Pese al fin de la violencia, las elites políticas y los precandidatos insisten en vivir de revivir el fantasma de la guerra. ¿Será que este clima tóxico va a frustrar la promesa del país más humano y más moral que debería desprenderse de un Acuerdo de paz?
Ricardo García Duarte*
Conflicto dual
El conflicto que acaba de concluir en Colombia, con mayor lealtad y limpieza por parte de las FARC y del gobierno de lo que muchos hubieran temido o deseado, al mismo tiempo fue guerra y fue política.
Guerra, con todas sus letras, pero también lucha por el poder y por la representación social, tal como lo dictaban las razones ideológicas de la guerrilla y sus objetivos programáticos.
Y sin embargo el conflicto fue más guerra que política, dado que las acciones se redujeron a unos márgenes geográficos y sociales delimitados, sin ninguna influencia sobre las definiciones del poder nacional ni sobre la formación de los imaginarios colectivos, y con tan poca densidad que casi nadie asociaba a los insurgentes con algún ideal político.
El choque armado, en cambio, se robaba las energías de los guerrilleros y de gran parte de las fuerzas del establecimiento, además de capturar la atención de la ciudadanía colombiana y de la comunidad internacional.
Fantasmas del pasado
![]() Firma de los Acuerdos de Paz. Foto: Presidencia de la República |
Al sellarse el acuerdo de paz y completarse el desarme las FARC, llegó a su fin lo grande, lo gravemente perturbador. Del fenómeno del conflicto solo se mantuvo en pie la dimensión pequeña, la política, tan insignificante que nunca “pegó” bajo la forma de alguna representación positiva en la opinión pública, que se mantuvo impermeable frente a cualquier discurso reivindicatorio del grupo armado.
Desaparecida la guerra y, con ella, el aparato militar al que los insurgentes le rendían tributo, y finalizadas también sus tácticas brutales de hostilización y de financiamiento, quedó, con todo, el rastro de sus vejámenes. Claro está que también persisten las huellas de los sufrimientos ligados a la causa revolucionaria, pero sobre todo permanece la sombra de la degradación y de la victimización del otro, a través del secuestro o de la extorsión.
Mientras tanto, es cierto, resurgen la política, el discurso, “la palabra que reemplaza a las armas”, como diría el propio Timochenko, pero aún sin una fuerza simbólica suficiente como para superar la falta de credibilidad que tienen estas intenciones y las barreras de la desconfianza a las que se enfrentan, por más arrepentimientos y reivindicaciones de justicia social que enarbolen genuinamente los antiguos combatientes de las FARC.
El conflicto fue guerra y fue política. Y sin embargo el conflicto fue más guerra que política.
En otras palabras, luego de la guerra no solo se manifiesta un viento diáfano de paz sino que, sobre todo, aparecen los fantasmas y el lastre de los horrores vividos, no disipados aún por una verdad que aguarda ser dicha y una justicia transicional apenas en ciernes. Estos vestigios del horror de la guerra tampoco son contrarrestados por el discurso pacifista y atemperado de los insurgentes, que sigue sin cuajar con un valor reconocible en las nuevas circunstancias de la vida nacional.
Con los espectros del conflicto armado, que sobreviven aunque las muertes ya no se repitan, trabaja el uribismo, y lo hace con la aplicación del que sabe que remueve animadversiones profundas, sin importarle que su discurso esté afectado por la sustracción de materia, dada la terminación de los combates. El uribismo conjura estos fantasmas con el objeto de hacer reverdecer su credibilidad como actor político y reflotar sus aspiraciones reales de poder, puesto que esas huellas ominosas del pasado siempre le permitirán machacar sobre la impunidad.
Un proyecto todavía débil
De la implementación de los acuerdos de paz no podrá esperarse entonces la irrupción de un movimiento de izquierda altamente competitivo a partir de las FARC, pues la antigua guerrilla, que aún tropieza con elevadas cotas de opinión desfavorable (90 por ciento), tendrá que hacer su propio camino para legitimarse frente a la población, que con razón se mantiene recelosa.
Si se cambia la perspectiva y se observa la línea más conservadora del espectro ideológico, de esa paz cabe esperar la continuación de la guerra como motivo del enfrentamiento político, es decir, como la causa que permite agrupar, cohesionar y movilizar a los seguidores, aunque las confrontaciones armadas hayan concluido. Esta prolongación de la guerra se dará de un modo fantasmal, lo que no es extraño en la acción política, empujada a menudo por percepciones que no coinciden con la marcha de las cosas, como si se tratara de una realidad paralela, hecha de distorsiones que, recibiendo el combustible del discurso populista, incide perfectamente sobre las movilizaciones electorales de ciertas franjas de la opinión.
En el caso de los próximos debates, esta sería una realidad paralela organizada en torno a los temores y las rabias que despiertan la “impunidad”, “la ideología de género” y el “castrochavismo”.
Estos temores y rabias se transfiguran en sentimientos, auténticos o inducidos, contra la paz, tal como lo muestran los índices de impopularidad del presidente Santos y del propio Acuerdo de paz -aunque estos comienzan por fin a disminuir-. Y tal como se produjo el caudal de votos del NO en el plebiscito, Uribe y Pastrana cuentan con estos espectros de la impunidad y la guerra incesante para ganar de nuevo la contienda política.
La política tóxica
![]() Expresidente Álvaro Uribe Foto: Canal Capital |
Ahora bien, los partidos, las instituciones y el régimen político no solo vivieron de la paz durante los últimos siete años, porque durante este período también estallaron las pústulas de la corrupción, manifiestas en los sobornos de la contratación pública, en los sobrecostos de las obras y en las triangulaciones nefastas que incluyen a los políticos profesionales, los funcionarios públicos y los empresarios privados.
Se trata de una corrupción que se extiende sobre todos los sectores y niveles del poder porque ella se desgaja como el fruto podrido del clientelismo. Toda una apropiación indebida de lo público -del tesoro y de la representación-, con tanta repetición y con tan escandalosos episodios, que el fenómeno ha terminado por afectar a los partidos más convencionales y mayoritarios, puesto que los ha hundido en las encuestas.
Tal vez por eso en las encuestas solo sobreaguan los candidatos que menos identificados con aquellos partidos, los más “independientes”, aunque, eso sí, en medio de un paisaje completamente fragmentado.
Escenario político más confuso y más tóxico.
En consecuencia -y de manera paradójica- el legado de la paz es un panorama objetivamente sano, en términos morales y humanitarios, pero al mismo tiempo es un escenario político más confuso y más tóxico:
- un Gobierno y unos partidos comprometidos con la paz, pero desconectados con la opinión;
- unos excombatientes convertidos en izquierda alternativa, pero sin credibilidad;
- una extrema derecha, crítica de las limitaciones de la justicia, pero que agita demagógicamente los temores fantasmales de la guerra y del narcoterrorismo para avivar sus posibilidades de triunfo contra el acuerdo de paz; y, finalmente,
- una franja de políticos independientes y grupos tradicionales de izquierda que crecen en audiencia, pero se mantienen irremediablemente divididos.
En tales condiciones, la competencia política se desplegará como una arena donde se mezclarán dos ejes del enfrentamiento: el que está planteado por la resistencia contra la corrupción, el clientelismo y la politiquería, y el que está determinado por los ataques contra el acuerdo de paz.
Si las elecciones presidenciales del 2018 hicieran el tránsito por las dos vueltas, en la primera de ellas el eje del debate en torno a la corrupción y la politiquería tendría un eco intenso, que se disiparía en la segunda vuelta, en la que los debates decisivos podrían girar en torno al fantasmal tema de una guerra que ya concluyó.
* Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic aquí.