Las corridas de toros: ¿quién tiene la razón? - Razón Pública
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Las corridas de toros: ¿quién tiene la razón?

Escrito por Andrea Mejía
Plaza de Toros La Santamaría.

Plaza de Toros La Santamaría.

Andrea MejiaUn examen razonado y penetrante de las normas legales, el fallo de la Corte, el decreto de Petro, la consulta popular y el futuro de un espectáculo donde el gusto de los aficionados se contrapone a los derechos de los animales.       

Andrea Mejía*

El debate

“El deber de protección animal que se consagra en la Constitución”. Calma, la expresión no es mía. Es de la Corte Constitucional, y aparece en la Sentencia C-666 de 2010.  Es también la sentencia que, paradójicamente, sirve de escudo para los abogados aficionados a los toros.

¿Qué hay en esta sentencia? ¿Puede ser vista como una esperanza más que como una derrota en la lucha por la expansión de los derechos animales y ambientales? ¿Cómo se relaciona  con el decreto del alcalde que prohibió las corridas de toros en Bogotá? ¿Y con la iniciativa ciudadana para proteger y prolongar esta prohibición mediante la consulta popular el próximo 25 de octubre?

¿Nos encontramos, como afirma Antonio Caballero, frente al deber democrático de respeto por las minorías, o ante el imperativo liberal de “tolerancia hacia los gustos ajenos” que está siendo invadido por el “capricho” arbitrario de la “tiranía”?

El ardor de ambos bandos no debería impedirnos ver la importancia política y jurídica de este debate.

Lo que dice la ley

Coleo en la ciudad de Villavicencio.
Coleo en la ciudad de Villavicencio.
Foto: JAVIER DEVILMAN

Dejando de lado la disputa moral, desde un punto de vista circunscrito a las leyes vigentes en Colombia, los animales son sujetos de derechos, o al menos gozan de una protección jurídica explícita.

La Ley 84 de 1989 establece el “estatuto nacional de protección de los animales” en cuya virtud “los animales tendrán en todo el territorio nacional especial protección contra el sufrimiento y el dolor, causados directa o indirectamente por el hombre” (artículo 1). Esta ley, aunque prohíbe “convertir en espectáculo, público o privado, el maltrato, la tortura o la muerte de animales adiestrados o sin adiestrar” y prohíbe “causar la muerte inevitable o necesaria a un animal con procedimientos que originen sufrimiento o que prolonguen su agonía” (artículo 6), exceptúa en forma explícita las corridas de toros (artículo 7).

En Colombia, los animales son sujetos de derechos, o al menos gozan de una protección jurídica explícita. 

Se comprende que la exención de las corridas tenga que ser explícita, porque una corrida no deja de ser – además de lo que los aficionados puedan ver en ella- un espectáculo público que para llevarse a cabo necesita del sufrimiento del animal y que de manera inevitable causa su muerte, a no ser por un pañuelito naranja mediante el cual el toro queda “indultado”. El “indulto” es muy ocasional y los cuidados veterinarios no siempre logran salvar un toro “indultado” después de la corrida.

La sentencia de la Corte

El artículo 7 de la Ley 84 fue demandado ante la Corte Constitucional, no por lo que parecería ser una contradicción interna de esta ley, sino por estar en contra de principios constitucionales.

Aunque para la Corte “las actividades permitidas por el artículo 7 (rejoneo, coleo, corridas de toros, novilladas, corralejas, becerradas, tientas y riñas de gallos) implican, claramente, “maltrato animal”, el artículo no fue declarado inexequible. Pero de una lectura más atenta de esta sentencia se desprenden las herramientas jurídicas, argumentales y políticas para acabar con las corridas de toros y sus émulos criollos.

En efecto la sentencia en cuestión eleva nada menos que rango constitucional el deber de proteger a los animales. Es decir que los animalistas ya no sólo cuentan con el estatuto de protección animal, una norma de nivel “inferior” decretada por el Congreso, sino que  encuentran en la Constitución colombiana una herramienta para sus reivindicaciones. Esto es un avance enorme.

La Sentencia C-666 incluye una reflexión seria sobre la relación entre los humanos y los demás animales. Su espíritu general es el llamado a legislar, argumentar y decidir “sobre la base de argumentos que tomen en cuenta el concepto de dignidad inmanente y transversal a estas relaciones”.

La noción de “dignidad humana”, en lugar de justificar “la ausencia de límites para causar sufrimiento, dolor o angustia a seres sintientes no humanos”, “se aleja de una visión antropocentrista, que asuma a los demás -a los otros- integrantes del ambiente como elementos a disposición absoluta e ilimitada de los seres humanos”.

“El deber constitucional de protección a los animales” no se deriva solamente del principio de dignidad y protección de la vida, sino de una noción de “medio ambiente” que va mucho más allá de la relación instrumental y utilitaria del ser humano con la naturaleza y que “limita la discrecionalidad de los operadores jurídicos” en cuestiones ambientales. Esta sentencia articula la idea de una “constitución ecológica”, implícita en la Constitución del 91, que puede procurar poderosas herramientas a las luchas ambientalistas.

Derecho de minorías

Ahora bien, la protección de minorías es en efecto un principio constitucional que podría oponerse y prevalecer sobre el deber constitucional de proteger a los animales.

Pero no es claro que estemos ante un caso de protección de una minoría. Una minoría -en sentido político y jurídico- no se constituye como tal sólo por estar compuesta de un número reducido de personas. El concepto de minoría no es un puramente numérico. En Alemania, por ejemplo, hay una “minoría” -los simpatizantes del nacionalsocialismo- que no sólo no es protegida, sino que sus convicciones están prohibidas como opinión política. No estoy tratando de hacer valer la comparación ramplona entre la tauromaquía y el nazismo. ¡Ay de nosotros si no podemos hacer distinciones! Simplemente me valgo de un ejemplo que hace patente que los “derechos” de las “minorías” no son respetables si vulneran principios que, con buenas razones éticas e históricas, han llegado a ser principios constitucionales.

Tampoco estamos frente a un caso de inconmensurabilidad entre dos culturas o dos visiones del mundo. Matar y ver morir un animal en la arena, después de hacerlo sufrir, sin que medie una justificación religiosa o pragmática, no tiene nada que ver con una visión del mundo, con una concepción del bien, ni es una práctica ligada con un sistema de creencias o con una forma de vida (a menos de que por “forma de vida” puedan entenderse los comportamientos pintorescos de una parte pequeñísima de la élite bogotana). Lo que dice la sentencia de la Corte es que “este no resulta un caso de choque entre dos culturas pues las actividades contempladas en el artículo 7 de la ley 84 de 1989 no constituyen muestras de multiculturalismo”.

Los toros entonces, como bien dice Caballero, son simplemente cuestión de gusto. Y los gustos de unos pocos, refinados o primitivos, tendrán también, en un estado plural, sobre todo en un estado plural, que doblegarse a ciertos principios mínimos que deben ser compartidos para garantizar, justamente, esa pluralidad.

Se acabarán las corridas

El Alcalde Mayor, Gustavo Petro, en la Plaza de Toros LA Santamaría.
El Alcalde Mayor, Gustavo Petro, en la Plaza de Toros LA Santamaría.
Foto: Gustavo Petro Urrego

¿Por qué entonces la Corte no declaró inexequible el famoso artículo 7?

Se trata de una decisión basada en “la necesidad de armonizar” “manifestaciones de la sociedad” con “el deber constitucional de protección animal”. Pero de la sentencia no se sigue que las corridas queden protegidas por las cortes o por la Constitución, que “tengan blindaje alguno que las haga inmunes a la regulación por parte del ordenamiento jurídico cuando quiera que se estime necesario limitarlas o incluso suprimirlas, por ser contrarias a los valores que busque promocionar la sociedad”.

Los “derechos” de las “minorías” no son respetables si vulneran principios que, con buenas razones, han llegado a ser principios constitucionales.

Así, “el Estado podrá permitirlas cuando se consideren manifestación cultural de la población de un determinado municipio o distrito, pero deberá abstenerse de difundirlas, promocionarlas, patrocinarlas o cualquier otra forma de intervención que implique fomento a las mismas”.

Según esta sentencia, entonces, los aficionados no podrán construirse una nueva plaza de toros, por ejemplo entre los dueños de las fincas del municipio de Subachoque. Según esta sentencia, además, los animales “deben, en todo caso, recibir protección especial contra el sufrimiento y el dolor durante el transcurso de esas actividades”, lo que a todas luces, si los taurómacos insisten en mantener las mismas reglas del “juego”, no podrá hacerse.

Son los animales los que salieron protegidos por la Constitución en esta sentencia y son las corridas las que quedaron mal paradas.

Así que estoy de acuerdo con Caballero, las corridas de toros se van a acabar. Y no sólo en Colombia y en Cataluña sino en todo el mundo. Incluso en el resto de España donde las razones identitarias pesan realmente. Sólo es cuestión de tiempo. Porque ya no es sólo una cuestión de “gustos”. Se trata de la protección de derechos cada vez más articulados, explícitos y concretos en los distintos ordenamientos jurídicos: los derechos animales y ambientales.

Bogotá, más allá de nuestras pequeñas miserias y nuestras disputas provincianas, resulta ser en este caso el escenario de un asunto mucho más grande, mucho más importante. La Sentencia C-666 es casi un llamado a las administraciones locales a prohibir en su jurisdicción las corridas y semejantes. De ahí el decreto de Petro y la “consulta antitaurina” que cumple con todo el protocolo legalista. Este decreto, con la consulta o sin ella, seguirá vigente en la siguiente administración. A menos que los dioses nos castiguen con la elección de Pacho Santos. Pero ese castigo -para nosotros bogotanos que ya tenemos tantos- es tan improblable como el indulto del toro.

 

 

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