Combatir la corrupción fue una promesa central del candidato Iván Duque. Este es el balance de su gestión al respecto.
Eduardo Lindarte*
Problema de vieja data
Para entender el problema de la corrupción asociada con la gestión del Estado en Colombia, es necesario mirar muy brevemente su evolución a lo largo de la historia.
Durante el siglo XIX, el partido o la facción vencedora se quedaba con todo, pero sus posibilidades de robar eran limitadas porque el presupuesto apenas si alcanzaba para pagar la nómina oficial. Esto, a su vez, limitó la corrupción al clientelismo y al patronazgo en el acceso a cargos públicos y en la tramitología que ya desde entonces marcó la gestión pública en Colombia.
Durante el siglo xx el gasto público fue aumentando desde un 5 % del PIB hasta más del 20 %, para llegar al 33 % actual. Este hecho convirtió el presupuesto nacional en un botín muy jugoso y convirtió la corrupción en uno de los negocios (¿ocultos?) más más grandes del país.
El historial del uribismo
A principios del siglo xxi (en 2002) nació el proyecto uribista para poner en vigencia (desde una perspectiva de derecha) la Constitución de 1991, mínimamente puesta en marcha antes por las crisis de las administraciones Samper y Pastrana.
El uribismo ganó considerable apoyo con su agenda inicial de restablecer la seguridad nacional y promover el desmonte del paramilitarismo. A lo largo de sus varios gobiernos se dieron otros logros importantes en materias de salud, educación, ayudas sociales, desarrollo de la infraestructura vial y el desmonte de las FARC.
Después de su auge inicial, el uribismo se debilitó, primero, por los intentos reeleccionistas de su inspirador; segundo, por abusos como las chuzadas y, posteriormente, la revelación de los falsos positivos; tercero, por la división causada por el santísimo a raíz de su negociación con las FARC; cuarto, por la persistencia de la corrupción; y, más recientemente, por los efectos de la pandemia.
El resultado de todo lo anterior fue poner fin a la era uribista.
Duque llega a la casa de Nariño
En este contexto llegó Iván Duque al poder, favorecido por enfrentar a un contendor (Gustavo Petro) que producía miedo entre muchos votantes.
Duque fue así elegido presidente de Colombia, pero con la peculiaridad de tener que constituir un gobierno sin capital político propio y, por ende, débil y dependiente de su patrocinador y de su bancada.
Su falta de capital político le impidió promover o ejecutar grandes reformas. Por eso tuvo que limitarse a afinar y tratar de mejorar la ejecución pública en diversos ámbitos.
El malestar creciente de la ciudadanía que muestran las encuestas, hacen de la lucha contra la corrupción una prioridad de la política, y explican por qué la inacción de sus gobiernos en este frente llevó al desgaste de la administración saliente y del proyecto uribista.
Su imagen pública se resintió además por las ambivalencias acerca del Acuerdo con las FARC y de su cumplimiento; por la presentación, al comienzo de su mandato, de un proyecto de reforma tributaria regresiva- y que dos veces tuvo que ser retirada-.
A lo cual se agregaron el mal manejo de las protestas sociales y el costo político inevitable de la pandemia, que disparó las cifras de pobreza.
De lo anterior sin embargo deben rescatarse el relativo éxito en los esfuerzos de vacunación y en las ayudas directas a la población, que llegaron a unos once millones de familias o a aproximadamente a treinta millones de colombianos.
Duque, la corrupción y los organismos de control
El candidato y presidente Duque proclamó su intención de luchar frontalmente contra la corrupción.
Esto lo llevó a promover la eventual aprobación (apenas hacia el final de su mandato) de la Ley de Transparencia, Prevención y Lucha Contra la Corrupción (Ley 2195 de 2022). Esta pretende prevenir los actos de corrupción, mejorar la coordinación entre las entidades del Estado y restituir los daños ocasionados por dichos actos. La Ley crea un registro de beneficiarios de la actividad pública, pero su efecto real será limitado porque no es de acceso abierto para la ciudadanía.
Duque creó también la Red Interinstitucional de Transparencia y Anticorrupción (rita) para gestionar las denuncias ciudadanas.
Pero la debilidad política hizo que Duque tuviera que negociar con los políticos de oficio y que dejara el tema de la corrupción en manos de los organismos de control.
A la par ocurrió otro fenómeno: Duque logró instalar amigos suyos en la Fiscalía y en la Procuraduría. La relación amigable se notó, por ejemplo, en el hecho de apoyar una reforma constitucional que le confirió al Contralor general un presupuesto mayor y un mayor número de cargos.
De esta manera, el presidente se aseguró además un blindaje contra posibles investigaciones. Por ejemplo, el fiscal general no se declaró impedido para investigar posibles irregularidades en la financiación de su campaña presidencial, aunque en efecto tenía y tiene varios motivos para hacerlo.
Por su parte, la procuradora no ha investigado ni sancionado a los responsables de ocultar ilegalmente los contratos y costos de las vacunas contra la covid-19.
También, en lo negativo, cabe señalar que Duque no objetó la derogación de la Ley de Garantías.

Lo que sabemos
En el Índice de Percepción de la Corrupción de 2020 y 2021, Colombia permaneció en el lugar 87 entre 180 países, aunque haya mejorado un par de puntos respecto de años anteriores.
La mejor información disponible, sin embargo, proviene del Monitor Ciudadano de la Corrupción y de Transparencia por Colombia. Dicho Informe identificó 967 casos de corrupción basados en 2026 notas de prensa del periodo 2016-2020, el 75 % de estos afectaban a entidades de la Rama Ejecutiva. En 367 casos ello comprometió recursos por 92.77 billones de pesos.
Los casos conocidos involucran al poder legislativo (por ejemplo: el caso de Mario Castaño) y al judicial (por ejemplo: el Cartel de la Toga), además del ejecutivo. También afecta a la administración pública nacional, departamental y municipal.
Algunos casos y escándalos notables ocurridos bajo el gobierno Duque comprometieron a la Cuarta Brigada del Ejército, a la DIAN, a Fonade, a Ingreso Solidario, a la “Ñeñe política”, a Aida Merlano, a Liliana Pardo con el Carrusel de la Contratación, a los contratos con Karen Liseth Vaquiro, al Min Tic (caso de los Centros Poblados) y a los corresponsables del robo de recursos para la paz.
Pocos resultados
La consecuencia neta de la gestión de Duque ha sido por lo tanto mantener la corrupción asociada con la gestión del Estado en sus niveles de 2018 y — aunque no contamos con mediciones rigurosas— es bien probable que ese nivel haya aumentado, gracias en especial a la ya dicha debilidad política de Duque, a la cooptación de los entes de control y al volumen mayor del gasto público.
Por eso será importante modernizar y mejorar la validez, precisión y confiabilidad de los indicadores, así como tomar en serio las investigaciones tanto de casos específicos como de los indicadores agregados por años o períodos de gobierno.
¿Cómo mejorar la situación?
El breve recuento histórico sobre la corrupción en Colombia muestra que sin duda estamos ante un fenómeno complicado, con múltiples orígenes y raíces profundas en el sistema político. Extirparlo o reducirlo exigiría medidas diversas de corto, mediano y largo plazo, además de una férrea voluntad política.
Usualmente, el tema se reduce a cambios legales e institucionales. Por ejemplo, hace poco un grupo de expertos y Fededesarrollo entregaron 37 recomendaciones de corto y mediano plazo, las cuales cubren procesos de información, control y sanciones pertinentes.
Otros aspectos del cambio necesario tendrán que ver con la educación y concientización de la ciudadanía, con su sensibilización ético-moral, con el aumento de la vigilancia ciudadana independiente -a través de ong, centros de investigación, grupos ciudadanos, periodistas e investigadores independientes, etc.-, y, en últimas, con la creación de oportunidades económicas alternativas legítimas para los colombianos. Eso supone una acción ambiciosa, proyectada y sostenida en el tiempo.
Además de lo cual sería preciso evitar que las medidas correctivas se traduzcan en una parálisis de la acción estatal.
También debemos tener en cuenta que los costos políticos de luchar efectivamente contra la corrupción serán muy altos para cualquier gobierno. Aunque la iniciativa será bien acogida por la población, los intereses creados se resistirán a los cambios, cuan do menos de manera disfrazada y con otros argumentos.
Ese combate, en especial, enfrentará al gobierno con buena parte de la clase política: el gobierno que enfrente en serio la corrupción correría el riesgo de que esta sea su única reforma.
En todo caso, el malestar creciente de la ciudadanía que muestran las encuestas, hacen de la lucha contra la corrupción una prioridad de la política, y explican por qué la inacción de sus gobiernos en este frente llevó al desgaste de la administración saliente y del proyecto uribista.