

La COVID-19 ha impedido que millones de personas honren y despidan a sus seres queridos. Si queremos evitar una crisis de salud mental, debemos aprender a realizar ritos fúnebres de manera segura.
Boris Pinto, M.D.*
Laura Yurany Viracachá Sandoval. M.D.**
“No hay sepulcro. El sepulcro tiene algo de sagrado: una cruz, unas piedrecitas, un árbol, una fotografía, un epitafio, y la biografía esencial de cuándo llegó y cuándo se murió. Me gusta el rito de enterrarlo porque, comparada con la vida, la eternidad del sueño es tan larga que la centuplica. Así sabré dónde visitarlo”.
Fosas comunes, Roberto Burgos Cantor
La historia de muchos
La noche del 24 de diciembre, el viejo le dijo a su hijo que no se sentía bien. El día anterior había tenido su sesión de diálisis, pero lo que sentía no era producto de la terapia renal. Era otra cosa: malestar, dolor de huesos y una tos seca. Por esos días Bogotá, como otras ciudades de Colombia, atravesaba el segundo pico de contagios de COVID-19. Estos síntomas no podían ser interpretados a la ligera en medio de la pandemia. El hijo, preocupado, le tomó la temperatura: 38°.
Dos días después fueron al hospital donde le realizaron exámenes de sangre y radiografías. Las ambulancias entraban y salían del parqueadero de la clínica. Grupos de familiares con tapabocas se asomaban a la puerta del servicio de urgencias para pedir información sobre sus parientes enfermos. Las visitas estaban limitadas en las salas destinadas a la atención de los pacientes con infección por coronavirus.
Siete días después, el padre ingresó la unidad de cuidados intensivos después de llamar a su esposa, a sus hijos y a sus nietos, y darles consejos, como de costumbre.
Durante trece días, la rutina de la familia se redujo a esperar la llamada del médico tratante. Las visitas al área de cuidados intensivos para pacientes con COVID-19 estaban rotundamente prohibidas en esa institución. Con paciencia y amabilidad, los médicos se esforzaban por comunicar la información necesaria a los familiares a través de llamadas vespertinas. El diagnóstico no era bueno: la salud del viejo no parecía mejorar.
Cada mañana, los parientes escribían mensajes en el grupo familiar de WhatsApp y el hijo les contaba el parte médico. Durante varios días, el hijo deambuló por las afueras de la clínica junto con otros familiares taciturnos.
Algunas noches, los médicos no llamaron. Parece comprensible: muchos pacientes y poco personal. La ansiedad se multiplicó y la familia radicó una queja en el buzón de sugerencias. Esa y las siguientes noches los volvieron a llamar, pero una madrugada el viejo no aguantó más.
Durante trece días, la rutina de la familia se redujo a esperar la llamada del médico tratante.
Su cuerpo permaneció oculto después de su muerte. No completaba el número de días para ser considerado “curado” de COVID-19, así que ningún familiar pudo verlo, ni siquiera quienes habían superado la misma enfermedad recientemente. La empresa funeraria se encargó del cuerpo siguiendo los lineamientos del Ministerio de Salud. La disposición final del cadáver debía hacerse de forma rápida e higiénica.
Al día siguiente, un breve cortejo despidió al viejo. Solo permitieron tres carros en la caravana fúnebre y una cinta con el nombre en la ventana trasera de la carroza azul. De la funeraria salían otras carrozas rumbo a los tres crematorios asignados por el Distrito para la incineración de los muertos de la pandemia. No hubo salas de velación, ni libros de asistentes, ni fotos de los muertos, ni flores póstumas, ni un vaso de agua, ni una silla donde sentarse a llorar. Los familiares y los dolientes de tantos muertos atiborraban los andenes adyacentes a la funeraria. En las esquinas se bajaban los tapabocas y se reunían a suspirar y tomar agua aromática, mientras sacaban de los anfiteatros las carrozas con sus muertos.
Los amigos y la familia del viejo, repartidos en varios países, siguieron la triste procesión a través de un enlace de Zoom. La carroza se detuvo con los tres carros de la caravana junto al andén del cementerio. El conductor se dirigió hasta la esquina y llamó a un sacerdote que descansaba en la cafetería. La hija del muerto, que seguía entre lágrimas la procesión de forma virtual, afirma que esa despedida parecía una escena surrealista de una película de Buñuel. Estamos de acuerdo.
El cura se acercó con su sotana blanca, doble tapabocas, gafas antifluidos y una Biblia roja en su mano derecha. Consultó en su agenda el nombre del muerto. Le siguió un violinista con tapabocas y careta protectora. Encomendaron el alma a Dios y a la Santísima Virgen, y recordaron lo efímera que es la vida y la importancia de obrar bien siempre porque nadie sabe cuándo será su último día.
Hubo lágrimas en el andén y en cada ventanita de la reunión de Zoom. Al final, el sacerdote consoló a los deudos recordándoles que eran afortunados por poder despedir a su muerto: durante la pandemia, muchos ni siquiera habían podido hacerlo de forma virtual, y otros no habían podido pagar la misa en la calle. Entregaron la cinta con el nombre en letras plateadas y la carroza, hermética, entró al cementerio para seguir el proceso de cremación.
Después de quince días hábiles, el hijo reclamó en la funeraria el cofre con las cenizas de un muerto que nunca vio. Se necesita mucha imaginación y fortaleza para superar la muerte de un muerto sin cuerpo. Una muerte fantasmal. Un cuerpo pulverizado que todavía deambula por los dormitorios.

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La importancia de los ritos fúnebres
“Los muertos de hoy son los vivos de ayer, actuantes y sufrientes”, sentenció el filósofo Paul Ricoeur. La sepultura y la cremación, más que prácticas de disposición de los cuerpos, constituyen experiencias simbólicas, ritos que movilizan los vínculos con el sujeto perdido al terreno íntimo de la rememoración. Las diligencias del entierro representan, al tiempo, un deber de cuidado póstumo que honra el amor para los nuestros. Experimentar la muerte de un ser próximo sin poder tocarlo, vestirlo y contemplarlo implica desacatar el deber moral de cuidar a los nuestros hasta el final.
En la memoria, el muerto se hace ancestro, presencia y legado. Para la memoria, el cuerpo y sus marcas son la geografía del duelo. No en vano el poeta canadiense Michael Ondaatje afirmó “Quiero todas esas marcas en mi cuerpo. Nosotros somos los auténticos países”.
Los ritos fúnebres facilitan el proceso de duelo porque nos permiten darle sentido a la muerte. Los cuerpos sin vida son las coordenadas a partir de la cuales comenzamos el difícil proceso de recuperación. Por eso, cuando los dolientes no tienen un cuerpo al cual llorar, se extravían en un territorio desconocido del que no tienen ningún mapa.
Se necesita mucha imaginación y fortaleza para superar la muerte de un muerto sin cuerpo.
Las muertes fantasmales pueden derivar en un proceso complicado de duelo. Por esta razón, los familiares de tantas víctimas del conflicto armado en nuestro país siguen buscando en fosas comunes los restos de sus desaparecidos; desenterrarlos para darles sepultura, como dijera Burgos Cantor. Dignificar las muertes indignas por medio de una inhumación libre de la violencia de los asesinos. Sin el cuerpo y sin el rito, la presencia se hace ausencia.
Morir en tiempos de epidemia siempre ha sido una desgracia: lo fue durante las pestes antiguas y lo sigue siendo en la actualidad. Los muertos se multiplican, el miedo al contagio a través de los cuerpos inertes se propaga más rápido que la misma infección y hay un sentimiento generalizado de tristeza y vulnerabilidad.
Indudablemente, el aislamiento preventivo, el uso del tapabocas, el control de aforos y la ventilación de los espacios son medidas necesarias para reducir el contagio de coronavirus. Sin embargo, es importante preguntarnos si la prohibición de las visitas en algunas instituciones de salud y la estricta supresión de los ritos funerarios son medidas basadas en evidencia científica.
La importancia de la salud mental
Además de promover medidas preventivas, la salud pública debe preocuparse por acompañar los procesos de duelo de los supervivientes. La salud mental de quienes se quedan y el trato digno de los cuerpos de quienes se van, deberían formar parte de sus prioridades.
Es indispensable pensar en protocolos de cuidados paliativos y en prácticas funerarias que cumplan con las medidas de bioseguridad necesarias para mitigar los efectos de la pandemia. Ya existen guías y manuales que orientan los procesos de acompañamiento psicológico para las personas que pierden seres queridos durante la pandemia.
En Colombia, el Ministerio de Salud publicó un documento titulado “Orientaciones para el manejo, traslado y disposición final de cadáveres por COVID-19” que menciona la importancia del proteger la dignidad humana, pero hace énfasis en un conjunto de medidas para evitar la infección sin reparar en la dimensión afectiva de este proceso.
La Alcaldía Mayor de Bogotá publicó una “Guía para el apoyo psicológico inicial en casos de duelo por hospitalización en UCI, aislamiento preventivo obligatorio de adulto mayores y fallecimiento ocasionado por COVID 19” que hace énfasis en la importancia de que los profesionales de la salud informen estas muertes de forma humanizada, y que acompañen a los familiares desde antes del fallecimiento.
la salud pública debe preocuparse por acompañar los procesos de duelo de los supervivientes.
En varios países y en algunas instituciones colombianas se han puesto en marcha protocolos de cuidados paliativos que responden a las exigencias de la pandemia. Estos protocolos incluyen llamadas a través de dispositivos electrónicos, visitas supervisadas, trato digno a los cadáveres y procesos de acompañamiento del duelo para los familiares.
Sin embargo, la esposa, los hijos y hermanos de nuestro viejo –que podría ser el padre o abuelo de cualquiera de nosotros– no han recibido apoyo psicológico. Ni antes de que muriera ni ahora. Si bien la vacunación masiva es la prioridad en estos momentos, también deberíamos preocuparnos por la salud mental. Es probable que la poca atención que hemos prestado a la salud emocional de la población nos pase factura en los próximos años.
La viuda del viejo, a veces, llora en su habitación pensando en el muerto que no pudo ver ni cuidar. Entre sueños, ve su cuerpo desnudo envuelto en la bolsa resistente a la filtración de líquidos. A veces, dormida, sueña que su muerto tiene frío.