Este director danés — renovador de lo auténtico en el cine — ha creado una extraña pero atrayente cinematografía, donde las mujeres parecen extraídas de tragedias griegas: un “error técnico” desatará las pasiones modernas, como los dioses desataban las pasiones humanas.
Contra lo artificial en el cine En 1996, Lars von Trier — un inquieto realizador cinematográfico de origen danés — saltó a la fama con la película Rompiendo las olas, que recibió el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, entre otros galardones. Emily Watson, su protagonista, fue nominada a mejor actriz en los premios Oscar. Von Trier fue uno de los fundadores de Dogma 95, movimiento que en su momento intentó revolucionar las maneras tradicionales de hacer cine, abogando por el abandono de los patrones, de las fórmulas repetitivas y del uso desmedido de efectos especiales, hasta el extremo de no permitir ningún elemento artificioso, en la puesta en escena o en el encuadre. Medea, la bárbara En 1988 había dirigido una película para la televisión danesa — a partir de un guion póstumo de Carl Theodor Dreyer — que llevó por nombre Medea, donde aporta su visión particular de la conocida tragedia de Eurípides y pone en clave cinematográfica el drama de una de las figuras emblemáticas del abanico de personajes femeninos universales.
Medea ha traicionado a su padre y ha renunciado a su patria. Aferrada al amor de Jasón, ha huido con él, para luego verse abandonada por quien la desposó. En venganza, mata a sus hijos, cometiendo el crimen más horrendo para una madre. Medea no solo se presenta como progenitora, sino como mujer, una para quien la palabra empeñada representa un valor superior y que ha sido víctima de una gravísima traición. En la tragedia original de Eurípides, Medea es llamada bárbara (en su acepción de extranjera) a quien Jasón ha dotado de una patria, pero tras su crimen queda condenada la no pertenecer a ningún lugar: ya se sabe que en su antigua patria no será acogida por su traición, y al renunciar a la nueva patria por la vía del destierro, se convierte en siempre extranjera, en siempre extraña de sí y extraña para los otros. Bárbara también será en el sentido de la brutalidad de su acto, que corresponde con ese no–lugar al que ahora pertenece, producto del castigo al que se ha hecho merecedora. De cierta forma, el acto de Medea obedece a su propia desaparición de la palabra del otro. Por eso, el particular énfasis dado a la promesa de Jasón. Medea reacciona en tanto ha dejado de existir para la palabra del otro que la nombra y es justamente allí donde radica su carácter de extrañeza, de saberse otra fuera de esa palabra con que ha sido nombrada. Con Medea, Lars von Trier inicia un trasegar por historias marcadas por la presencia de un conjunto heterogéneo de personajes femeninos: aparecen, además de las dos mencionadas, películas como Bailarina en la oscuridad, Dogville, Manderlay, Anticristo y Melancolía, constituyendo así un elemento recurrente en el cine del danés. Sin contar que se acerca el estreno de su película Ninfomaníaca, al parecer una nueva y osada exploración del erotismo femenino. Con la particularidad de que sus mujeres se alejan, y mucho, de los arquetipos que gran parte del cine — sobre todo el cine de industria — nos han legado para tratar de aprehender algo del universo femenino, que de entrada se antoja heterogéneo, enigmático, impredecible y difícil de encasillar en una definición o en un concepto. Es de resaltar el hecho de que con Rompiendo las olas existe una intención deliberada por alterar los esquemas y las formalidades propias del lenguaje cinematográfico. No en vano, un par de años después, Lars von Trier lanza Los idiotas, su propia película en el marco del colectivo Dogma 95 que, como ya se dijo, se caracterizó por subvertir los cánones del lenguaje cinematográfico. Si bien la estructura dramática es harto convencional en sus películas (podría decirse que la organización en tres actos y la unidad de acción, promulgadas por Aristóteles en su Poética, están aseguradas), es notorio que la gran revolución técnica tiene que ver más con el rompimiento de los ejes de cámara, el manejo del color y el mismo descentramiento del encuadre cinematográfico. Después de Dogma 95, es claro que Lars von Trier propone el “error técnico” deliberado en sus películas y esto se percibe en prácticamente todas sus producciones posteriores a Rompiendo las olas: la estructura de musical en Dancer in the dark, la desaparición casi por completo de un espacio cinematográfico en Dogville (y su continuación Manderlay), hasta las exquisiteces fotográficas y de montaje en Anticristo y Melancolía. La mujer en la Tragedia griega Desde el plano argumental, también hay elementos en el cine de este director que remiten constantemente a la tragedia griega: uno de ellos es la conmoción en el espectador a partir de la violencia en la puesta en escena de un pathos. En Grecia, la tragedia es una “palabra cívica”, lo que equivale a decir que es por medio de ella como los ciudadanos aprenden, a partir del dolor y la catarsis de los personajes, los comportamientos necesarios para convivir en la polis y asimilar la ley. Este mecanismo de propagación de los valores de la polis por vía de la puesta en escena de la condición trágica de unos personajes, en todo caso es una palabra extraña, anómala, producto de la inserción del “error” en su enunciación. Más grito que palabra, más palabra desgarrada que palabra lógica, más voz que discurso, más dionisiaca que apolínea, más pathos que logos. En Lars von Trier se da un procedimiento análogo teniendo en cuenta que, además, la tragedia es un género en el cual el grueso de las acciones trágicas recae sobre las mujeres, sus historias desagarradas se soportan sobre el infortunio de personajes femeninos. Esas mujeres, nombradas en la muerte, de ellas o de los otros, siempre están lindando con lo aterrador de lo que no puede decirse más allá del grito de espanto. Un grito que, entre otras cosas, equivale al del coro en la Tragedia. La Historia, la Épica y la Tragedia conforman ese conjunto de relatos cívicos de la Grecia Clásica, es decir, cuyo fin es moralizante y didáctico; pero son fecundos en mostrar las particulares formas de morir de hombres y mujeres. Mientras que el hombre por lo general muere en combate, glorioso, la mujer lo hace en su cama, solamente honrada por su marido. Mientras el hombre es cantado por otros hombres y su estatuto heroico depende del hecho de estar en boca de las generaciones venideras, la mujer solamente recibe la honra por la palabra de su marido que preservará su nombre. Una mujer en boca de todos es indigna y sin valor; es decir, solamente alcanza la gloria en tanto carece de ella, es excluida de lo público y constreñida a las costumbres del hogar y lo privado. Allí reside su carácter de ciudadana, en una forma de silencio cívico, en la desaparición de la palabra. Es así como las mujeres acceden al discurso, antes reservado a los hombres, por vía de la Tragedia y, particularmente, en lo que atañe a la muerte. También la muerte de las mujeres ya no solo comportará una presencia social para ellas, sino una suerte de reivindicación frente a asuntos que la Historia ha silenciado y relegado. El error técnico Resulta imposible no ver esta similitud en las películas de Lars von Trier, donde el silencio social de las mujeres conduce inevitablemente a la muerte violenta, al suicidio o al asesinato. Es decir, en el cine de Lars von Trier las mujeres son las que encarnan algo equivalente al pathos de la tragedia griega y, en tanto ninguna palabra masculina es capaz de dar cuenta de ese universo complejo, Lars von Trier recurre a los artificios propios del lenguaje cinematográfico. Si la palabra femenina en la tragedia está por fuera del logos y colinda con lo irracional no conceptualizado, asimismo ocurrirá en las películas de von Trier, no solo en lo que toca a los argumentos y al diseño de personajes, sino en todo aquello que en su cine se aparta de la razón. Las mujeres de von Trier que mueren de muerte violenta o que matan, solo pueden existir en un engranaje cinematográfico donde impere el “error técnico”. Esos personajes, en consecuencia, no tienen marcha atrás, han dicho adiós para siempre a un mundo construido desde lo masculino, han dicho adiós a un cine masculinizado construido a partir de arquetipos y tipologías homogéneas: madre, esposa, bruja, histérica, prostituta. Es claro que cuando esos personajes han traspasado cierto límite, regresar resulta imposible. En adelante, solo les espera la muerte. Las mujeres de Lars von Trier son las trasgresoras por excelencia, están enfrentadas por su condición a un mundo que poco o nada puede decir de ellas y donde no hay forma de reivindicación alguna. Esas mujeres hablan pero nadie escucha lo que tienen para decir y en cambio, todo lo que dicen es desprestigiado y tergiversado. Los otros, que se supone deben escucharlas, terminan desplazando ese discurso hacia su conveniencia o su prejuicio. Von Trier — a la vez que dota deliberadamente a las mujeres de una voz — hace que esa voz entre en choque contra toda forma de institucionalidad y no sea tenida en cuenta, para así permitir que estas mujeres existan no en el logos de la palabra masculina que las ha nombrado desde tiempos antiguos, sino en su propia palabra desgarrada, su pathos. Ese pathos, único y singular, ya no es palabra sino grito. Y cuando se ve enfrentado a la brutalidad del mundo masculino, solo puede traducirse en sufrimiento, dolor, destrucción y muerte. No hace falta sino revisar las secuencias finales de las películas a las que se ha hecho mención para corroborar esto. Un cine doblemente transgresor Hay dos formas de ver la muerte en las películas de Von Trier, una es el espectáculo al que asiste un mundo masculinizado en la pira donde arde la bruja, la horca donde pende la asesina o el sanatorio donde se recluye a la histérica; y la otra es la muerte donde la mujer se encuentra a sí misma y logra despojarse, por fin, de esa mirada masculina. En esa dirección, el cine de Lars von Trier es trasgresor, no solo por apartarse de cánones y esquemas industriales, definidos desde una posición masculinizada, sino porque es un cine que objeta el mismo discurso cinematográfico imperante. Su cine es femenino no porque delate la condición trágica de las mujeres, sino porque cambia ese silencio por un grito, por aquello que no puede ser articulado desde el lenguaje y que constituye la única forma posible de liberación. * Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, estudiante de la maestría en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura en la Universidad de Columbia. Ha sido profesor universitario, columnista, editor y realizador radial.
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Daniel Bonilla*
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