Detrás de cada fecha propuesta para empezar a contar víctimas hay un juego de poder y un cálculo de intereses.
Freddy Cante*
No somos tan altruistas
En un clásico ensayo sobre Gandhi, el agudo escritor George Orwell había hecho énfasis en que el amor humano es demasiado mezquino y finito: amar a unos seres próximos equivale a desamar al resto de la humanidad (distante en el tiempo y lejana en la geografía)
Y los otros santos, los aprendices de la genuina santidad, como el maestro hindú de la acción no violenta, cautivos aún de la contradictoria existencia humana, mostraron su propia paradoja. Su ilimitado amor por la humanidad significó, en más de una ocasión, un descuido y aún un desamor hacia sus seres queridos más cercanos.
Los cálculos y las estrategias de orden político, económico y jurídico son aún más mezquinos que el pobre y limitado amor humano. Están impregnados de egoísmo y codicia, apenas disimulados por la retórica de las palabras cada vez más gastadas y vacías como paz, reconciliación y justicia. No sin razón, cínicos (por demasiado sinceros) economistas como Gordon Tullock, Paul Collier y Gary Becker han mostrado que no hay que creer tanto en las palabras de los actores económicos, sino más bien indagar en las llamadas preferencias reveladas.
Preferencias reveladas
Así las cosas, las declaraciones de amor, los discursos revolucionarios y las diversas propuestas para arreglar o recomponer el mundo, deberían ser contrastados con los hechos y demostraciones concretas, palpables y tangibles.
¿Hasta dónde llega el amor? ¿Apenas para seducir y hacer hijos, y luego para abandonar una familia?; ¿Hasta dónde llega el ideal revolucionario? ¿Apenas hasta el punto de obtener una renta mientras llega la revolución o un cargo bien pago si acaso se concreta el ideal?; ¿Hasta dónde llega la intención de arreglar el mundo? ¿Acaso solamente hasta dónde no sea perjudicial para las finanzas personales y el prestigio político?
Cuando se transita desde la hermosa retórica de la defensa de las víctimas hacia los hechos concretos en materia de decisiones políticas, económicas y jurídicas para ampararlas o beneficiarlas, comienzan a ponerse en evidencia las preferencias reveladas de nuestros gobernantes de turno. También comienzan a descifrarse las respectivas preferencias reveladas de la oposición y de los defensores de diversos conjuntos de víctimas.
Un corte arbitrario
La delimitación del concepto de víctimas y el establecimiento de unas fronteras espacio- temporales para diferenciarlas de lo que podríamos denominar las "no víctimas", muestran cuán arbitraria resulta semejante tarea, y cuán funcional para ciertos intereses creados.
Imposible no recordar a ese sabio conocedor de la naturaleza humana que fue William Shakespeare, en su amena comedia El Mercader de Venecia que, por lo demás, es toda una lección en materia de derecho y pensamiento estratégico:
Recuerda Shakespeare que una de las partes en un contrato, impregnada de cierto odio justificado, impuso una cláusula inusitada: si la contraparte no pagaba una deuda, entonces el prestamista podría cortar una libra de carne de cualquier lugar del cuerpo del deudor. Cuando el mercader tenía que pagar la deuda y quien le prestó buscaba hacer efectivo el odioso pagaré, la persona que abogaba por el deudor ideó una contra estrategia: se permitía que el acreedor cortara exactamente una libra de carne, ni más ni menos, sin derramar una sola gota de sangre.
El diseño y ejecución de una ley de víctimas, en la medida en que se quiera someter a unas restrictivas fronteras espacio-temporales, y encajar en ciertas definiciones (cárceles de los conceptos) de "víctima", equivale a una tarea tan imposible e inaudita como la exigida en la historia de Shakespeare.
El conflicto colombiano es una herida abierta, y proceder a una cirugía supuestamente reparadora podría implicar el derramamiento de infinitas gotas de sangre y, por lo mismo, sembrar la simiente de nuevos conflictos.
¿Desde cuándo las víctimas?
Por un vulgar capricho publicitario, algunos quieren que las víctimas del conflicto sean aceptadas como tales desde 1991, año en el que nació la nueva Constitución colombiana.
Algunos críticos podrían incluir a la Constitución misma dentro de las víctimas, no sólo de los actores ilegales y violentos que día a día la violan, sino de los mismos agentes del Estado y de algún presidente reciente, que por poco logra ponerla como uno más de los desaparecidos.
Otros podrían argüir que la inclemente e improvisada apertura económica y la travesura de preescolares tecnócratas, habría generado millones de humildes víctimas.
Los más radicales defensores seguramente no entrarían a discutir en términos de centavos devaluados para lograr que se incluyera a las víctimas de la dolorosa década de los ochentas, cuando fue exterminada la Unión Patriótica y ocurrieron infames homicidios de notables líderes políticos y macabras masacres.
Algunos podrían recordar que el conflicto no es meramente armado; que existen unas causas objetivas y estructurales de la violencia en Colombia, y que al menos durante el siglo pasado maduró un proceso de crecimiento económico y modernización muy excluyente.
Los problemas de desplazamiento forzado, concentración de la propiedad urbana y rural, exterminio sistemático de ciertas minorías étnicas, maltrato a los trabajadores y pobres del campo y las ciudades, son de carácter estructural.
Al fin y al cabo, los violentos grupos guerrilleros como las FARC y el ELN comenzaron como procesos de insumisión y de resistencia popular, pues fueron constituidos por víctimas de ese persistente conflicto.
Y ciertamente algunos de los primeros brotes de las autodefensas fueron promovidos por víctimas de victimarios que en un pasado habían sido víctimas… (Que) hasta un pasado reciente han evolucionado en macabros grupos paramilitares y hoy mutan en formas de "neoparamilitarismo"[1].
Seguramente podría haber críticos tremendamente radicales; ellos pondrían el acento en que los últimos cinco siglos han sido una historia de inclemente colonización y sanguinaria conquista, surgimiento de un desarrollo dependiente y obediente a los caprichos de ciertos centros hegemónicos de Europa y Estados Unidos.
Indudablemente, si se reconoce que hemos padecido una situación de dependencia e intromisión de ciertos imperios en nuestros asuntos domésticos, entonces hay que señalar responsables nacionales e internacionales de perjuicios, como el narcotráfico y la guerra contra las drogas, las bases militares, la dependencia comercial y diversas formas de vasallaje político e intelectual.
Se sospecha que el universo de víctimas cobijaría hasta el presente; no sería un cheque abierto o un aventurado mercado de futuros, para incluir sufrimientos hasta los años 2020 ó 2050.
Si se supone que el conflicto ha producido víctimas hasta hoy, entonces se acepta que la política de seguridad democrática habría logrado derrotar a las guerrillas (al menos limitar su accionar) y habría conseguido la desmovilización final de los paramilitares. Y entonces, felizmente, estaríamos hablando de un "posconflicto".
Fuera del círculo también hay opciones
Al mirar más hacia las ramas y las coyunturas quedamos cautivos en minimalistas tentativas de justicia transicional y justicia restaurativa.
Al buscar los troncos y las raíces del conflicto colombiano, entonces podemos descubrir la importancia de buscar soluciones en materia de justicia social, de dignidad y de un cambio institucional para promover otros modelos de desarrollo y apostarle a una tarea tan exigente como la de generar una sociedad verdaderamente digna y viable.
* Doctor en Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Investigador del Observatorio de Redes y Acción Colectiva del CEPI de la Universidad del Rosario y profesor principal de la facultad de ciencia política de la misma universidad.
Nota de pie de página
[1] Concepto que ha sido acuñado por investigadores como Jorge Restrepo, del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos -CERAC