Masacres: tantas como antes, pero no las mismas de antes - Razón Pública
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Masacres: tantas como antes, pero no las mismas de antes

Escrito por Andrés Palencia y Jorge Restrepo
Jorge Restrepo

A pesar del confinamiento, hubo más masacres que en 2019. Y estas masacres no son ya parte del conflicto interno sino de la disputa criminal por territorios y sus rentas.

Andrés Palencia* y Jorge Restrepo**

La otra pandemia

Las varias fuentes sobre masacres y número de víctimas coinciden en el punto principal: se ha acelerado esta forma de violencia, que ya venía aumentando desde 2018.

En 2020 se duplicaron las masacres de 2019: pasamos de 21 a 44 masacres; de 94 a 217 muertos en estos hechos. Aunque debido a los confinamientos hayan disminuido los homicidios (−5 %) y otras formas de criminalidad, en Colombia tuvimos más masacres.

Pero las masacres de ahora son muy diferentes de las anteriores: no sirven para demostrar que “volvimos al conflicto de antes”; tampoco son un indicador de inseguridad generalizada, aunque sí muestran por lo menos tres crisis de seguridad localizadas.

Las cifras hablan claro

Como muestran las gráficas siguientes, desde 2018 se registra un aumento en el número de “homicidios colectivos” —como los cataloga el Ministerio de Defensa—: acciones donde son asesinadas cuatro o más personas en estado de indefensión.

A partir de 2018 comenzó un aumento sostenido de masacres: 2020 fue el tercer año con mayor registro de la década, después de 2011 y 2010.

En los primeros 36 días de 2021 se ha mantenido ese nivel de violencia: ha habido tantas muertes (18) y masacres (4) como en el mismo periodo de 2020. En 2021 se han reportado “homicidios colectivos” en Popayán (Cauca), Policarpa y Roberto Payán (Nariño) y Buga (Valle del Cauca). Entre las víctimas, 72 % eran jóvenes: 13 de 18 personas.

Este retorno de las masacres no significa que hayamos vuelto a la situación del 2010 o de años anteriores, cuando vivimos registros aún más horrendos de violencia colectiva.

De arma de guerra a negocio sucio

El fenómeno actual de las masacres tiene grandes diferencias con las del pasado.

Antes, la mayoría de las masacres sucedía en medio del conflicto armado entre los grupos paramilitares y las hoy extintas FARC. Entonces, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), otros grupos paramilitares y las FARC practicaron lo que el historiador Fernán González llamó “un ejercicio de mímesis en la atrocidad”.

Otros grupos de crimen organizado no envueltos en el conflicto interno también masacraron, pero la gran mayoría de casos se explicaba por la disputa entre las AUC y las FARC. Faltan mucha verdad, investigación judicial y justicia para entender mejor esta atrocidad.

En 2020 se duplicaron las masacres de 2019: pasamos de 21 a 44 masacres; de 94 a 217 muertos en estos hechos

Pero volviendo a hoy, la fuente de las disputas es otra: se aleja del conflicto armado interno y se arraiga en los intereses de grupos de crimen organizado. Algunos de ellos se relacionan con las extintas FARC, particularmente en el Cauca.

Hay una relación entre las masacres y el registro de disputas territoriales entre grupos armados: grupos post-FARC; grupos de crimen organizado como el Clan del Golfo, y, algo menos, el ELN y Los Pelusos. Estos grupos pretenden controlar la explotación de rentas ilegales derivadas principalmente del narcotráfico, de la minería ilegal y de la explotación ilegal de maderas finas.

Más que peleas internas

Como sugiere la gráfica siguiente, las masacres en 2020 se concentraron en el Catatumbo, el Bajo Cauca antioqueño, el norte andino del Cauca, el centro y pacífico nariñense y el sur del Valle del Cauca; todos son lugares donde hay narcotráfico, minería ilegal y explotación ilegal de maderas finas.

El municipio de Tumaco (Nariño) fue el que más sufrió en 2020: allí ocurrieron tres masacres. En cada uno de estos municipios hubo dos masacres durante el año pasado: Salgar (Antioquia), Samaniego (Nariño), Cúcuta (Norte de Santander) y Jamundí (Valle del Cauca).

Por el contrario, en algunos casos, las masacres en el Bajo Cauca antioqueño o en El Catatumbo han sido la respuesta de grupos criminales a sus divisiones y diferencias internas. Todo indica que, durante los dos últimos años, este motivo es minoritario; pero la información judicial es muy escasa y poco detallada.

En todo caso, este tipo de masacres ‘internas’ o atribuibles a las divisiones se han usado para concluir que no hay un riesgo grave en materia de seguridad; que no se trata de la formidable criminalidad organizada del narcotráfico, propia del pasado.

No es así. Este tipo de violencia como instrumento para la expansión del crimen organizado tiene un notable impacto social, económico y político, así como causas cambiantes que necesitan ser investigadas y combatidas sin reserva por parte del Estado.

Las mascares pasadas…

La anterior relación entre la estrategia de expansión de las AUC y las masacres permite analizar este punto. En ese entonces la expansión territorial de las AUC respondía a una estrategia organizada y dirigida por sus mandos para llevar integrantes y recursos y, de ese modo, controlar las fuentes de rentas ilegales y dominar a la población.

En ese entonces las masacres eran un mecanismo de violencia instrumental, que servía para aterrorizar y dominar a la población. En algunas regiones, las extintas FARC, en particular, respondieron con el mismo tipo de violencia: el mencionado “efecto de mímesis”.

Entre 1998 y 2002, gran parte de la violencia de grupos armados contra la población civil se explica por esta degradación del conflicto, que ahora casi no recordamos.

…y las nuevas masacres

En la gráfica de abajo presentamos la geografía de los conflictos violentos entre grupos armados ilegales que fueron registradas en 2019 y en 2020.

Las masacres de los últimos tres años también han sido un instrumento de miedo y coerción sobre las comunidades. La diferencia radica en que ahora las comunidades les estorban a los grupos criminales porque cuidan a sus jóvenes, porque emprenden proyectos productivos que sustituyen cultivos ilícitos, o porque desarrollan sus territorios de manera pacífica. Las masacres son la respuesta de la criminalidad organizada a las acciones de construcción de paz y desarrollo de las comunidades.

En últimas, esta nueva degradación de la violencia en algunas regiones responde a la competencia entre los agentes del desarrollo —que construyen paz— y los agentes del crimen —que defienden sus intereses ilegales—.

Las masacres de los últimos tres años también han sido un instrumento de miedo y coerción sobre las comunidades.

Antes se expandía el conflicto; ahora se expande el crimen. Se transforman la violencia y las circunstancias, pero los métodos se repiten.

Las masacres recientes son muy distintas de las que se registraban en el pasado: son una perversión de la violencia del crimen organizado; antes, muchas eran parte de estrategias —igual de degradadas— de grupos paramilitares y guerrilleros.

Tal vez lo único común en ambos casos es la incapacidad de prevenir estas muertes y la ineficacia del sistema judicial para frenarlas juzgando a sus responsables.

En medio de esta degradación, una negociación con los grupos puramente criminales es inadmisible; la única salida es una forma de intervención judicial diferente, efectiva y diseñada estratégicamente. O seguiremos en lo mismo.

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