La propiedad sobre la tierra y los usos del suelo son la clave de los problemas de Colombia pero también pueden ser la clave de su solución, explica el prestigioso analista y consultor internacional.
Darío Fajardo*
Una urgencia recurrente
En medio de la gran desazón causada por la convergencia de las crisis ambiental, petrolera, alimentaria y últimamente la del sistema económico mundial, varios analistas y columnistas vuelven a recordarnos un tema siempre postergado en el inventario de nuestros problemas no resueltos: la distribución de la tierra.
Esta vez esa urgencia guarda relación con la baja sostenida de la oferta alimentaria, dificultosamente compensada con importaciones, así como con el encarecimiento de los alimentos, convertidos en uno de los factores de mayor peso en las alzas del costo de vida.
Pero se trata de un asunto recurrente: cada vez que asoman en el horizonte riesgos para la estabilidad institucional del país se vuelve a hablar de reforma agraria, del reparto de la tierra. Lo grave es que solamente se habla. Y así lo muestra una rápida revisión de nuestra historia cercana.
Los años 30 y "La Violencia"
En los estertores de la hegemonía conservadora, los conflictos sociales y la necesidad de adecuar el régimen agrario a los requerimientos de la modernización económica pusieron sobre la mesa la necesidad de un nuevo ordenamiento de la propiedad rural. Tras muchos debates nació la Ley 200 de 1936, "Ley de Tierras", que dio algunas garantías a colonos y campesinos pero, fundamentalmente, exigió cierto aprovechamiento económico de las tierras por parte de sus propietarios, dentro del criterio de la "función social de la propiedad".
Los cambios en la correlación de las fuerzas políticas ocurridos al final de esa década dieron paso a la "pausa" de Eduardo Santos y con ella a la Ley 100 de 1944, con la cual desaparecieron las exigencias de poner a producir los suelos. La Ley 100 dio nuevo aliento a las relaciones de aparcería y reiteró el respeto a la gran propiedad, que en realidad nunca se había visto amenazada.
Con la violencia, nuestro eufemismo para la guerra civil que cerró el paso a las reformas liberales, miles de propiedades cambiaron de manos; cientos de miles de campesinos perdieron sus tierras y debieron huir para salvar sus vidas. Se afirmó de esta manera una característica histórica de la sociedad colombiana: la naturaleza esencialmente violenta de la expropiación y concentración de la propiedad de la tierra. Esta característica ha contribuido a sostener un prolongado conflicto armado, con sus secuelas de pérdidas de vidas humanas, desplazamientos forzados, secuestros y extorsiones, destrucción de bienes, restricciones a la producción y al acceso a los mercados, entre otras consecuencias conocidas.
Del INCORA al Pacto de Chicoral
Pasadas las primeras fases de la guerra y con base en la Muestra Agropecuaria Nacional de 1954, Hernán Toro Agudelo, artífice de la ley 135 de 1961, la "ley de la reforma social agraria", advirtió cómo menos del 3 por ciento de los propietarios, estimados en 23.456 personas, controlaban el 55 por ciento de las tierras, mientras el 55 por ciento de los propietarios solamente contaba con el 3.5 por ciento de las tierras ocupadas. No le fue difícil advertir el papel cumplido por la concentración de la propiedad en las alarmantes condiciones de pobreza y atraso del país -como también en esa época lo hicieron la CEPAL y la Misión del Banco Mundial dirigida por Lauchlin Currie -.
De otra parte, para el gobierno de Estados Unidos estaban entonces muy frescos los inquietantes escenarios de la revolución boliviana, en 1951, del intento de expropiación de la United Fruit Company en la Guatemala de 1954 por parte de Jacobo Arbenz, y de la revolución cubana de 1959. Su respuesta, a más de los dispositivos militares para la contrainsurgencia, fue asignar recursos cuantiosos de la AID para la reforma agraria colombiana, "vitrina" de la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy.
A pesar de este apoyo, las fuerzas adversas al reparto agrario neutralizaron su aplicación. A partir del "Pacto de Chicoral" firmado en 1973, la dirigencia nacional tomó una de sus decisiones más costosas para el país: impulsar un programa de titulación de baldíos en regiones remotas como alternativa a la ya debilitada reforma agraria que se había encomendado al INCORA. En lugar de una redistribución de tierras aptas para la agricultura, aledañas a los epicentros urbanos, a los mercados y a la oferta de servicios, el Estado encaminó a los campesinos sin tierra hacia los bosques húmedos de la Amazonía, el litoral pacífico, el Darién y el piedemonte araucano, con el señuelo de los "proyectos de colonización" que ofreció sostener y que en realidad abandonó a su suerte.
La droga y la apertura
Pocos años mas tarde el país comenzó a enterarse de la presencia de los cultivos de marihuana y de coca. Su ubicación correspondía precisamente a muchas de aquellas zonas de colonización donde el incumplimiento de las promesas estatales resultó en el precario asentamiento de campesinos empobrecidos en tierras baratas y sin acceso a vías de comunicación – la fórmula precisa para atraer cultivos ilegales-. Pero además – y gracias a las exenciones fiscales concedidas a la gran propiedad agraria – los dineros del narcotráfico encontraron en la compra de tierras un mecanismo excelente para el lavado de activos.
La "apertura" de comienzo de los 90 sorprendió a Colombia con su industria y su agricultura en condiciones muy difíciles para competir en los mercados externos. En el caso de la agricultura, esta debilidad provenía de las altas tasas de interés, del costo de los insumos (agroquímicos comercializados con patentes de multinacionales) y de la sobre renta del suelo derivada de la excesiva concentración de su propiedad.
Dado el peso político del sector financiero y de las multinacionales de la petroquímica, el flanco de acción más fácil parecería ser la propiedad de la tierra. En consecuencia, para resolver el problema de la competitividad de la agricultura, el gobierno, a través de la Ley 160 de 1994, acogió la orientación del Banco Mundial de impulsar una nueva estrategia para la desconcentración de la propiedad. A tenor de las políticas de desregulación y "adelgazamiento" del Estado, la nueva reforma agraria operaría a través del mercado de tierras, asistido mediante subsidios para la compra de los predios, no mediante la intervención directa del gobierno en el reparto de tierras.
La "nueva agricultura"
Sin embargo, la puesta en marcha de la nueva política de tierras ocurrió en medio de una crisis económica impulsada por el desmonte de los aranceles, cuyo impacto sobre el sector rural fue especialmente intenso. En este escenario se afianzó una "nueva agricultura", caracterizada por el debilitamiento de los cultivos transitorios (productos de consumo directo correspondientes en buena parte a la agricultura campesina) a favor de los cultivos permanentes (palma aceitera, forestales, cacao, frutales) con destino principal a las exportaciones. La expansión de los cultivos permanentes fue acompañada por el desplazamiento, generalmente violento, de los agricultores campesinos, muchas veces con el apoyo del paramilitarismo y con dineros de narcotráfico.
Más concentración, menos área sembrada, menos alimentos, más erosión
Dentro de esta "nueva agricultura" el peso del monopolio en los costos de producción se ha hecho aún mayor; este es el caso de un cultivo "moderno" como el arroz, donde la renta de la tierra equivale al 30 por ciento del total de los costos de producción.
La concentración de la propiedad se ha agravado con el "narcolatifundio" que, según la Procuraduría General de la Nación, para 2005 extendía su dominio a más de 4 millones de hectáreas, poco menos del 30 por ciento del total de las tierras con potencial productivo agrícola del país, estimado en aproximadamente 14 millones de hectáreas.
De acuerdo con un estudio del Banco Mundial publicado en 2003, la distribución de la tierra en Colombia ofrece un coeficiente de Gini de 0.85, el cual coincide con los resultados de las investigaciones del IGAC-Corpoica, realizadas en 2002, según las cuales las fincas con más de 500 hectáreas controlaban el 61 por ciento de la superficie predial y pertenecían al 0,4 por ciento de los propietarios.
Esta distribución afecta inevitablemente la producción de los bienes básicos. En términos relativos, las pequeñas explotaciones dedican a la agricultura una proporción mayor de su superficie que la que le dedican las explotaciones mayores; por ende, una mayor concentración de la propiedad implica una disminución del área sembrada. De acuerdo con la Encuesta Agropecuaria del DANE de 1995, las fincas con más de 500 hectáreas dedicaban el 15 por ciento por ciento de su superficie a praderas, destinando a usos agrícolas solamente el 0,8 por ciento de su área productiva; al mismo tiempo, las fincas con menos de 5 hectáreas asignaban el 60 por ciento de sus superficies a usos agrícolas.
La pérdida del área sembrada, estimada en cerca de 800 mil hectáreas en la década de 1990, condujo a una sostenida importación de alimentos y a un mayor debilitamiento de la seguridad alimentaria del país, precarizada por los profundos desequilibrios del ingreso. Según el Banco de la República, entre 1991 y 1997 las importaciones agrícolas crecieron a una tasa anual del 26 por ciento, sin que la tendencia se haya modificado desde entonces.
Al disminuir las tierras bajo control de la pequeña propiedad ha seguido descendiendo el área asignada a la agricultura, en particular a los cultivos temporales, propios de la producción parcelaria. Se afianza así tendencia ya observada: el Banco Mundial señala que "sólo el 30 por ciento con aptitud agrícola es utilizada para este propósito… en tanto que el doble del área adecuada para pastos es dedicada a la ganadería"; y el estudio IGAC Corpoica precisa que de los 14,3 millones de hectáreas aptas para la agricultura, escasamente se están utilizando poco mas de 4 millones; en cambio, aunque hay apenas 19 millones de hectáreas aptas para la ganadería, en Colombia tenemos 39 millones de hectáreas en pastos, con un hato inferior a los 25 millones de cabezas.
Adicionalmente, la concentración de la propiedad y la expansión de las praderas han conducido a la subutilización de los suelos y a la destrucción de distintos ecosistemas mediante prácticas como talas indiscriminadas, quemas de rastrojos, mecanización y riegos inadecuados, todos los cuales han implicado procesos de erosión, compactación, desertificación y salinización de los suelos. De acuerdo con el IDEAM, en 2001, el 33,9 por ciento de las tierras del país estaba afectado por grados de erosión entre "moderada" y "muy severa", y en la región Caribe la salinización afectaba a más del 28 por ciento de los suelos.
Existe una alternativa
A tiempo de afrontar la crisis económica que llega – y en realidad, para poder superarla- Colombia necesita de políticas, estrategias e instrumentos dirigidos a equilibrar el acceso de la población a los activos productivos y a los servicios básicos para mejorar su calidad de vida, superar la pobreza y asegurar el aprovechamiento sostenible de los ecosistemas.
La propiedad sobre la tierra tiene un carácter central para este propósito. Al haberse constituido en la base del poder político, ella determina la estabilidad de las comunidades, así como el acceso y el manejo de recursos productivos y ambientales fundamentales. Superar la exclusión económica y política implica eliminar los monopolios sobre la propiedad territorial y democratizar el acceso a la tierra mediante arreglos fiscales que graven su uso inadecuado y sancionen de veras su apropiación violenta o indebida.
El marco para la construcción y ampliación de las capacidades productivas en el ámbito rural y agrario sería el reordenamiento territorial social, ambiental y productivo sobre la base de adecuar los usos de la tierra a las vocaciones de los ecosistemas.
Será necesario asignar recursos prioritarios para la investigación, el ajuste y la transferencia de tecnologías, la capacitación, la dotación de infraestructuras para riego, las vías, la reforestación, la recuperación de aguas, la recuperación y el manejo de suelos.
La recuperación social y productiva supone estabilizar a las comunidades rurales y a sus territorios mediante el acceso a la tierra resultante de reformas agrarias efectivas, articuladas con el fortalecimiento de los mercados locales, los regionales y el nacional. Estarían apoyadas en procesos técnicos dirigidos a aumentar la producción, la productividad y el mejoramiento de los ingresos que activen la demanda de bienes manufacturados, preferentemente por las industrias del país.
Los núcleos de economía campesina diseñados como base de procesos de ordenamiento territorial y productivo y afianzados mediante dotación de tierras y asistencia para facilitar su estabilización, se desarrollarían ya en las áreas que venían ocupando, ya en otras, cuando las condiciones ambientales lo requieran, como en el caso de ecosistemas frágiles, áreas con suelos inestables, con riesgos de inundación y casos similares.
De acuerdo con su tradición y su potencial, en cada una de las regiones y subregiones agrarias se incentivaría el tipo de sistema más adecuado para la producción de bienes destinados al mercado interno o al mercado externo (plantación, asociación de pequeños y medianos productores, articulación agroindustrial….).
El reordenamiento del territorio y su democratización facilitarían la descongestión de las grandes ciudades y la configuración de nuevos patrones de asentamiento en beneficio de la nación y de su medio ambiente.
*Miembro fundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.