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Masacre en los cañaverales de Cali

Escrito por Boris Salazar
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La pobreza, el Estado racista y el crimen organizado han hecho de Cali una ciudad muy violenta. Y las masacres de inocentes prosiguen en medio del mal manejo de la pandemia por parte de la alcaldía.

Boris Salazar*

La masacre

Hay dulzura en el rostro de la joven madre afro que despide a su hijo asesinado en la masacre de cinco menores en un cañaduzal cercano a Llano Verde, el barrio del oriente de Cali en el que vivían. Es la reserva de ternura y optimismo que les ha ayudado a malvivir en medio del horror a que los ha sometido el Estado, el crimen organizado, el control de la pandemia y la pobreza.

Llano Verde, como Potrero Grande, es un gueto diseñado por el Estado para encerrar a los más pobres y vulnerables en casas de 40 metros cuadrados. Allí fueron enviados antiguos habitantes de El Jarillón del Río Cauca y desplazados del conflicto armado, la mayoría proveniente del Pacífico. En el trasteo perdieron el agua y la ilusión del paisaje y ganaron un encierro atroz.

Para paliarlo un poco, los cinco menores asesinados solían internarse en los cañaduzales de una hacienda vecina para “comer caña, a jugar cerca de un lago y elevar cometas”, como dijeron el alcalde de la ciudad y los familiares de las víctimas. ¿Cómo pudo acabar en violencia homicida ese contexto tan inocente y bucólico?

El historial de violencia

La violencia contra los jóvenes no ha sido ajena al oriente de Cali. Desde mediados de los años 1980 en la ladera, y temprano en los años 1990 en el oriente, los jóvenes se convirtieron en las principales víctimas de la violencia homicida. El primer pico de esa violencia llegó con el comienzo de la caída de los señores de Cali en 1994.

El segundo ocurrió en 2013 cuando cientos de jóvenes cayeron en el oriente y la ladera de la ciudad. Detrás de los dos picos hubo una voluntad organizada de exterminio a la que contribuyeron el crimen organizado y miembros de la Policía, en ocasiones financiados y requeridos por vecinos y ciudadanos. No sobra decir que ambas oleadas de violencia exterminadora permanecen en la impunidad.

El arribo de la COVID-19 y de las medidas de control social desarrolladas por el Estado empeoraron la situación de encierro e impotencia de los habitantes del oriente y, en particular, de barrios como Potrero Grande y Llano Verde. Dependientes de la economía informal, desvertebrada por la cuarentena, los habitantes del oriente vieron reducidos sus ingresos por debajo de la pobreza absoluta.

La búsqueda de liquidez por todos los medios tomó la forma de un mayor número de atracos callejeros. La conjetura, convertida en certeza en las mentes de los que tienen el poder para matar o son pagados para matar, es que detrás de la oleada de atracos callejeros han estado menores como los que fueron masacrados en Llano Verde. Las voces de algunos concejales, periodistas y ciudadanos pidieron mano dura: más garrote y menos zanahoria. Y el garrote llegó en la forma de balas y machete el martes pasado.

En las redes sociales es posible escuchar mensajes de Whatsapp que justifican el asesinato de los menores por lo que habrían hecho en el pasado reciente. Dicen que no eran niños, ni elevaban cometas, pero sobre su supuesta conducta criminal sólo dicen que “estuvieron a punto de matar a un señor” en algún lugar del oriente de la ciudad.

La pandemia y la violencia

Pero el regreso de la violencia homicida no es un asunto exclusivo de Llano Verde o del oriente. De hecho, ya había vuelto a crecer en mayo para superar en junio y julio los niveles del año pasado y alcanzar de nuevo los niveles históricos promedio: lo que se había ganado en marzo y abril, debido a la cuarentena, se perdió muy rápido por la adaptación de sicarios, patrones y delincuentes a la nueva situación. La cúspide de la tendencia ocurrió el martes de la masacre: once homicidios en un solo día. Peor aún: en un día de semana. Algo que sólo había ocurrido en tiempos de la guerra entre organizaciones de narcotraficantes.

Facebook Jorge Iván Ospina Autoridades en el levantamiento de los cuerpos de los jóvenes asesinados en Llano Verde.

La respuesta del Estado

La administración municipal respondió a la crisis humanitaria con mucho garrote y poca zanahoria. Entregó “mercados” a domicilio y aumentó la dosis de garrote a niveles insoportables: mayor represión, vigilancia y encierro para los habitantes del oriente y de la ladera. Cierre de parques y espacios públicos. Prohibición del ejercicio colectivo al aire libre. Los que viven en cuatro metros cuadrados por persona fueron culpados de la expansión del virus y tratados como criminales. La fuerza del Estado se centró en la persecución de fiestas, bailes, reuniones y sesiones eróticas en moteles. Los recursos estatales fueron dilapidados en objetivos secundarios, derivados de políticas bien intencionadas, pero sin fundamento científico.

En materia de política para la juventud, esta administración desmontó, sin crear alternativa alguna, todos los programas de integración para jóvenes vulnerables que venían de la administración anterior. Sin contacto con el Estado, sin alternativas de empleo e integración a la sociedad, con una escolaridad fallida por falta de conectividad, los jóvenes más vulnerables quedaron desprotegidos y a la deriva. Más allá de sus falencias, esos programas mantenían vínculos entre los jóvenes y el Estado, ayudaban a controlar y desmontar los conflictos que enfrentaban a jóvenes de distintas agrupaciones, y contribuían a su reintegración a una sociedad que no conocen y no ha sido amable con ellos.

El mensaje fue bien leído por las fuerzas oscuras que siempre han encontrado en los jóvenes más vulnerables el chivo expiatorio en materia de seguridad: desligados del Estado y de sus instituciones y programas, los jóvenes pobres podían ser otra vez la parte más débil del escenario de inseguridad que estaría padeciendo la ciudad. Por eso, cuando jóvenes novicios en las artes de la delincuencia comenzaron a violar las reglas implícitas de la pre-pandemia, recibieron la pena capital como castigo. El mensaje, otra vez, ha sido bien interpretado: los jóvenes del oriente y la ladera han desaparecido de los escenarios públicos. Saben lo que viene y actúan en consecuencia.

No han recibido el mismo tratamiento los asesinos pagados. Su oficio hace parte de la normalidad ciudadana, de la forma en que se ajustan cuentas, se cobran deudas y ofensas en la ciudad. Fíjense, si no, en el número creciente de ciudadanos mayores, o que pasan de los cuarenta años, que han caído a manos de sicarios pagados por ciudadanos “de bien”. Es fácil conseguir una apariencia de seguridad sacrificando la parte más débil de la sociedad.

Facebook Jorge Iván Ospina El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, en las exequias de los jóvenes asesinados en esa ciudad.

La respuesta de la gente

Al grito de “justicia” la comunidad de Llano Verde y del oriente en general se ha tomado las calles en los días siguientes al crimen. Contrariamente a lo que esperaban los expertos, en esos guetos alejados de la mano de Dios hay comunidades activas y ciudadanos que exigen justicia y entierran a sus muertos con dignidad.

Incluso tienen pistas sobre lo que ocurrió. La hermana de una de las víctimas ha contado varias veces, en medios radiales y electrónicos, que cuando fue a buscar a las víctimas al cañaduzal vio, junto a dos policías que guardaban la escena del crimen, a dos hombres, uno de ellos con un machete y con sangre en las manos y en el rostro. Los hombres nunca fueron detenidos o su detención, si ocurrió, no ha sido comunicada al público.

El ataque con explosivos a un CAI cercano al funeral de las víctimas en el parque de Llano Verde en la noche del jueves parece indicar que la violencia está siendo respondida con violencia y que vamos camino de una guerra entre organizaciones criminales. Sin embargo, no es descartable que detrás de la granada lanzada contra el CAI estén los mismos que decidieron asesinar a los cinco menores.

No va a ser fácil que este crimen quede en la impunidad. No sólo por la recompensa de 200 millones de pesos ofrecida por las autoridades ni por el tiempo y atención que el alcalde Ospina y el ministro de Defensa han dado a la situación. Ya no estamos ni en 1994 ni en 2013: ahora hay comunidades activas y teléfonos móviles y redes sociales por las que la información no deja de fluir. Y hay también la voluntad de encontrar la verdad.

La administración municipal y el Estado colombiano tienen la oportunidad de enmendar la plana y comenzar a proteger la vida de los jóvenes que han enviado a malvivir, junto con sus familias, a guetos como Llano Verde.

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