

A qué se deben las tensiones y fracturas constantes de los partidos en Colombia, por qué el MIRA y el Centro Democrático son excepciones (parciales) a esta regla, y cómo se explica el dilema de “los verdes”.
Juan Pablo Milanese*
Juan Guillermo Albarracín**
Demasiadas disputas
A comienzos de febrero, la Alianza Verde en Medellín suspendió al concejal Daniel Duque sosteniendo que su oposición al alcalde Daniel Quintero violaba por lo menos dos artículos de los estatutos. Las reacciones no se hicieron esperar. Además de los choques que eran de esperar entre la dirigencia local, intervinieron en la discusión de los dirigentes nacionales del partido, como Angélica Lozano y Juanita Goebertus.
Aunque parecería una novedad, este tipo de disputas sucede con mucha más frecuencia de lo que ocurre en un partido organizado.
Tan solo en la Alianza Verde existen hoy muchos otros casos que servirían como muestra de lo que sucede en los partidos colombianos. En Manizales, por ejemplo, dos concejales de este partido no hacen (de facto) parte de la coalición del alcalde copartidario, Carlos Marín. En Cali la representante Catalina Ortiz (representante a la Cámara) es una de las principales críticas de la gestión de Jorge Iván Ospina, aun cuando sean del mismo partido.
Pero estas situaciones no se registran solo entre los “verdes”. Cuando se revisa, particularmente, la política municipal o departamental, es fácil observar cómo los partidos pierden fuerza y dejan de ser un punto de referencia para los electores. La acción política depende, cada vez más, del músculo de dirigentes individuales y no de etiquetas partidistas, que usualmente significan muy poco.
Las disputas además se acentúan cuando pasamos de los representantes nacionales a los líderes municipales y departamentales de un mismo partido.
Partidos con poca o mucha disciplina
Las disputas internas son normales en todo tipo de organizaciones políticas.
Dentro de los partidos más establecidos en el mundo estos altercados toman a menudo la forma de facciones o fracciones más o menos estructuradas que compiten internamente por influencia y el control partidario. En el Partido Verde alemán, por ejemplo, fueron conocidos los enfrentamientos entre la facción más pragmática de Realos y la más ortodoxa de los Fundis (o Radikalökologen). Solo excepcionalmente los desencuentros se traducen en la deserción de los “perdedores”.
Lo que resulta llamativo del caso colombiano es la intensidad y frecuencia de las disputas internas. De hecho, son relativamente pocos los casos donde no se producen “soluciones” como la de Medellín; la mayoría de las veces prima lo individual sobre lo colectivo.
La acción política depende, cada vez más, del músculo de dirigentes individuales y no de etiquetas partidistas, que usualmente significan muy poco.
Esto a su vez se asocia con una serie de dilemas organizacionales que casi ningún partido colombiano ha querido afrontar con seriedad. En algunas oportunidades, sin embargo, estos problemas de fondo salen a la superficie, como ocurrió durante las semanas pasadas.
Dos maneras de mantener la disciplina
El politólogo Angelo Panebianco recupera el dilema presentado por Robert Michels en su obra clásica “Los Partidos Políticos”, y dice que eventualmente toda organización partidaria deberá enfrentar la tensión entre los líderes que pretenden comportarse de manera autónoma y los que insisten en supeditar los comportamientos individuales a las exigencias de la organización.
Esto debería suceder cuando los partidos alcancen una etapa de madurez institucional, tras un proceso de organización interna o de burocratización. Pero ese hecho no elimina la tensión entre el entusiasmo original y la disciplina o rigidez que implica una burocracia.
Tal vez con la excepción del MIRA (que es de base religiosa), los partidos colombianos no han cruzado aquel umbral. La libertad de acción individual es, claramente, una característica típica del sistema.
De hecho, aunque no estemos sugiriendo su total inexistencia, la “disciplina interna” no suele resultar de la fortaleza de los partidos sino, por el contrario, de la capacidad de su cúpula para repartir los recursos (puestos y gasto publico) cuando ocupan el gobierno. Esto parece funcionar más en el plano nacional que en el plano regional, donde tales arreglos no responden a patrones partidistas.
Panebianco señala que la disciplina interna de un partido puede basarse en el entusiasmo compartido por la causa que suele acompañar a su fundación, o que puede basarse en la capacidad de repartir recursos por parte de la cúpula en una fase avanzada del proceso de consolidación.
Pero esta, justamente, parece ser la debilidad de las organizaciones partidistas en Colombia. Los partidos no han sido capaces de establecer disciplina por la vía del acuerdo ideológico, pero tampoco tienen la capacidad de repartir suficientes incentivos. Sin uno u otro mecanismo para regularlas, las disputas internas rápidamente escalan.
Elites nacionales y élites locales
Los partidos en Colombia tienen, por lo general, una organización relativamente endeble. Esto se hace evidente en su incapacidad para establecer relaciones ordenadas entre los varios niveles territoriales (nacional, regional y local).
Las élites nacionales de los partidos tienen poca capacidad de regular el comportamiento de las élites locales, con la ya dicha excepción parcial del MIRA y, en menor medida, la del Centro Democrático. Esta última excepción no es el resultado de un proceso de construcción organizacional, sino del predomino indiscutido que Uribe tiene dentro del partido.
Muchos partidos funcionan en el plano nacional como una confederación de figuras con su propio caudal político, algunas más significativas que otras. Estos líderes tienen poca injerencia en la política de las regiones por fuera de su “feudo” y, por lo general, tampoco tienen mayores incentivos para hacerlo.
Es decir, el hilo conector entre el nivel local o regional y el nacional no depende de políticas institucionales formales. Agrupados bajo una misma etiqueta, dentro de cada partido existen acuerdos tácitos entre los políticos más importantes, que implican no entrometerse en los asuntos regionales y locales del otro.
La Alianza Verde enfrenta, en este sentido, un dilema sensible: para aumentar rápidamente su arraigo local y regional —tener más alcaldes y concejales, por ejemplo—debe permitir que fuerzas políticas que ya existían antes en los territorios entren al partido. Pero muchas de esas fuerzas locales tienen comportamientos que chocan con los postulados y “formas de hacer política” de algunos líderes “verdes” de renombre nacional (por ejemplo, la costumbre de aliarse con políticos tradicionales tildados de “clientelismo”).

Muchos partidos funcionan en el plano nacional como una confederación de figuras con su propio caudal político
Los líderes nacionales pueden tatar de imponer disciplina a las élites regionales y locales, pero con eso se arriesgan a que estas abandonen el partido, con las consecuencias electorales que esto acarrea. En el plano local, el partido necesita a los políticos regionales/locales y sus votos más de lo que estos necesitan el aval del partido. Las ventajas que pudiera ofrecer “el sello verde” y los mínimos recursos proporcionados para la movilización electoral no son suficientes para compensar la pérdida de autonomía de los políticos locales. En otras palabras, los Verdes tienen dos opciones:
- Crecer con lentitud mediante una organización robusta, con cuadros “disciplinados” que poco a poco vayan ocupando espacios locales —lo que implica ser una fuerza política irrelevante en muchas regiones y municipios durante algunos años—;
- O aceptar definitivamente que sus figuras nacionales podrán influir muy poco sobre los liderazgos regionales de su partido.
Asincronía de los procesos electorales
Las disputas internas en los partidos, producto de la debilidad de su organización, son intensificadas por los calendarios electorales. Específicamente porque las elecciones municipales y departamentales ocurren un año después de las nacionales (Congreso y Presidencia).
Algunos meses antes de las elecciones al Congreso se puede observar cómo muchos políticos y candidatos intentan reacomodarse. En las elecciones pasadas, por ejemplo, políticos cercanos a Sergio Fajardo entraron a las listas de la Alianza Verde en algunos departamentos y en la del Senado.
Sin embargo, cuando se reacomodan las fuerzas partidarias para las elecciones locales y regionales, los alineamientos no necesariamente siguen los patrones de los comicios legislativos. En Cali, por ejemplo, Fajardo apoyó a Alejandro Eder (a quien siguió parte importante de los votantes “verdes”), mientras que la Alianza Verde sostuvo oficialmente al exsenador y expresidente del partido, Jorge Iván Ospina, que ganó gracias al apoyo de una parte significativa de los simpatizantes del partido.
Así, los seguidores de un partido, en este caso la Alianza Verde en el Valle, acaban divididos y apoyando informalmente a diferentes candidatos. Una vez pasan las elecciones, estas divisiones se mantienen y eventualmente se convierten en disputas internas que se hacen públicas en concejos locales y medios de comunicación.
Los fenómenos apreciados durante las últimas semanas son un capítulo más de la inmadurez orgánica de los partidos colombianos. Estos se han mostrado sistemáticamente incapaces de resolver dilemas organizativos básicos que enfrentan las colectividades de este tipo, produciendo un sistema político que, al parecer, nunca acabará de reacomodarse.