Un movimiento social de grandes proporciones se ha formado en contra de esta serie. Pero el rating no baja. La clave está en los vacíos de la educación y en la formación de espectadores con criterio para exigir calidad y decir no.
Lanza en ristre De manera inesperada se han levantado las voces múltiples de una incipiente sociedad civil en programas de radio, en periódicos, en blogs, en columnas de opinión, por Twitter, en Facebook y en todas las demás plataformas que la red y los medios proveen. El fenómeno ha alcanzado proporciones virales.
La constante ha sido un ataque sin cuartel contra los creadores de la serie de televisión Tres Caínes y una débil defensa de la contraparte tratando de frenar las críticas y los señalamientos. Incluso, varios anunciantes importantes retiraron su pauta durante las horas de emisión de la serie, aduciendo solidaridad con la movilización masiva de los detractores. Se ha dicho de todo. Y en cierta medida resulta imposible no estar de acuerdo con que se critique duramente la posición mercantilista de los canales privados Caracol y RCN al presentar productos televisivos basados en episodios dolorosos de la historia del país, en particular las series sobre Pablo Escobar y los hermanos Castaño. Pero ha hecho falta otra objeción, desde una orilla que no ha sido considerada en este debate: el vacío de fondo en los modelos educativos en Colombia, en particular, en lo que atañe a la enseñanza de la historia y a la apreciación de productos audiovisuales. Falacia dañina Cabe aclarar que los canales privados tienen todo el derecho de producir lo que consideren comercialmente viable, en las condiciones que quieran y, por supuesto, en defensa de sus intereses.
Lo que resulta inadmisible es que tanto RCN como Caracol, con el objetivo de aumentar o de conservar sus audiencias, se autoproclamen entes autorizados para dar lecciones de historia política o social a todo el país, aprovechando el vacío que la educación ha dejado en esas áreas. Sus productos de ficción operan bajo ciertos patrones de producción y esquemas narrativos que les garantizan el reintegro de la inversión porque finalmente estamos hablando de una industria y una lógica de mercado. Lo que resulta criticable son los mensajes publicitarios que sirven para promover los productos de ficción: los venden como si fuesen la única versión auténtica de la historia, bajo el argumento trillado de que "un pueblo que no conoce la historia está condenado a repetirla". Esa es la falacia de fondo que está haciendo tanto daño: es evidente que no pueden presentarla como la única versión. También debería ser claro que un televidente activo y formado estaría en capacidad de entender que existen muchísimas más versiones y que estas propuestas televisivas sólo son una más. Para tomarlo como un documento histórico válido se requeriría contrastar su enfoque particular con lo que dicen los libros, los documentos, los periódicos y los testimonios directos de los protagonistas de esos acontecimientos históricos. Por eso hay que poner en tela de juicio la ética de los canales de televisión que pretenden camuflar su producto comercial y hallan una justificación más diciendo que “eso es lo que el público quiere”. ¿Por qué no ha bajado el rating? Esta semana, en una de las emisoras de Bogotá, el escritor principal de la serie sobre los Castaño, Gustavo Bolívar, esgrimió ese mismo argumento para insistir en que los canales finalmente producen lo que el público pide.
Aparentemente, el argumento es válido: a pesar de las críticas, se observa que el rating de la serie no ha bajado. Como diría alguien por ahí: “una persona acostumbrada a ver manchas, verá el mundo como un montón de manchas”. Es decir, familias enteras que han construido su educación televisiva sin más opciones que RCN o Caracol seguirán consumiendo lo que estos canales les sirven. Alguien podrá argüir que hoy en día la oferta es mucho mayor, gracias a la televisión por cable, pero entonces ¿por qué se da el fenómeno de que el grueso de la audiencia nacional siga siendo fiel a estos canales? Una respuesta posible es la de pensar que los canales han “formateado” una tipología especial de público, ajustada a sus necesidades, y que ha configurado su gusto a expensas de lo único que ha tenido a la mano por años. Aquel que ha pasado gran parte de su vida en la cárcel seguramente va a tener miedo a la libertad cuando salga al mundo, debido a lo que la costumbre ha hecho de él. Como referencia para ilustrar este punto se recomienda la película Sueños de fuga, dirigida por Frank Darabont en 1994. No sabemos ver televisión Toda esta reflexión para plantear uno de los problemas más graves: no sabemos ver televisión ni apreciar los productos audiovisuales, en un sentido amplio, lo cual implica también descalificar con argumentos razonables. Se piensa erróneamente que estos deben tomarse como un remplazo frente a los grandes vacíos que ha dejado el sistema educativo imperante.
La televisión y el cine son visiones y versiones del mundo que obedecen a los más diversos intereses e ideologías. Todos los relatos de ficción tienen derecho a existir, todos… Qué bueno que así sea y que tengamos acceso a ellos. Pero no podemos permitir que se conviertan subrepticiamente en el modelo moral que dicte las conductas adecuadas. De hecho, para efectos narrativos siempre un personaje “bueno” debe tener su contraparte, su antagonista. Eso garantiza el conflicto que en últimas constituye el eje dramático de toda historia. Si el cine o la televisión solamente presentaran personajes "buenos", serían absurdamente aburridos. Lo mismo ocurriría si la reconstrucción histórica solamente nos mostrara héroes y santos. Saber decir no y exigir Se dice que los medios de comunicación tienen como misión fundamental informar, entretener y educar, pero se debe tener cuidado con los límites de esta afirmación puesto que en este caso se habla de productos de ficción cuyos modos de informar, entretener y educar son distintos a cómo lo hacen, por ejemplo, los noticieros o la prensa escrita. La ficción, además de entretener, puede informar y educar, pero no lo hace imponiendo verdades históricas o de otro tipo, sino presentando versiones. Allí es donde más cuidado se debe tener: si se presenta una serie como Los Tres Caínes como una verdad irrecusable, corremos el riesgo de convertirnos en un público manipulable y pasivo. Un público formado es aquel capaz de ver cualquier cosa — la que sea — y, a partir de su experiencia, desarrollar el criterio suficiente para tomar decisiones, rechazar o aceptar, seguir conductas o criticarlas. El problema no radica en los productos de ficción en sí ni en los canales: de todas maneras producirán lo que les interesa vender. Más bien, en donde se debe ahondar es en formar un público que no dé concesiones, sea capaz de decir no y de cambiar el canal. Si el público logra convertirse en una fuerza activa y deja de ser una masa receptora pasiva, los canales tendrán que esforzarse más en sus contenidos. Un espectador formado es aquel que sabe cómo decir no y exigir: mientras esto no ocurra, los canales seguirán haciendo lo que les plazca. El reto de formar un espectador La ficción puede — y en muchas ocasiones, debe — ocuparse y tratar temas pertinentes y polémicos, pero sus productores deben hacerlo de forma responsable y consciente de los públicos a los que están dirigidos. Ya es problema nuestro si vamos a aceptar como cierta una declaración en una ficción televisiva que señala a sociólogos y antropólogos como objetivo militar.
¿Qué sería del cine o de la televisión si no se pudieran contar historias donde unos son atacados por otros, donde los gais o las mujeres sufren, donde los niños son víctimas o un hombre cualquiera odia los comunistas, para citar algunos ejemplos al azar? Para propósitos narrativos, una historia puede requerir la utilización de tales recursos, pero no por ello debe ser un modelo a seguir. Ahí está la diferencia: un espectador formado será capaz de decidir frente a una película, una telenovela o una serie que le presente como enemigos a los sociólogos, a los gais, a las mujeres o a los comunistas. Para finalizar, es preciso hacer la crítica de la crítica televisiva que, desde la otra esquina, está tratando de dictaminar lo que se debe o no se debe ver. Los pocos comentaristas y críticos que hay en Colombia se convirtieron en una suerte de poseedores de la verdad revelada sobre la calidad y la pertinencia de los productos de ficción, convirtiéndose en lo que tanto le critican a la televisión: pretenden condicionar el gusto de esas audiencias no formadas desde otras plataformas autorizadas, como los periódicos y las revistas de mayor circulación. Esa posición encubierta de elitismo intelectual también es peligrosa por cuanto constriñe las elecciones del espectador frente a lo que quiere o no quiere ver en una pantalla. Un público solo se va formando en la medida en que tenga acceso desde la infancia al mayor número posible de opciones de productos televisivos y cinematográficos, con la salvedad, por supuesto, de los límites de edad y de complejidad que traigan consigo esos productos. El camino debe ser paulatino y debe ir abriendo puertas, no cerrándolas. Padres, maestros y críticos no pueden ponerse en la tarea de decir “vea esto y no vea aquello”, sino más bien en la de “vea esto y aquello y lo de más allá, y fórmese una opinión”. Familia, escuela y crítica deben encargarse de formar un espectador que no necesite de la familia, la escuela o la crítica para definir sus intereses audiovisuales; hasta cierto punto, podría aplicarse el mismo criterio para formar al consumidor de música, de literatura y de arte en general. * Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana, estudiante de la maestría en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura en la Universidad Nacional de Colombia, profesor universitario de apreciación cinematográfica, columnista, editor y realizador radial.
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Daniel Bonilla*
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