La ambivalencia del Gobierno nacional y las fiestas como ritos de transgresión confunden a la gente e impiden practicar el aislamiento.
Roberto Solarte Rodríguez*
Un caos en los mensajes
El primer día sin IVA tuvo lugar durante el puente del Sagrado Corazón; después vino el festivo del día del padre. La prensa y las redes sociales registraron muchas fiestas por todo el país, 2280 de ellas clandestinas; el ESMAD interrumpió algunas de estas celebraciones.
El gobierno se ha referido a estos eventos como «indisciplina social» y ha insistido en que el cuidado de la vida es una responsabilidad individual.
Y sin embargo la ciudadanía recibe mensajes contradictorios de ese mismo gobierno, que de un lado promueve la reapertura de la economía, pero del otro lado responsabiliza a los mandatarios locales de manejar la pandemia. Corren órdenes y contraórdenes.
Nadie entiende por qué no puedan hacerse fiestas para evitar las aglomeraciones, pero sí se pueda ir a almacenes a comprar bienes suntuarios en medio de una masa de compradores. La Policía sanciona o deja de sancionar conductas que parecen igualmente inocentes o dañinas.
Los mensajes del gobierno nacional son altamente moralizantes e infantilizantes. Las redes sociales ponen en duda su sinceridad, agravada por la sospecha de que hayamos vivido muchos años bajo un «narcoestado».
Todo lo anterior hace casi imposible que la sociedad en su conjunto responda de manera disciplinada a las normas que se imponen ante una situación excepcional.
Una palabra controversial
La situación ha dado pie a varios debates, como el uso de la expresión «disciplina» por parte del gobierno y de los medios. Esta palabra tiene varias acepciones:
- “Disciplinar” supone una acción que refuerce el cumplimiento de las reglas; esto tiene sentido para las instituciones militares, como también, por ejemplo, en la enseñanza de una profesión.
- La “disciplina” también alude a la observancia de doctrinas morales u ordenamientos religiosos. El discurso del presidente Duque tiene este acento moral-religioso referido a la responsabilidad individual para contener la COVID-19.
- Las acepciones más comunes de la palabra disciplina tienen, con todo, una carga negativa pues es sinónimo de «azotar, dar disciplinazos por mortificación o por castigo»; «imponer y hacer guardar la disciplina», entendida como «observancia de leyes y ordenamientos».
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Las fiestas como trasgresión en tiempos de crisis
«Disciplina» es por tanto una palabra con alto contenido religioso y un cierto componente de violencia. Esto nos lleva a preguntarnos por el sentido de las fiestas y por su relación con la violencia.
Las fiestas son prácticas rituales muy antiguas, y nunca son lo que parecen desde afuera. En las fiestas contemporáneas persiste cierta ritualidad, muchas veces sin relaciones claras con algo sagrado; aun así, permanece ese carácter paradójico de lo sagrado. Esa ritualidad incluye transgredir las prohibiciones.
Desde el comienzo de la humanidad, las fiestas en medio de las crisis exponen una situación donde las diferencias sociales han desaparecido. Los individuos se disuelven en masas; se aglomeran sin mantener sus papeles tradicionales.

Foto: Soatá
¿Se pueden volver a ofrecer fiestas con medidas de prevenció?
La aglomeración es una forma de unidad producida por el miedo compartido, aunque parezca precisamente lo contrario. Además, las fiestas son expresiones lúdicas que implican las corporalidades, pero las incluyen rompiendo los patrones estéticos cotidianos.
Las fiestas suelen ser eventos de paz; no obstante, en nuestro mundo hiperindividualista, la violencia puede consistir precisamente en ponerse en riesgo extremo. Otro elemento de esta violencia asociada con la fiesta es el aumento de la hostilidad, generalmente ritualizada y canalizada con los excesos previstos.
La violencia contenida en las fiestas siempre está al borde de romper los diques, lo que la convierte en una variante del sacrificio ritual o religioso.
La fiesta como catarsis
En la nuestra, como en muchas sociedades, la fiesta va unida a la «antifiesta»: la prohibición y la obligación.
El confinamiento y el aislamiento son inseparables de estos brotes extremos de festividades callejeras, de multitudes que se abrazan en acercamientos excesivos. Sin duda, la ambivalencia de los mensajes de los gobernantes —y especialmente el ejemplo de las fiestas de las élites que llenan las redes sociales— sirven de detonantes. Aún más, ellas nos dicen mucho sobre nosotros mismos.
En las grandes fiestas relativamente espontáneas que se han visto durante estos días, se expresa esa necesidad catártica: por un lado, se busca un beneficio concreto en el placer de compartir, bailar, abrazar y beber; por otro lado, ante la amenaza de represión, la fiesta prohibida es un goce que, a cambio del riesgo, promete los mayores beneficios posibles.
Estas fiestas son formas de cohesión de un grupo que siempre está al borde de caer en una violencia interminable. La violencia puede venir del interior de la fiesta, o del llamado que ella misma hace a la policía.
Fiestas de ricos, fiestas de pobres
La esperada acción del ESMAD reafirma la vigencia del orden celebrado por la fiesta.
La dificultad está en que puede tratarse de la lucha constante, aunque invisible, entre dos órdenes sociales, uno hegemónico y otro subordinado. Estos dos órdenes son parte de una unidad: aquella que heredamos y reproducimos desde los tiempos coloniales, donde una racionalidad blanca, europea, masculina y capitalista se ha enfrentado con otra que es mucho más diversa, pero que siempre ha estado subordinada a través de la violencia y el disciplinamiento.
La COVID-19 ha sacado a la luz otras pandemias más profundas: la exclusión de millones de personas de las posibilidades de vivir decentemente a través del mercado formal, el machismo —que no existe sin maltratar, violar y asesinar mujeres—, el racismo sobre el cual se han construido el «orden occidental» y la violencia contra los jóvenes.
Ha habido fiestas en clubes exclusivos y apartamentos lujosos, y el ESMAD no interviene. Las fiestas populares son la disrupción de un aislamiento minado, que proviene de las alturas; lo que irrumpe en estas fiestas son esas otras pandemias invisibilizadas. Esto permite entender tanto las quejas de «ciudadanos de bien» como la respuesta policial, pues estas fiestas son formas de resistencia.

Foto: Gobernación del Chocó
Las fiestas en clubes y apartamentos lujosos nunca han sido intervenidas por el ESMAD.
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ESMAD: represión de lo popular
Hay que recordar que el ESMAD es una dependencia polémica de la Policía. A lo largo de su historia ha participado en la represión de organizaciones populares, de sus marchas y protestas; estas son generalmente pacíficas, pero se criminalizan y persiguen con extrema violencia.
Por tanto, se trata del pueblo en armas contra el pueblo; su objetivo es asegurar el poder de los intereses hegemónicos de grandes empresas y latifundistas.
La historia del ESMAD muestra que estigmatiza los procesos populares, señalando a cualquiera de sus formas como una amenaza para el orden hegemónico: las manifestaciones y las fiestas contienen la semilla del desorden. Las diversas expresiones de resistencia popular operan en paz hasta que interviene el ESMAD con sus medios coercitivos.
El asesinato de Dilan Cruz por parte del ESMAD en medio de las marchas estudiantiles del año pasado agudizó el rechazo de una parte importante de la ciudadanía hacia este cuerpo policial. A esto se suma el brutal asesinato de Anderson Arboleda en Puerto Tejada, precisamente por violar las reglas de la cuarentena impuestas por el gobierno local.
Filósofos y policía
Como habría dicho Hegel, el Estado moderno no puede escapar a la paradoja de defender la vida de los ciudadanos asesinándolos. La diferencia es que Hegel pensaba en el ejército, y aquí el problema es con la policía.
Este filósofo pensaba que la policía debería ser un cuerpo civil desarmado o, al menos, uno que tenga capacidad de reflexión.
Tal vez así los policías se alejarían del paradigma propuesto por Platón de guardianes equiparados a perros pastores; tal vez así ganarían la flexibilidad necesaria para preguntarse por la lógica de las acciones populares antes de proceder a reprimirlas sin más.
Algo así podríamos pensar en medio de la gran polémica global desatada por la brutalidad policial tras el horrible asesinato de George Floyd.
Las fiestas que sí necesitamos
Mientras tanto, el Gobierno y los medios insisten en su prédica de disciplina y aislamiento; la plantean como un cambio cultural necesario.
Pero este tipo de discursos no funcionó para los «civilizados» suecos; no funciona en esta tierra de resistentes seres tropicales. Tampoco tiene sentido apelar a los «valores familiares», desconociendo la diversidad de las familias y el hecho de que la familia haya sido un espacio poco seguro para muchas víctimas de las más calladas formas de violencia.
Necesitamos contagios positivos, y difícilmente podríamos pensar en formas mejores que la fiesta. Lo que tenemos por delante es el reto de recrear las fiestas en condiciones para celebrar sin arriesgar vidas. Para ser creativos, no deberíamos repetir la segregación de las fiestas selectas de los clubes sociales, ni la dispersión casi promiscua de las fiestas intervenidas por el ESMAD.
Podríamos, tal vez, avanzar hacia celebraciones que cuiden la vida misma: festejar, por ejemplo, las múltiples formas de solidaridad que han permanecido ocultas salvando vidas en medio de la pandemia; recrear de nuevas maneras la potencia de resistencia de las fiestas populares de los barrios marginados, como homenajes a las posibilidades que emergen para romper con estas múltiples pandemias.
*Profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Javeriana.
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