Las medidas que limitan los derechos individuales estigmatizan a los antivacunas y dañan el tejido social.
Tatiana Andia*
Intransigencia creciente
Varios países adoptaron los pasaportes de vacunación como requisito para acceder a los sitios públicos y comercios. La medida pretende disminuir el riesgo de contagio y de enfermarse gravemente de COVID-19, además de estimular, u obligar, a las personas a vacunarse.
Pero esta medida toma un tono cada vez más claro de sanción social para los no vacunados. Por ejemplo, el presidente francés, Emmanuel Macron, fue criticado por referirse despectivamente a quienes no se han vacunado y por decirles algo así como “jódanse”. Otro caso es el de Novak Djokovic, quien fuera deportado por el gobierno australiano y no pudo jugar el Australian Open por no estar vacunado.
En Colombia ya se estableció el requisito de vacunación para ingresar a los espacios públicos y hace carrera la idea de que la responsabilidad del cuarto pico de la pandemia y de la saturación de los hospitales es de los no vacunados. Incluso hay quienes sugieren excluirlos de los servicios médicos o que se les obligue a pagar una penalidad.
Están tomándose decisiones de este estilo. La semana pasada algunas personas denunciaron en twitter cómo a sus familiares y amigos les pospusieron las citas o les negaron el acceso a los servicios de salud por no tener la vacunación completa.
¿Hasta dónde?
La pregunta de fondo es si debe penalizarse a quienes afectan la salud de los otros.
Es la pregunta de si los niños que no han sido vacunados contra el sarampión pueden asistir al colegio, aunque pongan en riesgo a los demás. O la pregunta de si es deseable imponer impuestos adicionales a quienes consumen cigarrillo o alcohol. No es claro hasta qué punto pueden limitarse las libertades individuales en nombre del bienestar general.
Durante la pandemia, las posturas que limitan las libertades individuales han tenido tres problemas importantes:
- Estigmatizan a las personas porque no reconocen la diversidad de su razones para no vacunarse,
- Opacan la discusión de fondo sobre el acceso equitativo a las vacunas en el mundo, y
- Agravan el problema de la desconfianza en las vacunas.
Los no vacunados no son antivacunas
Las medidas restrictivas desconocen la diversidad de motivos para no vacunarse.
En el caso de la COVID-19, existen restricciones biológicas para vacunarse. Muchas personas tienen condiciones de salud que les impiden aplicarse las dosis completas o tuvieron efectos adversos importantes con la primera dosis y temen seguir con la vacunación.
También existen barreras socioeconómicas para acceder a la información o a las vacunas mismas. Los migrantes no tienen la información y temen ser discriminados o deportados si van a vacunarse. Los trabajadores informales no tienen el tiempo para asistir a los centros de vacunación.
Reducir a los no vacunados a antivacunas para culparlos del fracaso de la distribución equitativa de las vacunas y del control sobre las nuevas variantes es simplemente hipócrita y facilista.
Los adultos mayores suelen estar aislados, sin información ni un cuidador, y a quienes viven en zonas dispersas les cuesta demasiado el transporte para vacunarse, ya sea por el tiempo o el dinero.
Finalmente, también existen barreras culturales o de acceso a la información científica. Hay minorías étnicas y religiosas que decidieron adoptar protocolos distintos. Además, las personas y los grupos tradicionalmente excluidos son más susceptibles a las teorías de la conspiración.
En Francia apenas un tercio de los no vacunados son antivacunas. No pueden omitirse las desigualdades en el acceso a las vacunas y la información, y culpar o sancionar a los no vacunados.
Además, los pasaportes de vacunación y las sanciones dividen a la sociedad en dos grupos: los que cumplen las normas (los buenos) y quienes se resisten (los malos). Este tipo de divisiones en una democracia pueden ser muy costosas: suprimen la crítica y el derecho a disentir, y acaban justificando las acciones violentas.
El fracaso de la salud global
A comienzo de la pandemia, abundaban los artículos científicos y de prensa sobre el nuevo virus. Había conteos ansiosos de casos, de hospitalizaciones y de muertes. Los modelos epidemiológicos predecían futuros aterradores y la historia de las pandemias auguraba un camino largo.
En ese momento la vacuna parecía una ilusión. La OMS estimaba que se necesitaban al menos 18 meses para desarrollar una vacuna, pero tardó menos. Las potencias aprobaron el uso en caso de emergencia de diversas vacunas.
En junio de 2020, China aprobó la primera vacuna de virus inactivado, en Agosto Rusia aprobó la Sputnik, y en noviembre apareció Pfizer-BioNTech con la primera vacuna de ARN mensajero.
Entonces, las vacunas se convirtieron en la tan esperada salida de la distopía. Tardarían un poco, pero ya existían y podríamos regresar a la normalidad sin sacrificar vidas. Pero esta promesa no se hizo realidad.
Así pues, imponer la vacunación y estigmatizar a los antivacunas tratándolos de locos, ignorantes, miembros de un culto o de una secta y limitando sus derechos democráticos agravará el problema, porque les dará más razones para sospechar.
Las vacunas se aprobaron y se produjeron aceleradamente, pero los gobiernos optaron por rapárselas en vez de comprometerse con un mecanismo global de compra y distribución que garantizara el acceso equitativo, y las compañías farmacéuticas se aferraron a las patentes en vez de transferir su tecnología para producir más vacunas.
Debido a la mezquindad pública y privada, al final de 2021, mientras los países ricos vacunaban a los niños con bajo riesgo, las coberturas de vacunación en África no superaban el 40 %. Ese es el origen de la variante ómicron y de las UCI saturadas.
Reducir a los no vacunados a antivacunas para culparlos del fracaso de la distribución equitativa de las vacunas y del control sobre las nuevas variantes es simplemente hipócrita y facilista.

Dudar es legítimo
Antes de la pandemia algunas investigaciones indicaban que los antivacunas apelaban a la fobia por la ciencia y a la desconfianza en las instituciones. La fobia es en parte el resultado del limitado acceso a la educación y a la información. El lenguaje alienante y deshumanizado de la ciencia creó sospechas.
La desconfianza en las instituciones es el resultado del acceso de unos pocos a las instancias de poder y de toma de decisiones. Ver a los mismos de siempre decidiendo sobre los demás creó suspicacias. Ambos fenómenos tuvieron una caja de resonancia en el internet y en las redes sociales.
Si a esto le sumamos la trastabillada historia de la vacuna contra la COVID-19, puede verse que la duda es razonable. Las vacunas se desarrollaron en un tiempo muy corto y en una carrera entre diferentes países con diferentes tecnologías. La evidencia de su utilidad es difícil de comprender y, a diferencia de otras vacunas, estas no detienen el contagio.
Nuevas variante aparecen y la información sobre la efectividad de las vacunas cambia. Al principio eran dos dosis, ahora parece que serán tres o cuatro, o las que sean necesarias. Hay demasiada información disponible, y muchas veces es contradictoria.
Así pues, imponer la vacunación y estigmatizar a los antivacunas tratándolos de locos, ignorantes, miembros de un culto o de una secta y limitando sus derechos democráticos agravará el problema, porque les dará más razones para sospechar.
En un libro que siempre le recomiendo a mis estudiantes, Arlie Hoschild, una de las mejores sociólogas estadounidenses, da una lección clave para la disciplina y para la humanidad: “acercarse (reach out) a las personas que hablan, se visten, caminan, se ven y creen distinto de nosotros” es la única salida.