La derecha y la izquierda dicen que sus marchas son originales y representativas. Pero estas marchas son viejas y el país que “representan” no está en Twitter ni confía en la democracia y sus instituciones. ¿Otros cuatro años perdidos para Colombia?
Jaime Wilches*
Después del paro del 2021
La #LaMarchadelaMayoría o de la oposición de este martes 20 de junio se anunció y fue presentada por algunos medios como un hito en la historia nacional. Pero en verdad no lo fue.
Y esto que digo nada tiene que ver con la deslegitimación de la protesta: las fuerzas de la derecha ya habían demostrado su poder de convocatoria el 4 de febrero de 2008, con la “marcha del millón de voces” contra las FARC.
La marcha del 7 de junio a favor del gobierno tampoco fue multitudinaria y, según la Policía, convocó menos gente que la de este martes: las fuerzas de la izquierda están celosas porque sienten que la derecha les quitó su espacio de expresión preferencial.
Las dos orillas están obsesionadas en demostrar que son menos corruptas, clientelistas y violentas que su contraparte.
Pero las dos creencias están equivocadas porque olvidan que el estallido social bajo el gobierno Duque dejó la plaza pública agotada y banalizada. Ahora se incursiona en la protesta callejera sin necesidad de una causa histórica o de una organización cohesionada de movimientos sociales.
Dos versiones de lo mismo
Las marchas seguirán. Hay un cóctel “explosivo” (para utilizar la jerga reciente de la revista Semana), entre un gobierno que se aferra a mantener un discurso populista de balcón con fragilidad en los argumentos técnicos, y una oposición intransigente que no se resigna a perder el poder político y económico.
En un lugar secundario quedan las ideas o consignas del activismo digital o de la plaza pública. Lo importante es que la foto refleje que somos más los buenos que los malos y que el filtro demuestre que somos “verdadera mayoría”.
Lo interesante en los dos casos es que ninguno está interesado en demostrar que es la mejor propuesta para la transformación del país. Las dos orillas están obsesionadas en demostrar que son menos corruptas, clientelistas y violentas que su contraparte.
Y para esta explicación breve de lo que sucede, es oportuna analizar el pasado del revanchismo social, el presente de la euforia mediática y el futuro de un país sin nación y territorio.

El revanchismo social
Los estrategas del marketing nacionalista suelen mostrarnos como un país diverso en la cultura. Nada más alejado de la verdad: somos una nación intolerante a ordenes alternativos y reaccionaria a una transformación que amenace los valores de Tradición, Familia y Propiedad.
Aun siendo válida esa narrativa multicolor, se ha demostrado que las fuerzas alternativas que hoy tienen el poder político también están confundidas, se pierden entre tanta pluralidad y acaban cometiendo los mismos errores del establecimiento.
Y esto ha llevado a lo mismo de siempre. La historia de 213 años de vida republicana que Indalecio Liévano retrató con genialidad en el siglo pasado con su obra “Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia”: Centralistas vs Federalistas, Liberales vs Conservadores y ahora Uribistas 2.0 vs Petristas.
Una narrativa mediada por la constante sed de revancha, de rabia cuando se es excluido del juego político, de exacerbar las virtudes del amigo y de cobrar con sevicia los errores del enemigo ideológico.
Por esa razón, los extremos están enfocados en replicar las tácticas de su contraparte, con el objetivo de demostrar que nadie puede tirar la primera piedra —traducción: nadie tiene respeto por la esfera pública y por eso es mejor cooptarla para intereses sectarios—.
Si la derecha apostaba por la repartición burocrática para gobernar, la izquierda también lo hizo para llegar a la Casa de Nariño (con las predecibles consecuencias que dejan para los dos bandos cuando se unen en particulares contubernios).
Si la izquierda apostaba por la plaza pública, la protesta y el movimiento popular, la derecha también sale a marchar, hace pancartas y compra megáfonos para gritar sus consignas emotivas.
Y para dar más gasolina al conflicto se le suma que cada bando tiene medios de comunicación y redes sociales para trasmitir su verdad buena, pura y objetiva y censurar al otro mentiroso, sesgado y manipulador.
Impresionante, Revelador, Explosivo y Urgente
La izquierda siempre se ha sentido por fuera del juego mediático y acusa a la oligarquía del control de los medios. Aunque no fuera precisamente un adalid del petrismo, Daniel Coronell se erigió como el héroe antiuribista.
La derecha no se iba a quedar atrás y durante años buscó a su heroína. RCN no sirvió porque su producción es mediocre y necesitaban personalizar el campo de lucha por la esfera mediática. Apareció Vicky Dávila y con ella recibió como como botín la revista Semana, y una caja de negra de adjetivos Impresionantes, Reveladores, Explosivos, Gravísimos y Urgentes, con el propósito de encender la opinión pública
Petro no tiene medios y se ve abocado a defenderse desde su tribuna tuitera. Esto lo lleva a cometer errores y declarar la guerra mediática en 140 caracteres, lo cual pone a la contraparte en la cómoda actitud de llamar a la libertad de expresión y la defensa de la democracia frente a los abusos del gobierno.
Los periodistas, al igual que los populistas, anteponen la vanidad de su nombre a los deberes del medio o a los límites éticos de la información. Lo importante es convertirse en mártires: Coronell lo había logrado frente a Uribe y ahora Vicky lo ha logrado a tal punto que la marcha del 20 de junio lo reconoció en pancartas que defendían su lucha contra “el establecimiento”.
Mientras tanto, el otro país se levanta a trabajar, a vivir del olvido de las regiones o a soportar la congestión de las ciudades, o de los actores armados

Y el país
Y en medio del almendrón que propuso Hernando Gómez Buendía “la viveza individual y la bobería colectiva”, se asiste a un desgastante espectáculo de auto-referenciación donde cada bando dice ser mayoría porque marchan en los habituales escenarios de Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla.
Mientras tanto, el otro país se levanta a trabajar, a vivir del olvido de las regiones o a soportar la congestión de las ciudades, o de los actores armados que tienen un sincretismo excepcional de derecha-izquierda y mantienen el orden en un singular modelo de gobernanza criminal.
Un país que no le interesa Twitter (reservado para algunos entusiastas e histéricos), lee poco porque no hay mucho tiempo y porque la pandemia aceleró el reloj, y espera con paciencia a que los trancones se resuelvan mientras los activistas marchan a favor “de su pueblo”.
El futuro es preocupante porque las marchas aumentarán, Vicky Dávila se atrincherará en su extremismo, los sectores alternativos se radicalizarán y el país quedará sin los cambios que son necesarios y que se aprueban o desaprueban a pupitrazo en el Congreso de la República.
Ah, y las elecciones regionales serán decididas por esa fracción de país dedicado a insultar, amenazar o boicotear cualquier acción racional que huela a coexistencia en la diferencia.
Mientras tanto el país “de las mayorías” ignoradas e instrumentalizadas seguirá manteniendo su abstencionismo, su desconfianza de las instituciones, y hará lo de siempre: resolver la vida cotidiana como vaya saliendo, con o sin ayuda de la legalidad.
Si una opción de derecha llegará a ganar en el 2026, el revanchismo social seguirá utilizando la misma táctica de espejo retrovisor. A Indalecio Liévano le hubiera encantado retratar este nuevo e inservible capítulo de nuestra conflictividad social.