La reciente masacre mafiosa en Envigado refleja una paradoja: se ha logrado bajar la tasa de homicidios, pero una nueva violencia difusa se resiste, alimentada por el desplazamiento, la fragmentación social y las rivalidades políticas.
La violencia en Medellín se enmarca en una situación de predominio del crimen organizado, en simbiosis con economías criminales y políticos tradicionales. Nuevas rentas criminales A raíz de la masacre donde murieron nueve personas en la zona rural de Envigado el 31 de diciembre pasado, además de las preguntas obvias sobre los móviles, surgen discusiones sobre qué pasa en la región metropolitana de Medellín, la caracterización de la violencia actual y la evaluación de la acción estatal, en los niveles central y local. Una síntesis contextualizada se encuentra en mi artículo “Cambios en la interpretación, el comportamiento y las políticas públicas respecto a la violencia homicida en Medellín” [1] . La violencia en Medellín se enmarca en una situación de predominio del crimen organizado, en simbiosis con economías criminales y políticos tradicionales, lo cual creó un ecosistema favorable a la ilegalidad y el recurso a la violencia por parte de bandas, pequeña criminalidad y ciudadanos armados. Cuando hablo de predominio quiero decir — en contravía de otras interpretaciones —que la ciudad superó una fase de predominio del conflicto armado urbano, protagonizado por actores nacionales (principalmente las FARC y las AUC), y que vive un fenómeno cualitativamente distinto de paramilitarismo. Sugiero que la atención debe centrarse sobre las economías criminales en la ciudad — entendiendo que el narcotráfico sigue jugando un papel relevante — pero tratando de señalar que hay otro tipo de rentas criminales que se nutren de la alta informalidad económica y laboral del área metropolitana.
También he insistido en que sin nexos políticos y sin cierta permisividad social no hay forma de explicarse la continuidad y la relativa tranquilidad para importantes sectores del crimen organizado. No hay otra manera de explicar por qué en el departamento con mayor número de paramilitares de Colombia no existen procesos por parapolítica o economía criminal en las mismas proporciones. Ahí se detienen los brazos de la Procuraduría, de la Fiscalía y de los demás órganos de justicia. Ahora, para comprender mejor la situación de Medellín en materia de seguridad, creo que debe adoptarse una visión de mediano plazo con respecto a sus éxitos, sus limitaciones y fragilidades. Tendencia a la baja Medellín mantiene una tendencia a reducir drásticamente los homicidios, que comenzó en 2003, cuando la tasa cayó por debajo de 100 muertes por cada cien mil habitantes, por primera vez en 20 años. Durante estos diez últimos años, se registró una sola excepción a esta tendencia — entre finales de 2008 y principios de 2010 — debida principalmente a la sumatoria entre una fragmentación y competencia entre organizaciones criminales, y una crisis en la policía metropolitana, que llevó a varios comandantes y excomandantes a la cárcel. De acuerdo con las estadísticas oficiales, esta tendencia ha marcado un cambio estructural en las tasas de homicidio: en seis años durante la última década se registraron tasas inferiores a 60, los únicos desde 1985. El año 2012 terminó con 52 homicidios por cien mil habitantes en Medellín. Como simple referencia, en Bogotá la tasa para 2012 fue de 16,7. Este significativo logro — reconocido y estudiado desde diversas latitudes — se debe a varios factores:
Un éxito relativo Cuando Francis Fukuyama se pronunció respecto del caso de Medellín usó la expresión medio milagro: Medellín ha dejado de ser sucesivamente la ciudad más violenta del mundo, de América Latina, de Colombia e, incluso, del Valle de Aburrá (superada por Itagüí en los últimos años). Sin embargo, una tasa de homicidios de 52, o incluso de 35 — como en los mejores años de las administraciones Uribe y Fajardo — es impresentable de acuerdo con los estándares internacionales. Las principales razones que explican que tengamos aún tasas tan altas de homicidios pueden ser:
Medellín ha sido el escenario de disputas políticas que han perjudicado su desempeño en materia de seguridad. Fue clara la antipatía de Álvaro Uribe y Oscar Naranjo contra la administración de Alonso Salazar. Uribe llegó a afirmar que Fajardo y Salazar maquillaban las cifras de seguridad. Naranjo dosificó sistemáticamente el apoyo a Salazar durante la recaída del 2009. Todavía hoy, entre las principales ciudades del país, Medellín ocupa un modesto sexto lugar en número de policías por cada mil habitantes, detrás de Cartagena, Bucaramanga, Cúcuta, Cali y Bogotá. Las fragilidades Pero subsisten factores estructurales de mediano plazo — que no hacen parte de una política específica de seguridad — pero que tienden a hacer precaria la situación de seguridad en Medellín:
Será políticamente incorrecto, pero lo diré: estos nuevos habitantes no han recibido las herramientas necesarias para una socialización adecuada a la vida urbana. Se prestan fácilmente a la formación de grupos armados privados, les proveen la carne de cañón y son el reservorio del clientelismo semilegal que opera en la ciudad. En los últimos años han ocurrido acciones esporádicas de estos nuevos pobladores en contra de las operaciones de la fuerza pública, para proteger a los bandidos.
El bloque modernizador ha ganado las tres últimas elecciones, pero nada asegura que seguirá siendo así, máxime si el presidente Santos y el subpresidente Vargas Lleras siguen apoyándose en el clientelismo semilegal de la región. En fin, el éxito relativo en mejorar los indicadores de seguridad ha exacerbado las rivalidades entre las organizaciones criminales y ha dispersado a los soldados del crimen organizado, produciendo altos niveles de violencia: el éxito también produce muertes. Creo que la masacre del 31 de diciembre pasado no fue un rayo en cielo sereno, pero tampoco será el preludio de una nueva tormenta. * Profesor de la Universidad EAFIT
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