¿Encapuchados enviados desde Venezuela? ¿Agentes encubiertos de la policía que ocasionan desmanes? Una discusión sobre los actores de la protesta y sus intereses.
Nicolás Rudas*
Acusaciones de lado y lado
Las protestas estudiantiles de las últimas semanas en Bogotá son relevantes y necesarias. Desde hace mucho tiempo la sociedad colombiana tiene pendiente discutir el problema de la corrupción en la educación superior pública.
Sin embargo, el debate suscitado está tomando una dirección desafortunada, con sus protagonistas promoviendo ideas que lo simplifican hasta la caricatura. A veces esto viene acompañado de una cuota elevada de paranoia, que dificulta la posibilidad de alcanzar un entendimiento común.
Es revelador que, frente a los hechos de violencia ocurridos durante la protesta, todos los actores involucrados acusen a su contraparte de “infiltración”. Quizás no sea la primera vez en la historia del país que al despuntar una ola de movilizaciones sociales las declaraciones iniciales del gobierno subrayen este punto.
Lo que sí llama la atención son los niveles de conspiracionismo a que han llegado, entremezclados con una buena dosis de ligereza. La vicepresidenta Marta Lucía Ramírez manifestó el jueves que “parte de esos encapuchados tienen que ser de los encapuchados que nos han mandado desde Venezuela, porque esos no son los estudiantes colombianos”.
La acusación —hasta cierto punto simétrica— de los estudiantes, según la cual su protesta está “infiltrada” por la fuerza pública y los desmanes son ocasionados por agentes encubiertos es un fenómeno nuevo, o cuanto menos una versión que ha cobrado popularidad solo recientemente.
Ignoro hasta qué punto esta idea puede tener algo de cierto. Pero reducir así el problema de la violencia en las protestas universitarias es miope y hasta cierto punto negacionista, pues soslaya los importantes factores que están en juego cada vez que ocurren disturbios en medio de una marcha preponderantemente pacífica y legítima.
![]() Foto: Conexión Capital |
Puede leer: Reglamentar la protesta social: pero, ¿cómo?
Los manifestantes, el ESMAD y los “capuchos”
En la protesta estudiantil no hay dos, sino tres partes. La primera, y más importante, son los estudiantes cuya agenda es defender la educación pública, luchando contra los actos que van en su detrimento.
El año pasado exigían mayor financiación al gobierno; este año exigen liquidar las estructuras que habilitan el desfalco de recursos —por ahora, centrados en el escandaloso caso de la Universidad Distrital—. Todo parece indicar que van a persistir, y eso es una gran noticia.
Su estrategia de acción es la movilización pacífica, fundamentalmente porque su propósito es aglutinar apoyos amplios y transformar el “conflicto estudiantil” en un “problema de la sociedad”.
Se echa de menos una actitud mínimamente autocrítica por parte de las autoridades.
Buscan generar incentivos para que quienes toman las decisiones políticas intervengan en su favor, e incrementar los costos para aquellos que se mantengan al margen. En la medida en que requieren visibilidad, reconocen como clave el papel de los medios de comunicación —aún con las reservas que puedan tener frente a ellos—.
El segundo actor, que entra al conflicto como respuesta de choque, es la fuerza pública. Desde su llegada al poder en 2018, el actual gobierno se ha mostrado renuente —por decir lo menos— a abrir canales de interlocución con los sectores que protestan. Antes que profundizar los mecanismos de tramitación de conflictos, lleva insistiendo más de un año en que el problema de fondo es la protesta social misma, y en la necesidad de “regularla”.
Ante los evidentes excesos en los que ha incurrido el ESMAD durante las protestas, se echa de menos una actitud mínimamente autocrítica por parte de las autoridades. Es notoria su indisposición a discutir los protocolos de intervención en las manifestaciones y la proporcionalidad y pertinencia del uso de la fuerza en escenarios tan complejos y delicados como estos. Sorteando la controversia, un vocero gubernamental dijo que al ESMAD no hacía falta reformarlo sino fortalecerlo.
El tercer actor de las protestas estudiantiles son los universitarios radicalizados, un sector minoritario pero ruidoso. Estos promueven un tipo de agitación más agresiva, y suelen justificar la violencia como canal de expresión legítima a sus sentimientos de indignación.
Si se examina de cerca, estos sectores beligerantes no están interesados en problemas sectoriales como la corrupción en las universidades públicas. Más bien buscan aprovechar la coyuntura para profundizar una confrontación con las fuerzas del Estado. Por eso no tienen reparos en desviar los motivos de las protestas introduciendo otros mensajes que distraen el foco de la reivindicación, como lo muestra su ataque a las instalaciones del Icetex.
![]() Foto: Universidad Distrital |
A estos actores les conviene mucho más la frustración de la protesta que su triunfo. El cierre de los canales de interlocución es funcional a su agenda. No necesitan soldar alianzas amplias con otros sectores de la sociedad. Buscan en cambio ejercer una justicia por mano propia a través de la “acción directa”, como cuando intentaron invadir el edificio de la rectoría en la Distrital y, más grave aún, cuando atacaron a los periodistas que cubrían las marchas.
El problema con esta situación es que los beligerantes estudiantiles y la fuerza pública se benefician mutuamente. La intransigencia gubernamental da a los primeros nuevas municiones para justificar la inviabilidad de las salidas negociadas y promover como única alternativa el empleo de la fuerza. A la vez, los episodios violentos en las protestas dan al gobierno nuevas municiones para persistir en su empeño de restringir los derechos de protesta —¿qué otra cosa podría ser su llamado a la “regulación”? —.
Entretanto, los estudiantes pacíficos son los verdaderos damnificados. Por una parte, sus demandas dejan de discutirse, pues la atención se concentra en los “excesos” de la violencia. Por otra parte, la autoridad empieza a poner en tela de juicio su propio derecho a defender públicamente estas demandas.
Le recomendamos: El movimiento estudiantil lucha por sus derechos
El nuevo movimiento estudiantil
Aunque la forma en la que se da el proceso es peligrosa, hay algo esperanzador. El movimiento estudiantil, al menos desde la experiencia de 2011, parece ir adquiriendo de a poco una nueva madurez política. Algo evidente, por ejemplo, en su creciente capacidad para articular estudiantes de las universidades públicas y privadas.
Se echa de menos una actitud mínimamente autocrítica por parte de las autoridades.
El señalamiento de los violentos como “infiltrados” de la fuerza pública, aunque implausible, pone de manifiesto cierta consciencia de los manifestantes acerca del papel nocivo que tiene la violencia cuando se mezcla con la política. En última instancia, muestra que los estudiantes van entendiendo que los sectores más beligerantes son enemigos —y no aliados— de la protesta. Cada vez estamos más lejos de las épocas en que la violencia se disculpaba si provenía del propio bando.
Al mismo tiempo, cuando la violencia en las protestas se reduce a una “infiltración” de la policía, queda patente todavía cierta incapacidad del movimiento estudiantil para discutir de manera franca, crítica y abierta las actitudes violentas que albergan algunos de sus activistas.
![]() Foto: Policía Nacional |
¿No se piensa problematizar la expulsión de periodistas de las movilizaciones o debatir el carácter antidemocrático de esa actitud o, cuanto menos, si esa es una acción realmente inteligente para los estándares universitarios? Así como las autoridades, los estudiantes también tienen el deber de la autocrítica.
*Sociólogo y magíster en Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, profesor en esa misma institución.