Nada hace pensar que en el inmediato futuro cambie el estilo de gobierno. Termina la era Uribe pero sigue su proyecto político.
Germán Ayala Osorio*
Terminó este 7 de agosto la “era Uribe”. Durante ocho años, el ejercicio mediático sirvió a los intereses de un gobierno que presionó a los periodistas y a los medios, y que jugó con la naturaleza empresarial y las conveniencias de estos últimos, hasta lograr cooptarlos.
En las dos administraciones del ahora ex presidente fue palpable la actitud acomodaticia de los medios, que se afirmó sobre simpatías ideológicas, intereses compartidos con corporaciones y gremios y, por supuesto, sobre el poder intimidatorio de un gobernante que consideró siempre a la crítica y el control al poder como actividades y acciones subversivas.
Los medios y los periodistas insistieron en adelantar encuestas y sondeos de opinión, que soslayaron las complejas realidades económicas, políticas, sociales y culturales del país, y le dieron cabida a una doxa ligera y volátil, como resultado de un trabajo que ellos articularon a la agenda política del gobierno.
La favorabilidad de su imagen y los altos índices de popularidad con los que deja la Casa de Nariño, son simples hologramas que intentan ocultar sus desaciertos, pero ante todo su real incapacidad para liderar cambios estructurales que le permitieran al Estado alcanzar algunas de las características consignadas en el proyecto de la modernidad.
Enfrentar de manera decidida a las guerrillas no puede seguir viéndose como un hecho excepcional, heroico. Uribe simplemente asumió tareas constitucionales propias de su cargo, no le “hizo un favor” a la sociedad, tal como se ha dicho varias veces. Como máximo comandante de las Fuerzas Armadas, y por la forma como presionó a las tropas para obtener mayores y mejores resultados, es responsable, directa e indirectamente, de los aciertos, errores y crímenes cometidos por el Ejército y la Policía, especialmente de los asesinatos mal llamados “falsos positivos”.
En términos políticos Uribe fracturó principios democráticos y valores constitucionales, actitud que aparte de una auténtica crisis institucional generó asimetrías entre los tres poderes públicos. Los enfrentamientos con la Corte Suprema de Justicia y con los jueces no pueden verse como episodios asociados al carácter frentero, camorrero y directo del mandatario saliente. Por el contario, se deben comprender como eventos y acciones políticas que encarnan un proyecto autoritario que no muere con su gobierno.
Uribe cooptó al Congreso, convirtiéndolo en un apéndice del Gobierno, lo que terminó por legitimar aún más una práctica política y cultural arraigada en Colombia: el clientelismo.
En sus ocho años, Uribe y quienes apoyaron su proyecto autoritario trabajaron para mantener desequilibrios culturales, económicos y políticos que a lo largo y ancho del territorio son la máxima expresión de una idea de Estado en la que lo más importante es asegurar viejos privilegios de clase. Ello implica mantener sin modificación las circunstancias históricas que justificaron el nacimiento de las FARC y del ELN hace casi cincuenta años: concentración de la riqueza, conflicto agrario, exclusión social, cultural y política, entre otros. El salto hacia atrás que ha dado el país ha sido enorme.
Desde la práctica discursiva, Uribe impidió el diálogo respetuoso, horizontal y simétrico, señaló a los diferentes e hizo ver el pensamiento crítico como una tara, como un obstáculo para construir democracia. Convirtió en una práctica común el lenguaje violento, y en un principio que extendió a las relaciones sociales en los más diversos ámbitos. Hoy se sigue como ejemplo en varias instituciones de la sociedad, que apoyadas en las pésimas circunstancias que ofrece el mercado laboral, convierten la discusión, el diálogo, la crítica, la oposición y las posturas divergentes, en factores que interrumpen el normal ejercicio del poder.
Se necesitará más que bonanzas mineras y petroleras y la desaparición de las FARC, para que el Estado sea legítimo. La legitimidad que hoy se le reconoce en ciertos sectores de la sociedad es fruto de la propaganda oficial y del mantenimiento de privilegios de clase. La compleja realidad laboral que se vive en Colombia (desempleo cercano al 12 por ciento y subempleo del 30,7 según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE), la extrema pobreza que cabalga desbocada en ciudades y en el campo, y la violencia generalizada, apenas si interfieren en la vistosa y efectista película que nos proyectaron durante ocho años, con la cual los medios despidieron a Uribe el 7 de agosto.
Lo cierto es que termina la era Uribe, pero el proyecto hegemónico continúa. Santos es y será la segunda parte. Luego vendrá Vargas Lleras.
* Comunicador social y politólogo