaje “S.O.S Colombia”. El acto tuvo un gran impacto mediático y fue rápidamente aprovechado por líderes de la oposición como Gustavo Petro y María José Pizarro. Al día siguiente, en la rueda de prensa de la película, Urrego insistió en la trágica coyuntura de Colombia y habló sobre el asesinato de líderes sociales y de los jóvenes que protestaban en las marchas, pidiendo respeto por la vida y por los derechos básicos de los colombianos.
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Un nuevo cine político
Estos pronunciamientos, que tuvieron mayor resonancia pública que la película misma y el hecho de que fascinara a la cinefilia internacional reunida en Cannes, demuestran la coherencia y el compromiso de una obra artística que vibra intensamente con los dolores históricos de Colombia, incluso si no los nombra directamente. Pero la dimensión ética y política de la película va mucho más allá de estos gestos, tan urgentes como necesarios y conmovedores.
Memoria, que muy seguramente tendrá una amplia audiencia en Colombia, lleva al campo expandido del largometraje de ficción una nueva manera de abordar lo político como materia del arte nacional, que tiene cercanía con trabajos de artistas plásticos como Clemencia Echeverri o José Alejandro Restrepo.
El cine del tailandés excava en profundos sustratos de conciencia y estados del sueño, y habla del hondo vínculo entre vivos y muertos.
El siempre agudo profesor Juan Villegas intuyó este giro radical con solo ver el avance de la película, y estableció una comparación entre un personaje de la novela A la sombra de Orión y la odisea de la protagonista de Memoria, quien trata de encontrar el sentido de un sonido que oye y que, según ella misma, es “como un rugido que viene del centro de la tierra”.
Villegas escribió: “En La sombra de Orión, la más reciente novela de Pablo Montoya, un recolector de sonidos, Mateo Piedrahíta, es una de las personas que más logra acercar a Pedro Cadavid [protagonista de la novela] a las voces subterráneas, víctimas de la desaparición forzada, a ese coro infratectónico que pide a gritos justicia por la barbarie perpetrada en la Comuna 13 tras la Operación Orión, y que desemboca en la fundación de una necrociudad llamada La Escombrera”.
Si consideramos que lo político no sólo es el ejercicio del poder, sino el acto de cambiar las sensibilidades y los afectos comunes, entonces es en este último terreno donde Memoria tiene algo nuevo que decirnos a los colombianos y al mundo. Porque, como escribió Villegas: “Creo que es la hora del arte sonoro, la hora del oído, de la escucha. El sentido en el que menos ha confiado la metafísica occidental parece ser ahora el más adecuado para registrar la debacle que se cierne sobre el país, el continente y el mundo. Es hora de escuchar y nada más que escuchar, a la memoria y sus tonadas”.