
El pintor David Manzur fue condecorado con el premio Isabel La Católica. Recordamos su trayectoria y su importancia para el arte colombiano.
Darío Rodríguez*
David Manzur
El rey de España condecoró los setenta años de vida artística de David Manzur con la orden de Isabel La Católica.
Antes de cumplir 85 años el pintor viajó a la Antártida para ser testigo de la destrucción del equilibrio ecológico y aprender a filmar con una cámara cinematográfica.
La verdad de Manzur está presente en esas imágenes que muestran enormes bloques de hielo polar desvencijándose, hundiéndose en el mar. Son un modo sencillo de acercarse a una producción principalmente pictórica de siete décadas.
Realizó ese último gran viaje creativo con la misma dedicación y curiosidad inagotables que lo llevaron a pintar tapices, concebir escenografías para ballet o teatro y legar una de las obras pictóricas más curiosas y delicadas de la historia del arte hispanoamericano.
Como sucede con los grandes artistas, en un gesto puede notarse la calidad de su trabajo, su exploración de una realidad o de una temática para transformarla en arte.

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Pintor
Manzur es hijo de un inmigrante libanés y de una colombiana. Desde la niñez conoció la trashumancia y el peregrinaje. Junto a sus hermanos Jaime y Sara —también artistas— vivió en África y en España a mediados del siglo XX. Gracias a su madre se interesó en el dibujo y la pintura; para perfeccionar su oficio estudió en Bogotá y en Estados Unidos.
Además de su talento indiscutible para trazar figuras humanas, objetos y espacios, Manzur conoció la vanguardia del constructivismo durante la década de los cincuenta. Este movimiento marcó sus primeras pinturas y exposiciones y, a partir de una indagación intensa del realismo y una cierta consideración tremebunda de las formas, llegó en los años sesenta y setenta al estilo peculiar que lo caracteriza.
Según él mismo, su estilo es un intento de untar la quintaesencia de la pintura renacentista y barroca, bajo la tutela de Velázquez y Zurbarán, con impresiones modernas o visiones de la contemporaneidad.
Las naturalezas muertas recuerdan a los maestros del Renacimiento italiano y, al mismo tiempo, la serie acerca de las ciudades decadentes y oscuras estás cercana al Impresionismo abstracto de la posguerra: pintores como de Kooning o Marcel Rothko.
En ocasiones la mezcla de las escuelas alcanza un equilibrio notable. Los cuadros donde se ve al mártir San Sebastián o la desmesura en el tamaño de los caballos conjugan diversas épocas en la historia del arte, algunas muy alejadas en el tiempo, y brindan una síntesis precisa de lo clásico y lo contemporáneo.
Su obra puede juzgarse a la ligera como extranjerizada o alejada de lo autóctono. Pero si se mira bien, no hay una pintura tan colombiana como la de David Manzur, justamente por su voluntad de asimilar lo aprendido con el fin de brindar un modo de ver propio.
Los rostros y atmósferas de sus pinturas dan cuenta de quiénes somos —una nación en construcción, dolorida y violenta— de mejor manera que el arte folclórico o primitivista. Él apunta a la esencia, a la hondura de nuestra identidad y trasciende lo obvio de cierto arte que se limita a reflejar los sucesos.
Por ejemplo, en el cuerpo vulnerado del mártir San Sebastián, en su rostro suplicante y sufriente, puede observarse la faz de las víctimas de nuestras violencias. Y son la imagen, bella, expresiva, carente de adornos, de las consecuencias del conflicto que aún vivimos en este país.
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Educador
Tras coordinar un taller en Bogotá donde se formaron dos generaciones de artistas visuales colombianos, David Manzur trasladó su estudio a Barichara, Santander, un municipio de clima cálido donde, en palabras del propio pintor, vive una primavera permanente.
Allá, además de crear sus osadas e imponentes imágenes, ejerce otra de sus sólidas vocaciones: la enseñanza. Su labor de maestro es brillante pero poco reconocida, debido a la mesura y modestia con la que la ejerce.
Manzur es deudor de las antiguas academias artísticas renacentistas, por eso educa por medio de las lógicas del taller: lejos de las aulas o las disertaciones teóricas, logra una simbiosis con sus aprendices y trabaja a su lado; de la misma manera como él aprendió junto a su maestro, el escultor Naum Gabo, durante los años cincuenta.
A pesar de estar cercada por la prudencia y alejada de espectacularidades, esta unidad entre maestro y aprendiz es extraña, pero es uno de los aportes invaluables de Manzur al arte colombiano.
El mercado de las artes plásticas se caracteriza por la competitividad y las luchas agrestes para vender más y tener mayor reconocimiento. En este circuito es extraño encontrarse con la generosidad y menos de parte de quien enseña.
Cuando se deba evaluar la vida y la obra de David Manzur tendrá que subrayarse su empeño amable y desinteresado como docente.
Por si fuera poco, también destaca su papel como gestor cultural y curador. Consciente del centralismo que permea al arte colombiano, son memorables los esfuerzos del pintor por llevar su trabajo a las provincias del país, de suerte que las muestras artísticas no se establezcan únicamente en Bogotá ni en las otras grandes ciudades.
Por ejemplo, en 2011 Manzur realizó una exposición en las bodegas del ferrocarril de La Dorada en Caldas, para llevar la experiencia estética a las personas que de otra forma no pueden acercarse a las elitistas galerías bogotanas. A la exposición se sumó la restauración de ese espacio industrial y su transformación en un recinto de servicios culturales.
Pintor de las profundidades existenciales, conocedor de los caminos comunes de la belleza y lo terrible, David Manzur se acerca a un siglo de vida con la coherencia que lo definió desde el comienzo. Su destino: el de un artista con una curiosidad infatigable, un creador que prodiga imágenes imposibles de olvidar.