Es momento de que expertos e intelectuales moderen sus análisis y reconozcan sus limitaciones.
Paula Pinzón*
Boom de errores y pronósticos
El coronavirus ha ratificado la importancia del saber especializado en la vida pública. Desde su aparición, los medios nacionales e internacionales han consultado y entrevistado con regularidad a epidemiólogos, economistas, sociólogos, médicos e historiadores.
Esto ha promovido un extraordinario intercambio de ideas, y ha permitido que la academia se acerque a la esfera pública y a algunos gobernantes; sin embargo, también ha dado pie a que un buen número de intelectuales y de expertos provenientes de diferentes disciplinas hagan afirmaciones aceleradas, descuidadas e inclusive falsas. Así mismo, ha propiciado la aparición de todo tipo de pronósticos que intentan adivinar cómo será el mundo después del coronavirus.
Las afirmaciones poco meditadas y los vaticinios tienen por lo menos dos cosas en común: que no son verificables y casi nunca se sostienen al ser contrastados con los hechos, y que aunque parecen inofensivos, pueden causar mucho daño, como hemos comprobado en los últimos meses.
El 26 de febrero, el filósofo italiano de renombre Giorgio Agamben, publicó una columna donde sostenía que estábamos ante la “invención de una epidemia” cuya finalidad era establecer el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. Como era de esperarse, sus palabras sirvieron de argumento para los negacionistas que se rehusaban a aceptar la magnitud del virus que, en cuestión de semanas, pondría en jaque al mundo entero.
Casi un mes después, cuando el virus ya había llegado a Colombia, el inmunólogo Manuel Elkin Patarroyo minimizó la gravedad de la pandemia al afirmar que “había un pánico innecesario”. Unos días después, el presidente Duque cometió el error de presentarlo como uno de sus asesores científicos.

Foto: US Department of Energy
La producción de conocimiento cobra más relevancia hoy que nunca
Luc Montagnier, el virólogo francés que recibió el Nobel de Medicina en 2008 por el descubrimiento del virus de inmunodeficiencia humana (VIH), no se quedó atrás al afirmar a principios de abril que el coronavirus tenía un vínculo con el VIH, y que había sido creado en un laboratorio. Aunque sus afirmaciones fueron desmentidas inmediatamente por la comunidad científica, sus palabras han servido para alimentar teorías conspirativas sobre el origen del virus.
¿Cómo explicar que tantos estudiosos se atrevan a hacer afirmaciones que carecen de respaldo sólido? ¿A qué se debe el boom de predicciones sobre el coronavirus? Aunque no lo parezca, la pandemia puede enseñarnos varias lecciones sobre la producción de conocimiento y las numerosas trampas que los expertos e intelectuales deben aprender a sortear.
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¡Los hechos no importan!
Uno de los errores más comunes consiste en usar el virus para confirmar las teorías previas de los “analistas” en cuestión, ignorando hechos relevantes que las contradicen. Por ejemplo, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han aseguró que el virus “aísla e individualiza” pasando por alto los numerosos ejemplos de solidaridad que han tenido lugar en el mundo entero –de forma física y virtual– desde que comenzó la pandemia.
En un gesto similar, Agamben publicó su infortunada columna a pesar de que, para ese entonces, en Italia ya se contagiaban diariamente alrededor de cien personas. La psicóloga María Galindo fue aún más lejos que los filósofos al afirmar que el virus “más que una enfermedad, parece ser una forma de dictadura mundial multigubernamental, policíaca y militar”.
Los tres artículos tienen en común que, aunque fueron criticados por varios analistas, también fueron compartidos por miles de personas que dijeron estar de acuerdo con ellos. De hecho, el texto de Han se volvió viral en el momento de ser publicado.

Foto: Pexels
El pensamiento ha de hacerse despacio y no presurosamente
Estos tres ejemplos no son más que una muestra de la manera como la mente humana funciona habitualmente. La psicología cognitiva ha demostrado que depositamos tanta confianza en nuestras creencias e ideologías, que inclusive cuando nos presentan hechos o información que las contradicen, nos empecinamos en defenderlas.
Por su parte, la psicología social ha demostrado que las personas podemos mantener una fe inquebrantable en una afirmación desprovista de evidencia suficiente si, como Han, Agamben y Galindo, nos sentimos respaldados por una comunidad que cree lo mismo que nosotros.
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La obsesión por predecir
Al igual que las declaraciones de Montagnier, Patarroyo, Han, Agamben y Galindo, las profecías sobre el mundo ‘post-coronavirus’ que han tenido más difusión en redes sociales carecen de respaldo, pero suenan sumamente atractivas: son grandilocuentes, escandalosas, y prometen revelarnos verdades ocultas.
Sin duda, parte del éxito de los vaticinios radica en que atraen lectores y, por ende, los medios les conceden páginas enteras. Para nadie es un secreto que titulares como El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo ‘Kill Bill’ o El coronavirus marca el fin de la era neoliberal logran muchos más clicks y likes que investigaciones metódicas y rigurosas que ofrecen resultados modestos y aterrizados.
Más allá del éxito mediático, el boom de pronósticos que estamos viviendo devela otra de las trampas en las que suele caer la mente humana: la creencia de que podemos predecir el futuro con precisión. Daniel Kahneman denomina esta tendencia «Ilusión de la validez» y explica que, aunque el futuro es, por definición, impredecible, tendemos a negar los límites de nuestra capacidad predictiva por la facilidad con la que construimos narraciones que explican el pasado.
Sobre la dificultad de predecir, vale la pena recordar el famoso estudio donde Philip Tetlock reclutó a 284 expertos y les pidió que estimaran las probabilidades de que ocurrieran ciertos acontecimientos en el corto, mediano y largo plazo. Los resultados fueron demoledores: los expertos se equivocaron más que si hubieran contestado al azar, y sus predicciones solo fueron ligeramente más acertadas que las de no especialistas. Entre otras cosas, el psicólogo estadounidense concluyó que es posible identificar tendencias en el corto plazo, pero no hacer grandes profecías sobre el mediano y el largo plazo porque la realidad es producto de la interacción de numerosos agentes que incluyen al azar.

Foto: Presidencia de la República
Manuel Elkin Patarroyo reunido con el presidente Iván Duque
De la arrogancia a la cautela
Tetlock también encontró que los predictores más solicitados solían ser más confiados que los que tenían un bajo perfil. Esta tendencia ha sido constatada por otros estudios, y se le ha denominado «Efecto de confianza excesiva».
Dado que la pandemia ha concedido reconocimiento social y visibilidad mediática a los expertos e intelectuales, uno de los retos más grandes que hoy enfrentan consiste en no desarrollar una confianza excesiva en sus aptitudes y conocimientos.
Debemos interpretar la pandemia como una invitación a reconocer los límites del conocimiento humano, pues, aunque la ciencia ilumina nuevos aspectos del virus cada día, aún hay muchas cosas que desconocemos de él. La situación nos recuerda que, a pesar de los avances que hemos logrado en los últimos siglos, no tenemos una respuesta para todo.
Es momento de reconocer públicamente nuestras limitaciones y de apostarle al conocimiento sereno, fundamentado y responsable. Es momento de reemplazar la arrogancia escandalosa por la cautela discreta.
*Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, coordinadora administrativa de Razón Pública.
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