Los nuevos magistrados de la Corte no deben su lealtad a quienes los postularon o los eligieron sino a la Constitución.
José Gregorio Hernández*
Como se ha dicho varias veces, no cabe duda de que los fallos de la Corte Constitucional, por su misma naturaleza y por la función que cumplen -la salvaguarda de la Constitución Política- tienen -unos más, otros menos- algún componente político.
Pero ese es un concepto que tiene su propio y restringido alcance, y no hay que interpretarlo en el sentido de "licencia" para que los magistrados integrantes de la Corporación -puestos allí para defender la Constitución- cambien el sentido esencial de su papel y, en vez de servir a la finalidad de hacer que rija efectiva, genuina e ininterrumpidamente la Constitución, presten un "servicio" a determinadas corrientes partidarias, al gobierno de turno, o al Congreso.
El carácter político del control de constitucionalidad tiene que ver con la valoración y conservación de los postulados esenciales del sistema fundado en la Constitución, en su más alto nivel, bien lejos de los intereses individuales y de los apetitos del poder en una cierta coyuntura. Precisamente, la función se tiene que ejercer en el plano abstracto, de manera independiente, y sin la mira puesta en la conveniencia momentánea.
Ese profundo y alto concepto del control de constitucionalidad implica que pertenecer a la Corte, más que un honor -que, por supuesto, lo es- significa un compromiso. Pero no con quienes postularon o eligieron al magistrado; ni con los integrantes del partido político de sus simpatías -pues, hay que afirmarlo de nuevo, no son voceros o representantes partidistas, así "bloques de congresistas" hayan decidido apoyarlo cuando era candidato-; ni con quien transitoriamente ejerce el poder político; ni con los dueños del poder económico; ni con una determinada región del país; ni con una clase social; ni con sus padres, hermanos o hijos; y menos con sus propias y personales expectativas. No. El magistrado del Tribunal Constitucional está comprometido en alto grado, bajo la gravedad del juramento, única y exclusivamente con la Constitución Política cuyo imperio está obligado a garantizar. Aunque "defraude" a sus postulantes o electores; a sus amigos; a su partido; a sus coterráneos.
En determinados casos, puede haber un conflicto de lealtades, pero, si lo hay, siempre debe prevalecer la lealtad a la Constitución. Y aunque esto se predica de todo servidor público -es necesario recordarlo, pues algunos funcionarios que también deberían ser independientes, lo han olvidado, llegando a extremos inverosímiles de servilismo- debe recalcarse hasta el cansancio cuando no se trata de cualquier servidor público sino del defensor de la Constitución.
Por ello, queremos insistir en que el factor político ligado a las sentencias que profiere la Corte Constitucional no puede confundirse con la prestación de servicios políticos por parte de sus integrantes. Entonces, ese componente no riñe con la obligación indeclinable de proferir fallos en Derecho. Eso significa, fallos mediante los cuales, en efecto, se haga valer la Constitución, impidiendo que con interpretaciones amañadas -por ingeniosas que sean- se burlen sus disposiciones, valores y postulados.
Allí hay, por ende, una gran responsabilidad. Y, a no dudarlo, el magistrado que equivoque o confunda su altísima misión con una función subalterna, al servicio de alguno o de algunos, prevarica. No es digno de ejercer el cargo.
Todo esto lo expongo públicamente, con el debido respeto, ante los nuevos magistrados de la Corte, cuyas labores empiezan próximamente, pues creo que no sobra, para que quienes de alguna manera han contribuido o contribuirán a su elección pierdan de una vez por todas las esperanzas de que cuentan con voceros o representantes suyos en el más alto cuerpo judicial de la Nación. Aquí no hay compromisos. Y, si en mala hora los contrajo alguien ¡qué pena!: no podrá cumplirlos.
*Miembro fundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.