Hay por lo menos tres medidas concretas y factibles para reducir la violencia entre policías y encapuchados, sin que por eso sufra la autonomía universitaria. Estas son tres salidas posibles.
Juan Gabriel Gómez Albarello*
Un acuerdo sin base legal
La Universidad Nacional de Colombia volvió a ser el escenario de enfrentamientos entre la Policía y los “capuchos” —manifestantes que ocultan su identidad para ejercer la violencia—. En uno de ellos, el patrullero Jhon Fredys Rodríguez resultó herido de gravedad.
Hay un acuerdo tácito entre el gobierno y la comunidad universitaria para que la Policía no entre al campus. Sin este acuerdo “los capuchos” no podrían enfrentarse a ella. De otro modo, no podrían resguardarse o refugiarse en el campus, cuando se ven superados por la acción de los agentes del orden.
Ese acuerdo no tiene ninguna base legal. No aparece en ningún documento que uno pueda citar y someter a escrutinio. Es un supuesto intocable del cual pocos nos atrevemos a dudar en la Universidad.
La justificación de ese acuerdo es prevenir la ocurrencia de abusos e incluso muertes que han cometido miembros de la Policía en el pasado. La intensidad del trauma causado por esos abusos y muertes es tal que la mención del regreso de los uniformados en los campus universitarios da lugar a la idea de que inevitablemente se repetiría la violencia del pasado. No hay punto medio ni condiciones bajo las cuales pudiera tener lugar ese retorno. Es una proposición impensable.
Diálogo para restaurar la confianza
La elección y el gobierno de Gustavo Petro bien pueden ser la coyuntura propicia para iniciar un diálogo profundo sobre la violencia policial contra las manifestaciones de los estudiantes, y también sobre la violencia estudiantil contra los policías.
El hecho de mencionarlas juntas no quiere decir que tengan el mismo significado ni la misma gravedad: la violencia policial tiende a ser mucho más letal. Sin embargo, es imposible hablar de una sin hablar de la otra, como en todo diálogo.
La intensidad del trauma causado por esos abusos y muertes es tal que la mención del regreso de los uniformados en los campus universitarios da lugar a la idea de que inevitablemente se repetiría la violencia del pasado.

Este diálogo sería un ejercicio de verdad, justicia, reparación, y no repetición, que no pudo ser realizado por la Comisión de la Verdad—la falta de voluntad del gobierno anterior no facilitó mucho su trabajo—. Desafortunadamente, la Comisión también se limitó a servir de escribano del memorial de agravios de la comunidad universitaria y no hizo mucho ni por la verdad ni por la reconciliación. Ese gran diálogo Policía-Universidad es una tarea pendiente en Colombia. Su realización permitiría que la Policía retornara a los campus a cumplir su función, sin que ningún miembro de la comunidad universitaria tuviera que temer abusos ni arbitrariedades. Habría un espacio legítimo para la protesta, pero también legitimidad para reprimir los disturbios.
Los servicios de seguridad del campus
Mientras ese diálogo se realiza, ¿qué opciones tenemos en los campus universitarios? ¿Hemos de conformarnos con el estado de anomía existente?
Tal como ocurre en los barrios periféricos donde no entra la Policía, en los campus de las universidades públicas hay una civilidad a medias. Los laboratorios e institutos de investigación, los espacios de docencia y reflexión compartida conviven con otros donde el espacio público es tierra de nadie, y otros más donde no hay Estado de derecho sino una ley de la selva, la ley del más fuerte.
Ya es hora de comenzar a exigirles responsabilidad a las directivas universitarias, así como a las organizaciones de seguridad de los campus, las cuales reciben recursos del erario como remuneración para cumplir sus tareas.
A los campus universitarios no sólo no entra la Policía. Peor aún. En los campus no rige el artículo 32 de la Constitución, que dice: “el delincuente sorprendido en flagrancia podrá ser aprehendido y llevado ante el juez por cualquier persona.”
Según la Corte Constitucional, la flagrancia no se limita al caso inmediato en el cual una persona realiza un delito. También se extiende a otros dos casos.
- La llamada flagrancia extendida. Ocurre cuando una persona es aprehendida inmediatamente después de realizada la conducta, después de haber sido identificada como la responsable de un delito gracias a indicaciones de testigos o medios de videovigilancia.
- La llamada flagrancia inferida. Tiene lugar cuando la persona es “capturada con objetos o instrumentos o en el vehículo utilizado para huir, a partir de los cuales es posible inferir razonablemente que acaba de realizar la conducta punible”.
Los servicios de seguridad de los campus podrían hacer mucho más uso del concepto de flagrancia para prevenir la violencia.
Desde luego, capturar a los capuchos en flagrancia puede ser difícil. Sin embargo, conviene preguntar qué instrucciones les han dado las directivas universitarias a los servicios de seguridad para identificar a los responsables de los disturbios y para entregar esa información a las autoridades competentes. También cabe preguntarles a las mismas directivas qué han hecho para deslegitimar la violencia en el campus.
Yo podría asegurar que ninguna. Las directivas siguen limitándose a enviar mensajes inútiles de rechazo a la violencia, pero no han hecho nada o casi nada por evitarla. En ese sentido, son responsables de un grave deterioro fiscal, dado el perjuicio que esos disturbios causan al patrimonio público y a la ciudadanía.
Una “guardia indígena”
Hay una tercera opción que conviene mencionar.
Las universidades públicas podrían tener una suerte de “guardia indígena” es decir, una guardia respetada por la comunidad universitaria. Al mencionar esta fórmula, seguramente la primera imagen que le viene a uno a la cabeza es, literalmente, la de la Guardia Indígena. Se trata de una Guardia respetada por la comunidad universitaria. En lo inmediato, es la solución más fácil y rápida para prevenir disturbios en los campus. Sin embargo, esta sólo podría ser una solución temporal.
La Guardia Indígena, en mayúsculas, protege sus territorios, los cuales están bajo el asedio constante de múltiples grupos armados. Cuando me refiero a una “guardia indígena” en minúsculas, pienso en una guardia nativa, propia de los campus universitarios, esto es, en personas formadas por la propia universidad para cumplir las funciones de seguridad. Esas personas podrían incluir a estudiantes universitarios como auxiliares, pero deberían ser, sobre todo, personas con una sólida formación en derechos humanos, resolución de conflictos y defensa personal.
Sus tareas serían las siguientes:
- ordenar el espacio público,
- capturar a los acosadores sexuales y ponerlos a disposición de las autoridades,
- evitar que el campus siga siendo usado por organizaciones criminales como un provechoso lugar para el microtráfico de drogas, y
- prevenir disturbios contra la Policía.
Esta “guardia indígena” nos permitiría pasar de la anomía a la verdadera autonomía universitaria.
Ya es hora de comenzar a exigirles responsabilidad a las directivas universitarias, así como a las organizaciones de seguridad de los campus, las cuales reciben recursos del erario como remuneración para cumplir sus tareas.
A propósito, he preferido usar la versión original griega de la palabra, no la estandarizada por la Real Academia de la Lengua, para dramatizar el peculiar predicamento de un espacio universitario en el cual aparentemente no hay normas. Esta es una situación que estamos en mora de superar.
Los campus de las universidades públicas se han convertido en meros reproductores de la incultura ciudadana, la cual ahora se replica gravemente en muchos otros lugares del territorio nacional. Los campus deberían ser modelos de cultura cívica y de verdadera autonomía, esto es, lugares donde rigen normas propias, las de comunidades comprometidas con la libre producción y difusión del conocimiento.
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